46.

Llegó enero de 1944 en Londres.

Justo al lado del British Museum, había un café al que Laura iba todos los días. Habían pasado tanto tiempo juntos, allí, sentados el uno contra el otro en aquella banqueta, o uniendo sus manos a través de la mesa, frente a frente; estaba tan guapo con su traje gris. Cada día, ella iba de peregrinaje por los lugares de su amor; volvía a los restaurantes, a los teatros, repetía sus paseos. A veces llevaba la misma ropa que entonces. En el cine, compraba dos entradas. Y permanecía horas en aquel café, releyendo los poemas que él le había escrito. Dejaba pasar el tiempo, esperando que pasase la pena.

Ese año, Laura cumpliría veinticuatro años. Stanislas, cuarenta y siete; Gordo, veintinueve; Key, veintiocho; y Claude, veintiuno. Hacía dos años y medio que se habían unido al SOE. Y habían cambiado tanto… Todo había cambiado. Ella empezaba su tercer mes de embarazo. Nadie estaba al corriente y, bajo su ropa de invierno, no se adivinaba nada. Pero el momento de anunciarlo estaba cercano. Convirtió a Gordo en su primer confidente. Le llevó al pequeño café del British Museum y bebieron té durante horas, hasta que encontró valor para murmurar:

—Gordo, estoy embarazada…

El gigante abrió los ojos como platos.

—¿Embarazada? ¿De quién?

Laura se echó a reír. Era la primera vez que se reía desde hacía mucho tiempo.

—De Palo.

El rostro de Gordo se iluminó.

—¡Pero bueno! ¿Y de cuánto tiempo?

—De tres meses.

Contó mentalmente. Habían pasado tres meses desde ese maldito octubre. Estaban en París cuando habían engendrado al niño. No sabía si aquello era muy bonito o muy triste.

—Gordo, ¿qué debo hacer? —preguntó Laura, con lágrimas en los ojos—. Llevo dentro el hijo de un muerto.

—¡Llevas el hijo de un héroe! ¡Un héroe! Palo era el mejor de nosotros.

Gordo se levantó de la silla para sentarse en la banqueta, a su lado, y la estrechó con fuerza contra él.

—Tendrás que contárselo a Stan —murmuró—. No debes realizar más operaciones.

Ella asintió con la cabeza.

—Pero este hijo no tendrá padre…

—Todos seremos su padre. Key, Stan, Claude. Yo también seré su padre. No su padre de verdad, ya entiendes lo que quiero decir, pero un poco su padre, porque le querré como a mi propio hijo.

Y Gordo, invadido de pronto por una energía extraordinaria, sintió que su corazón empezaba a latir con fuerza: sí, juraba protegerlos, a ella y a su hijo, protegerlos para siempre. Nunca conocerían el miedo, ni la derrota, ni el odio, porque él estaría allí. Siempre. Le querría como a nadie, a ese huérfano por nacer, daría por él hasta su vida. Ese niño sería su sueño a partir de entonces. Y sobre la banqueta del café, Gordo abrazó a Laura un poco más fuerte para asegurarse de que ella comprendiese todas esas palabras que no se atrevía a decir.