60.

Caen era una ciudad libre pero en ruinas. Los combates habían sido extremadamente violentos; para acabar con los últimos alemanes, la RAF lo había arrasado todo.

Gordo llegó el día siguiente a su desembarco en Calais. Puso en su brazo un brazalete tricolor del SOE que conservaba en el bolsillo de su abrigo, porque no quería que la guerra terminase todavía. Sin guerra, ya no era nada. Quizás la Sección F podría volver al servicio en el frente del Este. Estarían reunidos de nuevo.

Deambuló a través de los escombros; sus padres vivían al otro lado de la ciudad. A Gordo le gustaba Caen; le gustaba la calle de los cines, le hubiese gustado tanto ser actor, como las estrellas americanas. Tras terminar sus estudios, se había hecho acomodador, era un principio. Y después había pasado el tiempo, y había llegado la guerra, y el SOE. Llevaba tanto sin ver a sus padres…

Atravesó las ruinas. Caminó cerca de una hora. Llegó a su barrio, a su calle, y por fin casi ante su casa. Se detuvo un instante, contemplando la calle, a los paseantes, las casas; el quiosco, justo enfrente, no se había movido.

¿Cómo se volvía de la guerra? No lo sabía. Permaneció un buen rato sobre la acera, hasta que, avanzando lentamente, se introdujo entre los muros de un edificio destruido. Escondido, escrutó la calle. ¿Cómo se volvía de la guerra?

Se quedó un largo rato mirando su casa. Allí, al lado. Pensaba en sus padres. Tan cerca. Había vuelto por ellos. Pero no terminaría su camino, era un viaje demasiado largo. Quizás el viaje de su vida. Pocos metros le separaban de la casa, pero no entraría. Por la misma razón por la que no había ido a ver a Melinda, no podía volver a ver a sus padres; no tenía fuerzas, el riesgo de desesperación era demasiado grande.

Hacía tres años que se había marchado, sin dar noticia alguna. ¿Cómo volver? Sentado sobre un montón de escombros, imaginaba la escena.

—¡He vuelto! —gritaría al entrar en la casa, mostrando el brazalete.

Un alegre alboroto invadiría entonces todo, el hijo único regresaba con sus padres. Correrían hacia la entrada.

—¡Alain! ¡Alain! —gritaría la madre, emocionada—. ¡Has vuelto!

El padre llegaría detrás, con las mejillas enrojecidas de felicidad. Gordo abrazaría a su mamaíta, y después a su papaíto. Los abrazaría con fuerza. La madre lloraría, el padre se contendría.

—Pero ¿dónde has estado todo este tiempo? ¡Ni una noticia, ni una sola noticia tuya! ¡Hemos pasado tanto miedo!

—Lo siento, mamá.

—Entonces, ¿qué has estado haciendo?

Sonreiría, orgulloso.

—La guerra.

Pero nadie le creería. No él, Gordo no. No era un héroe. Sus padres le mirarían fijamente, casi aterrados.

—Espero que no hayas sido colaboracionista —interrogaría severamente el padre.

—¡No, papá! ¡Estaba en Londres! Fui reclutado por los servicios secretos británicos.

Su madre, tan dulce, esbozaría una sonrisa y le daría una palmadita en el hombro.

—Pero bueno, Alain querido, siempre con tus fantasías. No digas tonterías, hijo mío. Los servicios secretos británicos… Como tu carrera en el cine, ¿eh?

—¡Os juro que es verdad!

Gordo pensaría que sus padres no podían comprenderlo, porque ellos tampoco habían estado en Wanborough Manor. Pero le dolería muchísimo que no le tomaran en serio.

—Los servicios secretos… —sonreiría el padre—. Te escondiste para no hacer el STO, ¿verdad? Eso ya es muy valiente.

—¡Oh, a propósito, cariño! —exclamaría la madre—. No te lo vas a creer, pero el hijo de los vecinos se alzó en armas durante la liberación de la ciudad. Mató a un alemán, con una escopeta.

—¡Yo también he matado!

—Vamos, no seas celoso, tesoro. Lo que cuenta es que estés bien. Y que no seas un colaboracionista.

En cuclillas sobre los escombros, Gordo suspiró, triste. No podía volver a su casa. Nadie le creería. Aunque llevara su brazalete… seguirían sin creerle. Quizás era mejor no hablar del SOE. Simplemente entrar y decir que se había escondido como un miserable, que era el peor de los cobardes. Todo lo que quería era un poco de amor; que su madre le abrazase. Entraría, volvería a ver a sus padres y, más tarde, por la noche, su madre se acercaría a él. Como antes.

—¿Podrías acostarte a mi lado y abrazarme? —se atrevería a preguntar después de mucho dudarlo.

Ella se reiría. Su madre tenía una risa preciosa.

—No, cariño —respondería—. ¡Eres demasiado mayor para eso!

Ya no querría, sin duda porque él había ido de putas; las madres deben de notar esas cosas. Gordo sollozaba. ¿Cómo se volvía de la guerra? No lo sabía.

El gigante pasó allí la noche, escondido entre las ruinas. Sin atreverse a cruzar el umbral de su propia casa. A fuerza de esperar una señal del destino, se durmió. Cuando le despertaron las primeras luces del alba, decidió marcharse. No sabía dónde iba, pero en la brisa glacial del otoño, se puso en marcha; quería caminar, lejos. Lo más lejos posible. Atravesó la ciudad, que despertaba. Cerca de la catedral, encontró una patrulla del ejército americano estacionada en una plaza; los GI eran todos negros. Gordo se aproximó a ellos y empezó a hablar en su inglés incomprensible.

El cabello al viento, Gordo estaba de camino a ninguna parte, transportado por los GI, a los que había caído simpático. Habían bebido café juntos, sobre el capó de su jeep, y después los soldados habían propuesto a Gordo llevarle durante un tramo de su camino sin final y le habían hecho hueco en el jeep. Gordo había lanzado a la compañía la única frase que era capaz de pronunciar correctamente en inglés: «I am Alain and I love you».

Abandonaron la ciudad y avanzaron un buen rato en dirección al Este. Sobre las doce, cuando penetraban en un pueblo, vieron una aglomeración en plena calle. Un sol radiante iluminaba las dos o tres decenas de espectadores. Delante de un coche marcado con las siglas de las FFI, unos resistentes agarraban a una joven. Se disponían a raparla al cero.

La atención general se desvió un momento hacia el vehículo del ejército americano que acababa de detenerse. Gordo se apeó; los curiosos se apartaron al paso del imponente personaje, que debía de ser un oficial llegado de América.

La joven era rubia y guapa, pálida, con ojos brillantes pero enrojecidos por las lágrimas. De rodillas, con el rostro marcado por los golpes, lloriqueaba, aterrorizada.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Gordo al tipo de las FFI que parecía ser el jefe.

—Es una colaboracionista —respondió el jefe, impresionado por el excelente francés del americano.

Una colaboracionista, eso estaba mal; Claude pensaba que había que juzgarlos. Pero esa chica le daba lástima. Gordo pensó que todos los colaboracionistas, cuando eran apresados, debían de dar lástima; el miedo confería a todo el mundo la misma cara.

—¿Cómo que colaboracionista?

—Es una puta de los boches. Le gustaban tanto que se unió a los convoyes de la Wehrmierda.

—¿Qué es eso de la Wehrmierda? —preguntó Gordo, que no había comprendido.

—La Wehrmacht.

Hubo un silencio. Gordo miró a la chica. Conocía a las putas. Esta parecía muy joven. Cogió su delgado rostro entre sus gruesas manos; ella cerró los ojos, pensando que iba a pegarle, pero le acarició la mejilla para tranquilizarla.

—¿Eres colaboracionista? —le preguntó con dulzura.

—No, oficial.

—Entonces, ¿por qué estabas con los alemanes?

—Porque tenía hambre, oficial. ¿Usted nunca ha tenido hambre?

Reflexionó. Sí. O no. No lo sabía. Tener hambre llevaba a la desesperación. Dejarse violar para comer no era ser colaboracionista; al menos no según la idea que él tenía. La miró fijamente.

—Nadie va a rapar a esta niña —declaró tras un momento de reflexión.

—¿Y por qué no? —preguntó el FFI.

—Porque lo digo yo.

—Solo los franceses libres administran Francia, no los yanquis.

—Entonces, porque no sois ni alemanes, ni animales. Y además, no debe raparse a la gente, ¿qué es esa idea tan absurda? Los Hombres no hacen eso a los Hombres.

—Los alemanes han hecho cosas peores.

—Quizás. Pero esto no es un concurso.

El otro no respondió, y Gordo cogió a la chica de la mano para ayudarla a levantarse; tenía una mano minúscula. La llevó hasta el coche, nadie se interpuso. Se instaló entre los soldados. El jeep se puso en marcha, saludando al gentío con una fanfarria de golpes de claxon para celebrar la libertad recuperada. Al poco rato, la chica se durmió con la cabeza apoyada en el hombro de Gordo. Él sonrió y acarició su cabello de trigo. Le traía lejanos recuerdos.

Gordo nunca olvidaría a su primera puta. Se había enamorado de ella. Había estado enamorado de ella mucho tiempo.

Todo había empezado cerca del barrio de los cines, durante el primer mes de clase. Iba a cumplir los dieciocho, estaba en su último año en el instituto. Un día, vagando por las calles, se había fijado en una chica guapísima, más o menos de su edad; por pura casualidad, ella también parecía deambular por allí. Era una encantadora morena.

Se había detenido un instante para contemplarla; el sol era agradablemente cálido como solo puede serlo algunos días de otoño, y Gordo había notado que su corazón latía más rápido. No pasó mucho tiempo en aquella calle, sin duda por timidez, pero hubiese podido quedarse horas mirándola. Y el recuerdo de aquel encuentro ya no le había abandonado.

Enfermo de amor, había comenzado a pasar por esa calle primero todos los días, después varias veces el mismo día; y ella seguía allí, como si le esperase. Cosas del destino, sin duda. Luego había empezado a preparar frases para iniciar una conversación, e incluso se preguntaba si no debía empezar a fumar para parecer más seguro de sí. Se había imaginado fingiendo que era un estudiante de Derecho, para parecer serio, o esperando a que una banda de delincuentes viniese a molestarla para salvarla. Entonces, un domingo por la tarde, se había dado de bruces con la triste realidad; Gordo se había cruzado en aquella misma calle con los peores chicos de su clase, que le habían gritado: «Oye, Alain, ¿así que te gustan las putas?». Primero, no había querido creerlo, y después se había puesto enfermo. Y cuando había vuelto al instituto, evitando cuidadosamente la calle maldita, había sido víctima de las burlas de sus camaradas que le habían cantado durante días: «¡A Alain le gustan las putas!».

Ese descubrimiento le atormentaba; no por culpa de ella, sino por culpa de sí mismo. No le parecía degradante haberse enamorado de una puta, eso no restaba nada de su belleza, y después de todo era una profesión como cualquier otra. Pero saber que podría estar con ella simplemente ofreciéndole dinero le obsesionaba a todas horas.

Dos meses más tarde, al cumplir los dieciocho, sus padres le habían dado algo de dinero «para realizar algún proyecto». Su proyecto fue hacerse amar. Había vuelto de nuevo a la calle, sosteniendo con fuerza el dinero en la mano.

La puta se llamaba Caroline. Bonito nombre. Gordo se dio cuenta al ir a su encuentro de que abordar a una puta era más sencillo que abordar a cualquier otra mujer, porque su apariencia importaba poco. Caroline le había conducido hasta una habitación en una buhardilla, en el edificio ante el que la veía siempre. Y, mientras subía las escaleras, Gordo la había cogido de la mano; ella se había vuelto, extrañada, aunque no se había enfadado.

La habitación era estrecha pero bien aireada; tenía una cama de matrimonio y un armario. Aquel lugar no le dio asco, aunque había oído hablar de dormitorios de paso sórdidos, verdaderos caldos de cultivo de enfermedades. Su corazón latía con fuerza, era la primera vez. No pensaba en el dinero que le había dado por estar allí, ya no pensaba en ello; solo sentía una mezcla de aprensión y alegría ante la idea de que esa mujer, a la que tanto quería desde hacía varios meses, fuese la primera. Pero ignoraba todo lo que debía hacer en ese momento.

—Nunca he hecho esto —había dicho bajando la cabeza.

Ella le había mirado con ternura.

—Te enseñaré.

Él había respondido con un silencio torpe, y ella había susurrado:

—Desnúdate.

No tenía ninguna intención de desnudarse, al menos así no. Si hubiese sido atractivo desnudo, no le habría hecho falta pagar una puta.

—No tengo muchas ganas de desnudarme —había murmurado, incómodo.

Ella se había quedado asombrada; era un cliente muy extraño.

—¿Por qué? —había preguntado entonces.

—Porque soy menos feo con la ropa puesta.

Ella se había reído, una risa agradable, reconfortante. No se estaba burlando. Había echado las cortinas y apagado la luz.

—Desnúdate y acuéstate en la cama.

Como todo el mundo es guapo en la oscuridad, Gordo había hecho lo que le decía. Y había descubierto un universo lleno de ternura.

Había vuelto a verla a menudo. Un día, había desaparecido.

Caía la noche. Caminaban por un sendero, en medio de ninguna parte. Gordo había pedido a los GI que los dejaran en mitad de un campo en barbecho, un buen camino para partir hacia un nuevo destino. Llevaban un buen rato caminando en silencio. A la chica le dolían los pies, pero no se atrevía a quejarse; se contentaba con seguir a Gordo dócilmente.

Llegaron ante una granja aislada. El gigante se detuvo.

—¿Vamos a dormir aquí, oficial?

—Sí. ¿Te da miedo?

—No. Ya no tengo miedo.

—Mejor. Pero llámame Gordo, no oficial.

Ella asintió.

Era un buen refugio; el interior olía a madera vieja. Gordo amontonó paja en una esquina y se instalaron allí. La luz del día todavía se filtraba un poco. Estaban bien. Sacó de su bolsillo algunas golosinas que le habían regalado los GI. Ofreció a la chica.

—¿Tienes hambre?

—No, gracias.

Silencio.

—Es un nombre extraño, Gordo —dijo entonces ella con timidez.

—Es mi nombre de guerra.

Ella le miró fijamente, impresionada.

—¿Es usted americano?

—No, soy francés. Pero teniente del ejército británico. ¿Y tú cómo te llamas?

—Saskia.

—¿Eres francesa?

—Sí, teniente Gordo.

—Saskia no es muy francés…

—No es mi nombre de verdad. Así era como me llamaban los alemanes. Los que volvían del frente ruso también me llamaban Sassioshka.

—¿Cuál es tu verdadero nombre?

—Saskia. Mientras haya guerra, me llamaré Saskia. Como usted. Usted es el teniente Gordo. En la guerra, llevamos nuestro nombre de guerra.

—Pero Saskia es un nombre lleno de malos recuerdos…

—Tenemos el nombre de guerra que merecemos.

—No digas eso. ¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete.

—No debería haber putas de solo diecisiete años.

—No debería haber putas.

—Tienes razón.

—¿Ha ido usted de putas, teniente?

—Sí.

—¿Le gustó?

—No.

Caroline no contaba. Las putas eran los burdeles tristes.

—Entonces, ¿por qué lo hizo?

—Porque estoy solo. Es atroz estar siempre solo.

—Lo sé.

Silencio.

—Saskia, ¿cómo llegaste a convertirte en…?

—Es complicado.

Gordo asintió. No lo dudaba.

—Gracias por haberme salvado.

—Ni lo menciones.

—Me ha salvado, es importante. Puede hacerme lo que quiera… para estar menos solo… No necesita pagar, será agradable así.

—No quiero hacerte nada.

—No diré nada. Estamos bien aquí, ¿no? Sé guardar un secreto. En la parte trasera de los camiones, hacía todo lo que me pedían, y nunca dije nada a nadie. Algunos querían que gritase fuerte, o que me quedase muda. Sabe, teniente Gordo, he visto muchos soldados en las calles, armados, pero en el camión era diferente: esos hombres, un instante antes, de uniforme, eran los poderosos militares que habían conquistado Europa… pero en la oscuridad del camión, tumbados sobre mí, jadeando torpemente, solo me inspiraban piedad, desnudos, delgados, pálidos, atemorizados. Algunos querían incluso que les pegase. ¿No le parecen raros, teniente, esos soldados que han invadido Europa, que desfilan orgullosos hasta un camión y luego, una vez dentro, se desnudan y quieren que una puta les pegue?

Silencio.

—Pídame lo que quiera, teniente Gordo. No diré nada, será agradable.

—No quiero nada, Saskia…

—Todo el mundo quiere algo.

—Entonces quizás podrías abrazarme, como si fueras mi madre.

—No puedo ser su madre, tengo diecisiete años…

—En la oscuridad no se verá.

Ella se tumbó en la paja y Gordo se colocó junto a ella, apoyando la cabeza sobre sus rodillas. Saskia le acarició el pelo.

—Mi madre cantaba a menudo para que me durmiese.

Saskia se puso a cantar.

—Abrázame.

Le abrazó con fuerza. Y sintió correr sobre su piel desnuda las lágrimas del oficial. Saskia lloró también. En silencio. Habían querido raparla, como a un animal. Tenía miedo, ya no sabía quién era. No, no era una traidora; su hermana, de hecho, estaba en la Resistencia, un día se lo había dicho. Llevaba sin verla tanto tiempo… Y sus padres, ¿qué habría sido de ellos? La Gestapo había ido a su casa, en Lyon, después de arrestar a su hermana, buscaban a toda la familia. Se habían llevado a sus padres, pero ella se había escondido en el fondo de un gran armario que no registraron, y había permanecido allí varias horas después de que se marcharan los Citroën negros, temblando de miedo. Luego había huido, pero sola, fuera, solo había podido sobrevivir siguiendo a una columna de la Wehrmacht. Aquello había sucedido un año antes. Un año pasado en la trasera de un camión bajo una cubierta de lona a cambio de conservas y algo de protección. Cuatro estaciones. En verano, los soldados estaban todos sucios y sudorosos, olían mal; en invierno, temblaba de frío, y ninguno le dejaba hacer aquello bajo una manta, por temor a las enfermedades. La primavera le había gustado, había oído a los pájaros cantar desde el suelo metálico del camión. Y después, de nuevo el calor del verano.

En la oscuridad de la granja, Gordo y Saskia, el oficial de los servicios secretos y la puta, se durmieron, cansados del mundo.