52.

El 6 de junio de 1944, con un día de retraso por las condiciones meteorológicas, los Aliados activaron la Operación Overlord, que llevaban preparando diez meses. Radio Londres emitía sin interrupción mensajes a las redes para que se pusiesen en marcha. En la oscuridad del alba, con el corazón a cien, Gordo y Claude, cada uno en un lado del país, se lanzaban a la batalla con sus compatriotas, con la Sten en bandolera. Tenían miedo.

Como preámbulo al Desembarco, el grupo SOE/SO había movilizado a sus tropas para la guerra. A Rear lo enviaron al Centro. Key fue lanzado con agentes del OSS en Bretaña. Estaban uniformados. Era una sensación extraña, tras dos años de clandestinidad, llevar de pronto un uniforme del ejército británico. El comando, bien entrenado, debía avanzar rápidamente; estaban encargados de neutralizar las instalaciones de la Luftwaffe en la región.

La Resistencia, alentada por la cercanía de la batalla, se enardeció. Y mientras los ejércitos británico, americano y canadiense se aprestaban a enviar a un millón de soldados a las playas de Normandía; mientras el SAS británico —el Special Air Service—, elegido finalmente en vez del SOE para marear a los servicios secretos alemanes, lanzaba en paracaídas a centenares de soldados de trapo lejos del lugar del Desembarco, las redes, en las afueras de las ciudades o desde los maquis, saboteaban las vías de tren para impedir el desplazamiento de las tropas alemanas por el país.

En el despacho de Kunszer, la radio hervía. Él estaba tranquilo. En los pasillos, notaba la efervescencia; el pánico invadía el Lutetia. El asalto a Francia había comenzado.

Tenía miedo. Pero llevaba mucho tiempo preparándose para tener miedo. Bajó a buscar champán a las cocinas del hotel y luego se dirigió a la Rue du Bac.

La noche había caído sobre Londres. Las playas de Normandía conocían intensos combates. A través de las ondas, la BBC difundía la llamada del general De Gaulle a la Resistencia. En ese mismo instante, en el Saint-Thomas Hospital, en el barrio de Westminster, con unas semanas de antelación, Laura estaba dando a luz a su hijo. Su madre se hallaba a su lado en la sala de partos; en el pasillo, Richard Doyle daba vueltas y vueltas.

Cada cuarto de hora, una enfermera venía a buscar a France Doyle. Llamaban por teléfono. Era Stanislas, en Baker Street, tan ansioso por el desarrollo del parto como por el de Overlord.

—¿Va todo bien?

—Esté tranquilo, todo va muy bien.

Stanislas suspiraba. A la séptima llamada, pudo tranquilizarle definitivamente.

—Es un chico —le dijo France.

Al otro lado del teléfono, el viejo Stanislas estaba demasiado emocionado para hablar. En cierto modo, se había convertido en abuelo.