58.

Finales de agosto, en la Marsella liberada. Gordo y Claude paseaban por el puerto, con el brazalete tricolor en el brazo y el arma en la cintura.

—¡Respira el olor del mar! —exclamaba Gordo.

Claude sonreía.

Su trabajo allí había terminado. Iban a volver a Londres.

—Entonces, ¿lo del SOE se acabó? —preguntó Gordo.

—Ni idea. Mientras la guerra no haya terminado, el SOE no ha terminado.

Gordo balanceó la cabeza.

—¿Y nosotros?

—Tampoco sé nada, Gordo.

—Tengo ganas de volver a ver a Laura, ¡tengo ganas de ver al bebé! Espero que sea un niño, como Palo. Oye, Ñoño…

—Dime…

—Aunque la guerra se termine, ¿te importaría seguir llamándome Gordo?

—Si quieres…

—Prométemelo, es importante.

—Entonces, te lo prometo.

Gordo suspiró de alivio y se puso a correr como un niño. Nunca en su vida había tenido una sensación como aquella; había resistido la formación del SOE, y después había sobrevivido a sus misiones y a un interrogatorio de la Gestapo. Había sobrevivido a los golpes, al miedo, a la angustia de la clandestinidad; había sido testigo de lo que se habían hecho unos seres humanos a otros, y también había sobrevivido. Aquello había sido sin duda lo más difícil: sobrevivir al desastre de la humanidad, no renunciar y mantenerse firme. Los golpes no son más que golpes; hacen daño, un poco, mucho, y después el dolor cesa. Lo mismo con la muerte; la muerte no es más que la muerte. Pero vivir como un Hombre entre los hombres era un desafío diario. Y esa poderosa sensación de bienestar que sentía entonces Gordo era orgullo.

—Somos buenos hombres, ¿verdad, Ñoño? —gritó el gigante.

—Sí.

Después el cura murmuró otra vez: «Somos Hombres». Y, lleno de melancolía, sonrió a su amigo. ¿Cómo Gordo, después de todo lo que había hecho, podía dudar todavía de que lo era? Se sentó en un banco, y contempló cómo el gigante lanzaba piedrecitas a las gaviotas. De pronto sintió una pesada mano sobre el hombro, y se volvió con rapidez: tras él apareció un hombre en uniforme oscuro. Key.

—¡Hostias! —soltó Claude.

—¿Ahora dices hostias? —sonrió Key—. Va a resultar que la guerra te ha sentado bien.

Claude se levantó de un salto y los dos se abrazaron con fuerza.

—Pero ¿qué haces aquí? ¡Y de uniforme! ¡Menuda clase!

Key apuntó con el dedo a una terraza donde había unos soldados sentados.

—Estoy con los chicos de las tropas interaliadas, caídos del cielo para dar una patada en el culo a los últimos alemanes. Nos lanzaron en la región justo antes del Desembarco…

Key no pudo terminar su frase porque una masa inmensa llegó en tromba y se abalanzó sobre él, abrazándole con una alegría tremenda.

—¡Key! ¡Key!

—¡Gordo!

Gordo contempló a su amigo mientras le agarraba firmemente los hombros.

—¡Llevas uniforme, Kiki! ¡Te queda de cine!

—Gracias, Gordo. Si quieres uno, tenemos un montón. Figúrate que nosotros, los del SOE, con nuestros lanzamientos de contenedores, no somos nada al lado de estos: a los SAS, amigo mío, ¡les lanzan vehículos!

—¡Coches! ¿Has oído eso, Ñoño? ¡Coches!

Se rieron, locos de alegría, y caminaron un buen rato por el espigón, hablando sin cesar. ¿Quién había vuelto a Londres desde febrero? Nadie. ¿Y Laura? ¿Y el niño? No sabían nada. Estaban deseando volver, deseando reencontrarse con todos los que habían echado de menos, y se hicieron mutuamente todas las preguntas que les quemaban en los labios. Pasaron la tarde juntos y, al final de la jornada, decidieron no separarse. Key dejó a sus compañeros y acompañó a Gordo y Claude hasta el maquis para pasar la velada. El maquis estaba soberbio, en la dulzura de un atardecer de verano, rebosante de olor a pino, a salvo del mundo, con el canto de las cigarras y los grillos como único ruido de fondo.

—No está mal esto —dijo Key.

—¡Es nuestro pequeño paraíso! —declaró Gordo, muy orgulloso de impresionarle.

Claude dirigió la visita de Key a las instalaciones de los maquis y le presentó a Trintier; el Sur había sido liberado y numerosos combatientes se habían marchado, pero Trintier, fiel, continuaba patrullando con sus hombres, velando por la población y buscando a los últimos colaboracionistas.

Cuando pasaron cerca del arroyo, Gordo metió las manos en el agua y sacó su cantimplora.

—¿Quieres probar mi agua, Kiki? Agua bien fresquita, lleva todo el día en el arroyo. La mejor agua de Francia.

Key bebió ceremoniosamente algunos tragos. Después hicieron un fuego y montaron una pequeña fiesta. Al ponerse el sol, vaciaron varias latas de conserva en las escudillas y comieron felices. Hablaron y volvieron a hablar. Claude encontró algo de alcohol y brindaron. Por la liberación de Francia, por su regreso a Londres, por el final de la guerra que esperaban próximo y por la nueva vida que podría comenzar. Más tarde, Gordo se durmió cerca del fuego, roncando tan tranquilo. Se sentía bien a salvo ahora que Key se encontraba allí; esa noche estaba seguro de no tener pesadillas. Claude le cubrió con una manta.

—¿Qué vamos a hacer con él ahora? —murmuró—. Nuestro pequeño paraíso, como él dice…

Key sonrió.

—Bah. Ya le cuidaremos…

Claude contempló al durmiente.

—Key, tengo que decirte algo…

—¿Qué?

—Palo… pasó por este maquis antes de ir a París.

—¿Y?

—Llegó aquí, decía que se sentía en peligro. Dijo que quería ir a París… Y después, lo capturaron…

—¿Crees que hay un traidor?

—Sí.

—¿Quién?

—Tenía varias pistas, pero la más seria en mi opinión es un tipo que se llama Robert, un resistente del maquis. Formaba parte del comité de recepción a la llegada de Palo, fue él quien le llevó a la estación de Niza. Sabía lo de París. Y creo que hace cosas raras con los suministros aéreos. No me extrañaría que traficase con los boches.

—Son acusaciones graves… Debemos estar seguros.

—Lo sé.

—¿Cuál es tu otra pista?

—Aymon, otro maquis.

Key adoptó una expresión pensativa.

—Dejemos que pase la noche para reflexionar —propuso.

Los tres hombres pasaron la noche juntos, cerca del fuego. Al día siguiente, Claude y Key decidieron profundizar en la investigación; se libraron de Gordo confiándole una tarea tan larga como inútil, y después fueron a ver a Aymon. Key le interrogó durante casi una hora, sentados frente a frente, mirándole a los ojos; impresionaba mucho con su uniforme.

—No ha sido él —dijo a Claude cuando terminó—. Es un tipo legal, sin duda.

—Yo pensaba igual.

—Pasemos al otro, ese Robert. ¿Dónde podemos encontrarlo?

—No vive aquí, sino en un pueblo cercano.

—Vayamos a interrogarle.

—¿Y si tampoco ha sido él?

—Entonces seguiremos buscando. Los traidores no deben quedar impunes.

El cura asintió.

Se pusieron en marcha. El pueblo se encontraba aproximadamente a una hora a pie del maquis. Al llegar, los dos hombres iban llamando la atención, con sus pistolas, el brazalete y el uniforme. Localizaron la casa poco después de la salida del pueblo. Había una pequeña construcción de piedra y madera que tenía adosado un taller mecánico y, no lejos de allí, un grupo de tres viviendas. Llamaron a la puerta; abrió un niño de unos diez años.

—Buenos días, hijo. ¿Está tu padre? —preguntó Claude.

—No, señor.

—¿Está en su garaje?

—No, señor.

—¿Estás solo?

—Sí, señor.

—Y tu padre ¿cuándo vuelve?

—Más tarde, señor. ¿Quieren entrar?

—No, hijo. Volveremos. Gracias.

Claude y Key se alejaron unos pasos. Empezaba a hacer calor. Key apuntó al taller con el dedo.

—¿Es mecánico el tal Robert?

—Algo así.

Se acercaron al taller y miraron a través de los cristales cubiertos de polvo. El lugar estaba desierto.

—Vamos a echar un vistazo —propuso Key.

—¿Para qué?

—Para echar un vistazo.

Key miró a su alrededor; no había nadie. Y el garaje, algo apartado del camino, estaba fuera de la vista. Hizo saltar la cerradura de una patada. Lo habían aprendido en Beaulieu: las cerraduras no se abren con unas pinzas o una horquilla. Simplemente se rompen.

El interior era un amasijo de chapas. Abrieron algunas cajas y levantaron aquí y allá trapos llenos de grasa. Nada. De pronto, Claude llamó a Key y le señaló unos alicates.

—Esto es material de Londres.

Key, con gesto serio, asintió. Entonces registraron el lugar meticulosamente; y encontraron herramientas y raciones de comida. Allí estaba el material del SOE que faltaba de las reservas del maquis.

El día llegaba a su fin. Esperaron durante horas, escondidos en la espesura. La mujer de Robert había llegado a mediodía, con otro niño, de unos cinco o seis años. Pero Robert no aparecía.

—¿Crees que se ha enterado de que estamos aquí? —preguntó Claude—. Quizás en el pueblo le hayan dicho que habían llegado agentes de uniforme y haya tenido miedo.

Key maldijo.

—Me jodería que hubiera huido a Berlín con una columna de boches.

Siguieron esperando; sus piernas empezaron a entumecerse y a sufrir calambres pero aguantaron, en nombre de Palo y de Faron, a quienes Robert, ese infame traidor, había entregado. Y llegó el crepúsculo; la hora de cenar había pasado, pero un exquisito olor a comida procedente de la casa perfumaba todavía la atmósfera. Llegó una camioneta y aparcó delante del taller.

—Es él —murmuró Claude.

Una silueta bajó del vehículo. Robert era un hombrecillo de apariencia simpática, fuerte y con una calva incipiente; no debía de tener más de cuarenta años. Silbó una tonada alegre, se bajó las mangas y alisó la tela arrugada con las manos. Después, cuando se disponía a entrar en la casa, dos hombres surgieron a su espalda y le empujaron al interior. Se encontró en el suelo sin poder reaccionar. Al girar la cabeza vio, en el marco de la puerta, a Claude, agente del maquis, y a otro joven, ancho de hombros y vestido de uniforme.

—¿Claude? ¿Qué pasa? —preguntó, algo asustado.

—¿Qué has hecho, Robert? ¡Dime que tienes una explicación razonable!

—Pero ¿de qué estás hablando?

Key le asestó una patada en el vientre y el hombre gimió de dolor; apareció su mujer, seguida por sus dos hijos.

—¿Quiénes son ustedes? —gritó, atemorizada, la voz ahogada en sollozos.

Los dos intrusos la miraron con dureza.

—Váyase, señora —dijo Key con voz tempestuosa.

—¡Váyase usted, por Dios! —respondió ella.

Key la agarró del brazo y se lo torció.

—¡Lárguese antes de que diga a las FFI que le corten el pelo al cero!

Los niños estaban aterrorizados, la mujer los llevó fuera de la casa; para salir, tuvieron que pasar por encima de su padre, que temblaba de terror. En cuanto se marcharon, Claude cerró la puerta; tenía el rostro descompuesto por el odio y, de repente, asestó una horrible patada en la espalda de Robert, que gritó.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Claude—. Por amor de Dios, ¿por qué?

—¡Porque era necesario! —gritó Robert—. ¡Por culpa de la guerra!

—¿Porque era necesario? —repitió Claude, atónito.

Le dio una manta de golpes. Todo su cuerpo estaba invadido por la rabia; no consideraba Hombres a aquellos que habían matado a otros hombres. Su corazón rebosaba de odio. Key empezó a golpearle también; Robert se había hecho un ovillo para protegerse.

—¡Lo siento! —gritaba—. ¡Lo siento!

Golpeaban con todas sus fuerzas.

—¿Lo sientes? ¿Lo sientes? —gritó Key—. ¡Ya es tarde para sentirlo!

Key lo levantó agarrándolo por la camisa, que se desgarró en parte, y le golpeó en el vientre. Como el hombre se doblaba en dos, Key ordenó a Claude que lo sostuviera. Este lo sujetó con fuerza, y Key le propinó una serie de puñetazos en la cara. Le rompió la nariz y algunos dientes. Tenía las falanges cubiertas de sangre. Robert gritaba, y les suplicaba que parasen.

—¡Colaboracionista de mierda! ¡Eres peor que un perro! —vociferaba Claude a su oído, mientras lo sostenía para que Key pudiera partirle la cara.

Cuando les pareció que ya le habían dado a Robert su merecido, lo arrastraron fuera de la casa y lo dejaron tumbado en el suelo, en el polvo, con el cuerpo deformado. Claude encontró un palo y volvió a golpearle. Después fueron a buscar un bidón de gasolina al taller, y volvieron a la casa; vertieron el combustible en el suelo y por las cortinas. Y Claude, con su mechero, se encargó de prenderle fuego.

Salieron rápidamente y se quedaron mirando la casa, que ardía despacio en la noche.

—¿Por qué? —gimió Robert, cubierto de sangre y desfigurado—. Claude, ¿por qué lo has hecho?

Claude se extrañó de que su víctima le llamase por su nombre de pila. No, él ya no era Claude, no era el buen curita. Era el vengador de Palo. Actuaba para que aquello no volviese a suceder. Nunca más.

—Esto no ha sido nada, Robert. Francia te juzgará. Eres responsable de la muerte de dos grandes soldados.

—¿Porque he robado algunas pinzas y latas de conserva?

—¡Cierra la boca! ¡Entregaste a Palo! —gritó Key—. ¡Confiesa!

Encendido de cólera, apoyó el cañón de su revólver en la mejilla de Robert.

—¡Confiesa! —repitió.

—¿Palo? ¿El agente que llevé a Niza? Pero si no he traicionado a nadie. No he hecho nada —juró—. Me he dedicado al mercado negro, eso es todo.

Silencio. A Robert le costaba hablar, pero prosiguió.

—Sí, he robado algunas conservas para el mercado negro. Para ganar algo de dinero, para alimentar a mis niños. Mis niños tenían tanta hambre. Pero en el maquis no se han muerto de hambre, si no, no lo habría hecho. Y cogí algunas herramientas para mi garaje. Herramientas que no utilizábamos, porque teníamos varias. Sí, está mal, pero ¿por qué me hacéis esto? ¿Por qué quemáis mi casa por algunas conservas?

Silencio.

—He servido a mi país, he luchado contra los alemanes. He luchado contigo, Claude. He luchado a tu lado. Confiábamos el uno en el otro. ¿Recuerdas el depósito de locomotoras que volamos juntos?

Claude no respondió.

—¿Lo recuerdas? Os llevé en camioneta. Os ayudé a poner las cargas. ¿No te acuerdas? Había que arrastrarse debajo de las locomotoras, no era fácil, no, nada fácil. Las locomotoras son bajas, y yo soy bastante grande, pensé que iba a quedarme atrapado, ¿lo recuerdas? Nos reímos después de aquello, nos reímos mucho.

Silencio.

—Devolveré la comida, os daré dinero, pagaré por las herramientas, os compraré otras si es necesario. Pero por qué me habéis hecho esto… Habéis venido a liberar Francia, arriesgando vuestras vidas… Todo para quemar la casa de un ladrón de latas de conserva. ¿Todo por eso? ¿Ese es el ideal que os trajo aquí? ¡Dios mío! Soy un francés honesto. Un buen padre y un buen ciudadano.

Robert dejó de hablar. Ya no podía más. Le dolía mucho. Tenía ganas de morirse de tanto que le dolía. Y su casa estaba ardiendo. Amaba aquella casa. ¿Dónde vivirían ahora?

Hubo un largo silencio. El crepitar de las llamas había suplantado a los ruidos de la noche. Key enfundó su arma. Por la ventana de la casa vecina donde se habían refugiado la mujer y los hijos de Robert, aterrados, se cruzó con la mirada del niño que miraba a su padre, golpeado y humillado ante sus ojos.

La casa ardía, las llamas se elevaron muy alto. El hombre, tumbado en el polvo, lloriqueaba. Claude se pasó una mano por el rostro. Robert era inocente.

—¿Qué hemos hecho, Key? —suspiró.

—No lo sé. Ya no somos Hombres siquiera.

Silencio.

—Tenemos que volver, tenemos que marcharnos. Marcharnos y olvidar.

Key asintió. Marcharse y olvidar.

—Yo me encargo de encontrar un avión a Londres —dijo—. Ve a buscar a Gordo.