Llegó enero de 1944 en París.
Kunszer estaba melancólico. Sabía que iban a perder la guerra. Probablemente no aguantarían un año. No era más que una cuestión de tiempo. Ya no le gustaba el Lutetia. Y eso que era un hotel bonito. Soberbios salones, confortables habitaciones-despacho, una historia brillante; pero desde que se habían instalado allí, había demasiados uniformes, demasiadas botas, demasiada rigidez germánica. Le gustaba el hotel, pero no le gustaba en qué lo habían convertido.
Era enero; también podrían haber estado en febrero, abril o agosto, ya no tenía importancia. El primer día del año había bajado temprano al Salón de los Pájaros, donde estaba instalada la centralita telefónica, tras pasar por delante de la habitación 109, la suite que ocupaba Canaris cuando estaba en París. Había apoyado sus manos contra la puerta, última plegaria por su admirado superior que pronto caería. Estaba seguro. En la centralita, había pedido a una operadora que enviase un mensaje a la atención del almirante: le felicitaba respetuosamente su cumpleaños. Canaris cumplía cincuenta y siete años. Le escribía por simpatía. Porque sabía que ese año sería difícil. Sin duda el más difícil.
Aún echaba de menos a Katia. Erraba por los salones, por los comedores. Necesitaba hablar. Y cuando no encontraba a nadie, ni siquiera a ese asqueroso fisgón de Hund, iba a la antigua sala de estar, convertida en cuarto de descanso de los guardias del edificio, y les soltaba un monólogo. Sobre el paso del tiempo, sobre su última comida, sobre cualquier cosa con tal de no decir lo que tenía ganas de decir, con tal de no hacer lo que tenía ganas de hacer. Quería abrazar a esos humildes centinelas y gritarles su desesperación: «Hermanos alemanes, ¿qué va a ser de nosotros?». Y cuando, a veces, le daban ataques de cinismo, se decía para sus adentros: Werner Kunszer, es la última vez que te alistas en los servicios secretos, es la última vez que vas a la guerra.