El SOE no podía explicarse las razones de la captura de Palo y de Faron; y todavía menos la presencia de Palo en París cuando había sido lanzado en el Sur, ni la localización del piso que no había sido aprobada por el Estado Mayor de la Sección F. El servicio de contraespionaje se había encargado del asunto; tenían sospechas de una posible traición. Había numerosos agentes dobles en la Resistencia, a sueldo de los alemanes, y aquello era un mal augurio. Los próximos meses serían decisivos: los Aliados, en Francia, necesitaban más que nunca el apoyo de las redes que el SOE se había dedicado a tejer durante cuatro largos años gracias a sus secciones francesas. No obstante, aunque la Sección F había tenido muchos éxitos durante la mayor parte de 1943, noviembre y diciembre habían estado marcados por graves fracasos: en el Loira, en Gironda y en la región parisina, la Gestapo había desmantelado redes importantes, realizado arrestos masivos y confiscado ingentes cantidades de armas. Para empeorar la situación, las fuertes tormentas que se abatían desde hacía semanas sobre el sur de Inglaterra impedían la mayor parte de las incursiones aéreas, y por tanto, el aprovisionamiento de material. El año terminaba en las peores condiciones.
Desde el final del mes de agosto y en el mayor de los secretos, Stanislas, en Baker Street, participaba en calidad de oficial del Estado Mayor en los preparativos para la ofensiva de las fuerzas aliadas en Francia: la Operación Overlord. El Desembarco. Se había unido a un grupo bautizado SOE/SO, que reunía al SOE y al OSS, el Office of Strategic Services, los servicios secretos americanos. Como preludio del Desembarco, preparaban una operación conjunta que facilitaría la entrada de las tropas aliadas en territorio francés. En su momento, Stanislas había propuesto a Faron para los comandos especiales.
El viejo piloto tenía mucho ajetreo en su nuevo destino, dado que la complejidad de Overlord era inimaginable: en los despachos, los rostros inquietos se inclinaban sobre los mapas, perplejos, algunos dudando de la viabilidad de un desembarco. ¿No sería mejor desgastar al enemigo continuando los ataques aéreos, que tenían un menor costo de vidas humanas? Cuando volvía a su casa, en Knightsbridge Road, Stanislas no dejaba de pensar en ello, y no cejaba hasta el día siguiente. Los Aliados no contaban con margen de error y, en Francia, las Secciones F y RF serían más que indispensables para el buen desarrollo del Desembarco; las redes debían impedir la llegada de los refuerzos alemanes, y proporcionarían sin duda preciosa información estratégica. Sabía ya qué futuro les aguardaba a sus jóvenes compañeros, pero no podía hablar de ello a nadie.
Key se enrolaría en un grupo interaliado, con el OSS, en una misión en el Noreste, para apoyar a las tropas americanas.
Claude el cura sería pronto destinado al sur de Francia, para reemplazar a Palo. Estaba preparándose en Portman Square; su lanzamiento se llevaría a cabo en esas próximas semanas.
Gordo había sido asignado a un grupo de propaganda negra.
En cuanto a Laura, a causa de la muerte de Palo, no había recibido todavía ninguna orden de misión; debería realizar una evaluación psiquiátrica antes de poder volver al terreno, era el procedimiento. Mientras tanto, no quería vivir en Chelsea; quería estar cerca de los suyos, cerca de los que le recordaban a Palo, cerca de Gordo, Claude, Key y Stanislas. Había pedido instalarse en Bloomsbury, en la habitación de Palo. En el piso había tenido lugar un auténtico zafarrancho de combate: los tres compañeros, ayudados por Doff y Stanislas, habían frotado hasta la última esquina para recibirla adecuadamente. Habían colgado cortinas nuevas, limpiado a fondo los armarios, y Claude había reemplazado sus plantas marchitas.
Cuando llegó ante el edificio, Key, Gordo y Claude la esperaban en la acera. Key había dado las consignas: había que portarse correctamente cuando Laura estuviese. Nada de pasearse en ropa interior, nada de chistes subidos de tono, nada de dejar ceniceros llenos de colillas en el salón y, sobre todo, ni mencionar a Palo. Salvo si ella misma hablaba de él.
Deshizo sus pesadas maletas en la habitación de su amado; Gordo permaneció cerca de ella, contemplándola desde el umbral de la puerta.
—No tienes por qué dormir aquí —le dijo—. Por lo de los malos recuerdos. Coge mi cuarto si quieres, o el de Claude. El de Claude es más grande.
Ella sonrió, le dio las gracias, se acercó y hundió su cara llena de pena en su enorme hombro.
—¿Qué malos recuerdos? —murmuró—. No hay malos recuerdos, solo hay tristeza.
Tristeza. No había más que eso. Todos estaban desolados.
Además de su propio dolor, Gordo cargaba con el de Laura; no soportaba verla tan devastada. Delante de los demás, ella guardaba las apariencias, no se hundía nunca. Pero por la noche, sola, cuando no necesitaba fingir ante nadie, no dormía. Gordo lo sabía, ocupaba la habitación vecina, y desde su cama escuchaba el sollozo discreto, casi silencioso, pero lleno de una irreprimible tristeza. Entonces se levantaba y pegaba la cabeza contra el tabique que separaba los dos cuartos, tiritando de frío. Y también lloraba, ebrio de dolor. A veces se unía a ella; llamaba suavemente a la puerta y entraba a sentarse a su lado. A Laura le gustaba que Gordo fuese a verla, en medio de la noche, para ayudarla a sobrevivir a su desesperación. Pero, cada vez que tamborileaba en la puerta para anunciarse, se estremecía: durante una fracción de segundo, pensaba que era Palo quien llegaba, como en Wanborough, como en Lochailort, como siempre.
—¿Crees que soy gafe? —le preguntó Gordo a Claude una tarde que estaban solos.
—¿Gafe? ¿Por qué?
—¡Por todo! Por lo de Rana, Aimé, Palo, Faron. ¿Crees que es culpa mía? Creo que debería estar muerto. Díselo a tu Dios, dile que me mate. Tu pequeño Dios de mierda. La gente muere por mi culpa.
Gordo pensaba también en Melinda. La tenía siempre presente. Nunca iría a verla, lo sabía, y aquella idea le había hecho sentirse desgraciado durante mucho tiempo. La pena había pasado con los meses; el dolor cesa, pero la tristeza permanece. Su sueño también se había extinguido; adiós, dulce boda, y adiós, bonito albergue francés donde él cocinaría y ella serviría.
Claude pasó su brazo alrededor de la nuca del gigante.
—No digas eso, Gordo. Conocerte es una suerte. Para todos nosotros. Y sabes que Palo te adoraba. Así que no digas eso. Ha muerto por culpa de la guerra, por culpa de los alemanes. Vamos a aplastar a los alemanes, Gordo. En nombre de nuestros muertos. Es todo lo que nos queda por hacer.
Gordo se encogió de hombros. No lo tenía tan claro. Ganar la guerra o perderla, el resultado era parecido: se seguía muriendo.
—Ya no tengo sueños, Ñoño. Una vez le dije a Palo que, sin sueños, uno se muere, como las plantas. Como Rana.
—Vamos a encontrarte un sueño.
—Me gustaría ser padre. Tener hijos, una familia. Una familia te protege; no puede pasarte nada cuando tienes una familia.
—Entonces te convertirás en padre. En un padre formidable.
Gordo estrechó el hombro de su amigo, para agradecerle el consuelo. Pero sin duda nunca sería padre; ese era el destino de los eternos solitarios.