Julio tocaba a su fin. Aprovecharon una tarde de descanso para dar un paseo por Hyde Park, sin miedo pese a los V1 que minaban la moral de los londinenses. Abriendo la marcha, Laura empujaba el cochecito de Philippe; a varios pasos de distancia, Doff y Stanislas conversaban. Avanzaban despacio para que la joven no los oyera; hablaban de la guerra, como siempre. Laura todavía no había vuelto a su trabajo en Baker Street y los dos hombres estaban convencidos de que, si no los escuchaba, permanecería al margen de las batallas en Francia, de las pérdidas aliadas y de los cohetes V1 que amenazaban la ciudad. No tenían en cuenta ni los periódicos, ni la radio, ni las sirenas, ni las conversaciones en los cafés; se imaginaban, ingenuos, que si susurraban a sus espaldas, Laura estaría a salvo de la furia del mundo.
Estaba resplandeciente bajo el sol, vestida con una falda blanca de tenis que le sentaba de maravilla; los volantes bailaban a medida que caminaba, elegante. Sabía todo sobre el curso de la guerra, y pensaba en ella sin cesar. Pensaba en Gordo, en Key, en Claude. También en Faron, todos los días, y recordaba su fuga del piso franco. Y en Palo, cada segundo, estaba condenada a pensar en él el resto de su vida. También se acordaba del padre, en París; cuando la guerra hubiese terminado iría a París, a enseñarle a su nieto. Al igual que a ella, Philippe le consolaría de la abominable tristeza. Le pediría al padre que le hablase de Palo, durante días enteros, para continuar reviviéndolo. Estaba harta de ser la única que lo mantenía con vida; los demás no hablaban nunca de él, para no darle pena. También quería que Philippe, un día, conociese la historia de su padre.
Los tres paseantes seguían un camino que bordeaba los estanques; el parque parecía desierto. La población estaba aterrorizada por las bombas volantes que se abatían desde mediados de junio sobre Londres y el sur de Inglaterra; los V1, die Vergeltungs Waffen —las armas de la venganza—, eran una de las últimas esperanzas de Hitler para recuperar el control de la contienda. Se disparaban desde rampas desplegadas a lo largo de las costas de la Mancha. Rápidos, silenciosos, caían a cualquier hora del día y de la noche, hasta doscientos cincuenta diarios, y a veces casi cien solo en la ciudad de Londres; los muertos se contaban ya por miles, y los niños eran evacuados al campo, fuera del alcance de los misiles. Un escuadrón de Spitfire atravesó el cielo con estruendo; Laura no prestó atención, pero Stanislas y Doff siguieron a los aviones con la mirada, inquietos.
El servicio de información británico no conseguía localizar el emplazamiento de las rampas de los V1, y el ejército solo podía detectar los cohetes cuando ya habían sido lanzados por encima de la Mancha. La defensa antiaérea lograba abatir algunos, pero la RAF parecía impotente frente a esos ataques, bien diferentes a las hordas de bombarderos del Blitz. Los cazas podían disparar sobre los cohetes en pleno vuelo, pero la explosión desestabilizaba peligrosamente a los aviones de combate. Ya habían perdido varios de esa forma. Existía sin embargo un método, espectacular y peligroso, para evitar que los misiles cayesen en zonas habitadas: algunos pilotos de Spitfire conseguían desviar su trayectoria deslizando su ala bajo uno de los alerones de la bomba.
Laura se separó del camino para enseñar a Philippe los patos de un estanque; miró, divertida, a Doff y a Stanislas, que habían interrumpido su conversación. Sabía muy bien que estaban hablando de Overlord. Dio gracias al Cielo por haber puesto a esos dos hombres en su vida y en la de Philippe. Sin ellos, no sabía qué habría sido de ella.
Stanislas observó las tranquilas ondas. El avance de los Aliados en Francia era imparable, pero aunque las operaciones militares conducirían con seguridad a la victoria, no lograrían borrar los antagonismos entre Aliados y franceses. Las relaciones eran tensas. Los franceses libres habían sido apartados de los preparativos de Overlord, y De Gaulle solo había tenido noticia de la fecha del Desembarco en el último momento. Al mismo tiempo, había entendido que aquello no era ninguna garantía para que Francia pudiera recuperar el control sobre su territorio tras la liberación, y había sufrido un ataque de cólera contra Churchill y Eisenhower, negándose incluso, durante la puesta en marcha de Overlord, el 6 de junio, a pronunciar su llamada a la unión de todas las fuerzas de la Resistencia por la radio. Finalmente, se resignó a hacerlo más tarde, por la noche. Ahora el problema era la suerte de los agentes de la Sección F del SOE después de la guerra. La sección SOE/SO estaba inmersa en ásperas negociaciones con la Francia libre sobre el estatus que debía concederse, tras la liberación, a los franceses que habían combatido en las filas del SOE; la cuestión había surgido antes del Desembarco y llevaba meses en suspenso. Para gran desesperación de Stanislas, las discusiones no habían conducido a nada por el momento. Algunos pretendían incluso considerar a los agentes franceses del SOE como traidores a la nación por haber colaborado con una potencia extranjera.
Laura tomó a su hijo en brazos. Con su mano libre, agarró un puñado de tierra y lo lanzó al agua; los patos, que pensaron que era comida, se abalanzaron. Laura rio. Y los dos hombres a su espalda sonrieron.
Fueron a sentarse en un banco para continuar su conversación.
—He hecho lo que me pediste —dijo Doff.
Stanislas aprobó con la cabeza.
—El contraespionaje que espía —continuó enfadado—, quieres que me cuelguen, ¿verdad?
Stanislas esbozó una sonrisa.
—No has hecho más que consultar un informe. ¿Quién está investigando?
—Por el momento, nadie. El informe está pendiente. Con Overlord hay otras prioridades.
—¿Y qué has descubierto? —preguntó Stanislas, nervioso.
—No mucho. Creo que van a archivar el asunto. Fueron detenidos, como decenas de agentes. O cometieron un error, o los denunciaron.
—Pero ¿quién les habría entregado?
—Lo ignoro. No tiene por qué ser a la fuerza un cabrón: quizás un resistente detenido y torturado. Ya sabes lo que les hacen…
—Lo sé. ¿Y un topo en el Servicio?
—Para ser sincero, no tengo ni idea. Aparentemente nadie conocía la existencia del piso de Faron. Y por eso veo muy difícil que un topo…
—¡Ni siquiera conocemos todos los escondites de los agentes en Baker Street!
—¿Lo lanzaron solo?
—Sí, un pianista debía unirse a él más tarde.
—Es cierto. Pero, según Laura, Faron había dicho que era oficialmente un piso franco. La Sección F debería haber estado al tanto.
—¿Qué más?
—Palo estaba en París. No se le había perdido nada allí, lo habían lanzado en el Sur. ¿Qué diablos estaba haciendo entonces? No era su estilo desobedecer las órdenes…
Stanislas asintió.
—Debía de tener una buena razón para ir a París, pero ¿cuál?… ¿El informe menciona los interrogatorios a Laura?
—Sí. Por lo visto Faron había preparado un atentado contra el Lutetia —dijo Doff.
—¿El Lutetia?
—Como lo oyes. Le había mostrado unos planos a Laura. ¿Estaba previsto algún atentado?
—No, que yo sepa…
—Según la orden de misión, Faron estaba en París para preparar blancos de bombardeos.
—¿Quizás un bombardeo del Lutetia? —sugirió Stanislas.
—No. Preparaba un atentado con explosivos.
—Demonios.
—¿Qué crees que significa eso? —preguntó Doff.
—No tengo ni idea.
—En cuanto pueda, iré a París a investigar. ¿El padre de Palo está al corriente de que su hijo…?
—No, no creo. Su padre… Sabes, durante la formación, hablaba de él a menudo. Era un buen hijo ese Palo.
Doff asintió y bajó la cabeza, triste.
—En cuanto se le pueda avisar, se hará —declaró.
—Habrá que hacerlo bien.
—Sí.
No habían visto a Laura acercarse a ellos, con Philippe todavía en sus brazos.
—Habláis de Palo, ¿verdad?
—Decíamos que su padre no estaba enterado de su muerte —explicó con tristeza Stanislas.
Ella los miró con ternura y se sentó entre los dos.
—Entonces, habrá que ir a París —dijo.
Los dos agentes asintieron y ambos le pasaron el brazo por la espalda, en señal de protección. Después, sin que se diese cuenta, se miraron el uno al otro; lo habían hablado varias veces en secreto en Baker Street. Querían comprender qué había pasado en París, aquel día de octubre.
Sentado en su mesa, Kunszer miraba fijamente el teléfono, espantado por la noticia: Canaris, el jefe de la Abwehr, había sido arrestado por el contraespionaje del Sicherheitsdienst. Desde el atentado contra Hitler, ocho días antes, todos los altos oficiales alemanes estaban bajo vigilancia; alguien había tratado de eliminar al Führer poniendo una bomba en una sala de reuniones del Wolfsschanze, la Guarida del Lobo, su cuartel general cerca de Rastenburg. La represión en el seno del ejército era terrible, las sospechas pesaban sobre todo el mundo, el contraespionaje había pinchado los teléfonos. Y Canaris había sido arrestado. ¿Formaba parte de los conspiradores? ¿Qué sería de la Abwehr?
Tenía miedo. Aunque no había participado en la conspiración, aunque no se había movido, precisamente por esa razón tenía miedo: llevaba meses sin hacer nada para la Abwehr; si alguien se fijaba en él, considerarían su inactividad como una traición. Pero si permanecía inerte, era porque hacía mucho tiempo que no creía en la victoria alemana. Y mientras tanto, los Aliados avanzaban. En pocas semanas estarían a las puertas de París. La orgullosa Alemania se marcharía pronto de allí, lo sabía. Los ejércitos se replegarían, y el Reich lo perdería todo: a sus hijos y su honor.
Tenía miedo. Miedo de que viniesen a arrestarle por alta traición a él también. Pero él nunca había sido un traidor. A lo sumo había tenido sus propias opiniones. Si solo fuese por él, se quedaría apostado en su despacho del Lutetia, con su Luger en la mano, dispuesto a abatir a los SS que quisieran tomarlo al asalto, dispuesto a levantarse la tapa de los sesos cuando los británicos a los que tanto había combatido entraran con sus tanques en París. Pero estaba el padre; uno no abandona a su padre. Si aún salía, era por él.