El Desembarco incendió Francia; las redes se mostraban mucho más eficaces de lo que los Estados Mayores aliados habían previsto: las redes del SOE, guiadas por Londres; las redes de la Francia libre, guiadas por Argel; pero también civiles que tomaban parte en el esfuerzo de guerra mediante actos de sabotaje espontáneos a lo largo de todo el país.
En Normandía y en las regiones limítrofes, los resistentes constituían una fuerza de combate de primer orden. Key y su grupo disponían de una impresionante cantidad de material; distribuían víveres y uniformes entre la población, creando pequeñas facciones de combatientes a quienes entrenaban someramente. La consigna del SOE era desestabilizar las unidades alemanas mediante sabotajes o encontronazos incesantes; había que debilitarlos, minar la moral de los soldados, y luego dejar que los ejércitos aliados terminaran el trabajo. De ese modo, un método eficaz de combate consistía en parar una columna alemana desencadenando un tiroteo para que después, en cuanto los vehículos estuvieran inmovilizados y los soldados desplegados para hacer frente a los resistentes, una escuadrilla de la RAF o de la US Air Force surgiera de pronto de las nubes y aplastara la columna, propinándole en ocasiones fuertes pérdidas.
En el Sur, las redes se dedicaban a retrasar el envío de refuerzos del Reich hacia el frente, saboteando las líneas telefónicas, las vías de tren y los depósitos de combustible, o provocando enfrentamientos directos, ataques y emboscadas. Pero las tropas alemanas, acosadas por los escurridizos combatientes, desahogaban su rabia con la población. El caso más sangriento tuvo lugar en junio, días después del Desembarco. La 2.ª División SS Das Reich, que se dirigía desde la región de Burdeos a unirse al frente normando, se detuvo en el pueblo de Oradour-sur-Glane, después de sufrir enfrentamientos con las Fuerzas Francesas del Interior, las FFI. Reunieron a los habitantes en la plaza del pueblo; los hombres fueron fusilados, y las mujeres y los niños, encerrados en la iglesia y quemados vivos. Hubo más de seiscientos muertos.
Claude y Trintier dirigían conjuntamente las operaciones. La RAF había lanzado por fin armas, material y provisiones, pero no eran suficientes. En los contenedores, el SOE había incluido brazaletes con la bandera francesa que Claude distribuyó entre los combatientes, pero qué importaban los brazaletes, necesitaban más armas. Londres estaba obnubilado por el apoyo a las redes del Norte, mientras que ellos habían sufrido pérdidas, y las reservas de munición disminuían dramáticamente. Para empeorar las cosas, en la euforia de la guerra, los combatientes hablaban sin tapujos con los civiles; a veces se mostraban en los pueblos con sus armas y brazaletes, y de esa manera llamaban la atención. Si los alemanes los encontraban, no podrían aguantar; serían todos masacrados. Por las noches, el cura hacía balance con Trintier, al abrigo de una tienda de campaña.
—Hemos gestionado mal las reservas —decía el maquis, también inquieto.
—Hay que ser más discretos. Menos emboscadas y más sabotajes… Hay que aguantar hasta el próximo abastecimiento. Si Palo hubiese venido a poner un poco de orden en esto…
—¿Conoces a Palo?
Claude le miró fijamente, estupefacto.
—Claro que le conocía… Pero…
—¿Conocías? —le cortó Trintier—. ¿Ha muerto?
—Sí. En octubre.
—Mierda. Lo siento. Aquí no sabíamos nada…
Claude se incorporó, casi temblando. Si él mismo se encontraba en este maquis, era porque Palo no se había rendido nunca.
—¡Por Dios! Pero ¿cómo es que conoces a Palo? —preguntó el cura.
—Conocer es mucho decir. A finales de septiembre, el septiembre pasado, me enviaron a un agente para reforzar y formar el maquis. Era él. Palo. Un tipo excelente. Pero solo se quedó una noche. Lo recibimos como dice el protocolo, y después, al día siguiente de su llegada, se marchó.
Claude se frotó la frente, atónito; ¡así que Palo había pasado por el maquis antes de ir a París! Londres no sabía nada de eso: durante su preparación en Portman Square, le habían dicho que Palo nunca había venido aquí. Aquello daba algo de luz al asunto: en aquella época, no había operador de radio en el maquis, y en consecuencia el SOE ignoraba lo que había pasado después del lanzamiento; Stanislas había planteado la hipótesis de que Palo no hubiese encontrado al comité de recepción y se hubiese replegado en París. Pero al parecer no era el caso.
—Entonces, ¿lo viste? —insistió Claude—. Quiero decir, de verdad, estás seguro de que era él.
—Está claro que se llamaba Palo. Eso fijo. ¿Puede ser que fuera otro? Aunque no es un nombre muy común. Un chico joven, de tu edad, quizás unos años más. Bien plantado. Espabilado.
—No puede ser otro. Así que lo recibieron bien…
—Como te cuento. Yo estaba presente, con otros chicos míos. Nada más aterrizar, ya quería marcharse. Quería ir a París.
Claude suspiró, perdido.
—¿Y por qué demonios a París?
—No tengo la menor idea. Dijo que sospechaba que le habían seguido, que no se sentía seguro, o algo así. En todo caso, pidió que le condujeran a París. Al día siguiente, le hice pasar por Niza, y cogió el tren, creo. ¿Qué le sucedió?
—Lo capturaron. Pero nadie sabe cómo. El SOE lo lanzó en el Sur, y días después lo cogieron… En París… Pero, espera… ¿Estás seguro de que habló de París?
—Sí.
—¿Completamente?
—Completamente seguro. Quería ir a París.
Claude estaba perplejo: aquello no tenía sentido. ¿Por qué Palo, si se sentía amenazado al llegar al maquis, había dejado tan claro el sitio donde quería ponerse a salvo? ¿Y qué es lo que no era seguro? ¿El maquis? Si ese era el caso, debería haber hablado de París y haberse quedado en Lyon, o en cualquier otro lado, para borrar pistas. Su cabeza se aceleraba: ¿había un traidor en el maquis que había provocado la caída de Palo? De todos modos, no Trintier, confiaba plenamente en él.
—¿Quién más sabía que Palo quería ir a París?
Trintier reflexionó un instante.
—Éramos cuatro en el comité de recepción, cuando lo lanzaron. Pero solo Robert sabía lo de París. Fue él quien le llevó a Niza, de hecho.
—Robert… —repitió Claude—. ¿Quiénes eran los otros?
—Aymon y Donnier.
El cura anotó los nombres en un trozo de papel.
Lo acunaba, dulcemente, en el gran salón de la casa de Chelsea. En mitad de la noche, una noche de finales de junio; todo estaba en calma, no había habido bombas desde la tarde. Las ventanas abiertas dejaban entrar la suavidad del verano y el olor de los tilos de la calle. Le parecía que tenía el niño más hermoso del mundo; lo había llamado Philippe.
Desde el nacimiento de su hijo, ya no lloraba, pero sus insomnios no habían cesado. Se pasaba las horas contemplándole, perdida en sus pensamientos. ¿Cómo iba a criarlo, sola? ¿Y cómo crecería sin padre? Dejó que su mente se perdiera un poco. No demasiado. Tenía un hijo, eso era lo más importante; ahora debía ser feliz.
France Doyle bajó desde su cuarto para ver a su hija.
—¿No duermes?
—No tengo sueño.
Por iniciativa de su madre, Laura se había instalado en Chelsea, para descansar. Richard no había dicho nada. Pero era abuelo, era importante ser abuelo.
—Nos has dado un nieto precioso —susurró France.
Laura asintió con la cabeza.
—Palo estaría orgulloso.
Hubo un largo silencio; el niño se despertó un momento y se durmió de nuevo.
—¿Por qué no te marchas al campo? —propuso tímidamente France—. Tú y Philippe estaríais seguros allí.
Desde el Desembarco de Normandía, los cohetes alemanes V1 lanzados desde las costas francesas asediaban Londres; la operación sobre Peenemünde no había podido inutilizar los misiles de crucero. Los cohetes caían tanto de día como de noche; llegaban demasiado rápido como para que la población tuviese tiempo de alcanzar los refugios o las bocas de metro. Todos los días había decenas de civiles muertos en la capital. Pero Laura, resignada, se negaba a partir.
—Debo quedarme en Londres —respondió a su madre—. Hasta hoy no me he escondido, no voy a dejarme amedrentar ahora. Hace mucho que los alemanes no me impresionan.
France no insistió; sin embargo, estaba tan preocupada… Estaba harta de la guerra. Sentada cerca de su hija, veló a Philippe junto a ella.
Ninguna de las dos se había fijado en la silueta que permanecía al volante de un coche, aparcado frente a la casa, desde hacía horas. Estaba allí todas las noches; Stanislas, con su Browning en el cinto, venía a montar guardia. Hacía eso por él mismo, para quedarse tranquilo; nunca se perdonaría haber enviado a sus hijos a la muerte. Quería velar por los vivos. Así que si un cohete V1 destruía la casa, precisamente esa casa, quería morir él también. Era su forma de luchar contra los fantasmas.
En el calor de julio, los combates redoblaron su intensidad. Los Aliados avanzaban, el 9 de julio el ejército británico liberó Caen al cabo de intensos bombardeos, y las tropas franco-americanas tenían previsto desembarcar en agosto en la Provenza, desde el norte de África.
A pesar del entusiasmo de los combatientes, el maquis del Sur pasaba un momento difícil: cada vez echaban más en falta el armamento, y más aún cuando, a medida que los combates se recrudecían, los voluntarios se aprestaban a unirse a las organizaciones de resistencia. También estaban los antagonismos políticos, que a veces se anteponían a la guerra. En ocasiones, franceses libres o comunistas se negaban a seguir las órdenes del SOE, cuando era él el que los había armado: cada uno esperaba las consignas de su propio campo, las FFI querían tener el beneplácito de Argel y los FTP, Francotiradores y Partisanos franceses, el de su partido antes de disparar armas entregadas por los ingleses. Pero como esas mismas redes habían destruido las infraestructuras de comunicación, era difícil pedir o recibir órdenes.
Claude estaba inquieto; los refuerzos que tanto habían solicitado no aparecían. A pesar de su carácter tranquilo, llegaba a tener ataques de ira contra su operador de radio, que no podía hacer nada. Trintier era más sosegado; decía al cura que no se preocupase. Y durante una emboscada, probó con éxito un lanzamisiles antitanques, cuando nunca antes lo había utilizado.
Mientras se ocupaba de las operaciones y de la vida en el maquis, Claude también observaba con atención a los combatientes. ¿Habían entregado a Palo a la Abwehr? ¿Había un traidor entre ellos? ¿Sería Aymon? ¿O Robert? ¿O Donnier? ¿Y los demás? Había llevado a cabo varias localizaciones de depósitos de combustible con Aymon, y Aymon era bastante cerrado; ¿sería esa una razón para sospechar de él? Robert, que vivía en un pueblo cercano al maquis, parecía un buen patriota; formaba parte del equipo que había saboteado el depósito de locomotoras, y más de una vez había transportado combatientes en su camioneta. ¿Bastaba aquello para disipar eventuales sospechas? En cuanto a Donnier, era un explorador con talento, que nunca había fallado. Claude pensó en disculparle inmediatamente, pero toda esa historia del traidor le tenía roído por dentro, y su confianza en los combatientes flaqueaba; era mala señal.