43.

Ella lloraba.

El cielo era negro, pesado, la luz de la tarde había quedado reducida a una oscuridad tenebrosa. A lo lejos, las nubes dejaban caer su cortina de agua, pero aún no llovía sobre la finca. La tormenta se acercaba; pronto se desatarían los elementos. Estaba preciosa con su vestido negro y sus perlas de nácar en las orejas; el inmenso Gordo, en traje oscuro, la protegía con un gran paraguas; ella lloraba.

Lloraba a lágrima viva, desgarrada por el dolor, loca de pena, devorada por una desesperación irreprimible. Él se había ido, para siempre.

Lloraba. Nunca había sentido tanto dolor. Una pena destructiva, un suplicio supremo que sabía que no se detendría jamás. El tiempo pasaría, pero ella no sería capaz de olvidar. No olvidaría nunca. No habría más hombres, no habría nadie. El tiempo pasaría, pero ella no sería capaz de volver a amar.

Lloraba, y le parecía que nunca podría recuperar su aliento; aunque estaba agotada, seguía llorando, a veces desconsolada, a veces llena de rabia. Maldito Dios, Dios de mierda, Dios de los condenados alemanes y de la miseria. ¿Qué hicimos para provocar hasta ese punto tu furia?

Sobre la hierba de la propiedad de los abuelos Doyle, en Sussex, ante la mansión de piedra gris que tendría que haber acogido la boda de Laura y Palo, todos lloraban la muerte del chico y de Faron.

Era diciembre. Habían pasado dos meses desde el asalto de la Abwehr al piso del distrito tres. Estaban reunidos alrededor de la fuente, Stanislas, Gordo, Claude, Laura, France, Douglas Rear Mitchell y Adolf Doff Stein.

A finales de octubre, habían recibido la confirmación de que Palo había sido ejecutado en la prisión de Cherche-Midi. Pero Laura había querido esperar a que todos estuvieran de vuelta, de permiso, para reunirlos. Doff y Rear, avisados por Stanislas, a quien conocían de Baker Street, se habían unido a la ceremonia.

Allí estaban, silenciosos, rectos y dignos ante el frío, minúsculos delante del inmenso edificio. Minúsculos ante el dolor. Minúsculos ante el mundo. No había cuerpos, no había tumba, no quedaban más que los vivos y sus recuerdos, en semicírculo frente a la fuente, la misma donde hubiesen debido bailar los invitados a la boda; maldita vida y malditos sueños. Con la vista vuelta hacia el gran estanque, como si quisiera esparcir sus palabras hasta los confines de la tierra, Claude recitaba plegarias a media voz. Murmuraba, para no incomodar a los no creyentes. Hacía ya mucho tiempo que no los culpaba de ello.

Había sido Stanislas quien había anunciado a Laura la muerte de los dos agentes. Desde entonces, ella pensaba todos los días en Faron, que la había salvado, y revivía sin cesar aquel maldito día de octubre en París.

Estaban en la cocina del piso franco. Debían de ser las doce. Palo se había marchado poco antes de las once, muy arreglado. Ella preparaba la comida, con la esperanza de que volviese y que comiesen juntos. Por la mañana tenía un aire extraño, quizás por la emoción de volver a París. No importaba, se irían juntos; en dos días vendría a buscarla. Dos días. Contaba los segundos. Pensaba en su casa en Boston, en sus futuros hijos, en sus hermosos hijos. Y también en Georges, el perro. Esperaba que Palo aceptase llamarlo de otro modo. Georges no era nombre de perro. O mejor, no tendrían perro; se les coge cariño y luego se mueren.

Faron había entrado en la cocina, atraído por los buenos olores, a pesar de que lo más normal en él era que se contentase con su menú lata-de-conservas-sin-cambiar-de-recipiente. Faron parecía distinto, Laura no sabía decir en qué. Quizás su corte de pelo. No, era otra cosa.

—Pareces cambiado —le había dicho mientras removía lentamente el contenido de la cacerola.

Faron se había encogido de hombros.

—Tengo nuevas preocupaciones.

—¿Una mujer?

—No. Una operación.

Ella se había reído.

—Debí imaginármelo. ¿De qué se trata?

—No puedo decírtelo…

Laura había hecho una mueca divertida.

—¡Venga, cuéntamelo! Después de todo, soy tu operadora de radio. ¡Y qué operadora! ¡La mejor!

Él había sonreído. Y se había ausentado un momento para volver con un portafolios del que había sacado algunos documentos para esparcirlos sobre la mesa de la cocina.

—El Lutetia —había confesado—. Lo voy a volar.

Laura había abierto los ojos como platos.

—¿Y eso estaba previsto?

—No te preocupes. Avisaremos a Londres a su debido tiempo.

Le había enseñado un plano del edificio para apoyar sus explicaciones.

—Están relativamente bien preparados contra un atentado desde el exterior. Escaparates protegidos por planchas de madera, rejas delante de la puerta de entrada, turno de guardia… Así que debería realizarse desde el interior, pasando quizás por la cafetería, abierta al público, o disfrazarse de empleado del hotel, y dejar las cargas donde hagan daño. En la planta baja o, mejor, en el subsuelo. Para derribar el edificio entero.

—¿Y cómo lo harás?

Faron había lanzado un suspiro.

—Todavía no lo sé. Lo mejor sería tener cómplices en el interior. Es factible, los empleados son todos franceses. Pero necesitamos por lo menos trescientos kilos de explosivo.

Laura había mirado detenidamente las fotos, las notas y los esquemas. El trabajo de Faron era impresionante. Le había puesto una mano en el hombro, él parecía orgulloso.

Pero de pronto, oyeron unos ruidos sordos y un estruendo espantoso contra la puerta. Estaban intentando forzarla.

—¡Joder! —había gritado Faron mientras corría hacia la entrada.

El grueso refuerzo de madera que él mismo había fijado había impedido que la puerta cediese al primer golpe, pero sabía que aquella barricada era efímera. La había instalado cuando se encontraba solo. En caso de asalto, tendría tiempo de huir por la salida de emergencia, que hacía que su piso fuese tan seguro. Pero esta vez eran dos.

Segundo golpe contra la puerta. Al próximo, cerrojo, refuerzo y bisagras cederían. Gritos furiosos en alemán tronaban en el pasillo. Faron se había armado con la Browning que llevaba en su cinturón y dudaba si disparar a través de la puerta. No serviría de nada. Se había vuelto hacia Laura.

—Ve a la habitación. ¡Pasa por el balcón como te enseñé ayer!

—¿Y tú?

—¡Vete! Nos encontraremos más tarde.

—¿Dónde?

—En el metro Maison-Blanche, en el andén, a las dieciséis horas.

Laura había huido. Había atravesado la habitación y, por el balcón, había accedido sin dificultad a la ventana de la escalera del edificio de al lado, había bajado hasta el portal y salido al bulevar. Tres pisos más arriba, la puerta del piso acababa de ceder: los agentes alemanes apostados en la acera, pendientes del asalto y sin sospechar que los dos inmuebles podían comunicarse, no habían prestado atención alguna a la guapa jovencita que se fundía entre los curiosos y desaparecía sin volverse.

Faron no se había ido. La puerta había cedido al tercer golpe de ariete. Esperaba, tranquilo, en el pasillo. No había tenido tiempo de guardar los planos del atentado. Qué más daba ya. Ya sabía que iba a morir, lo había sabido en Londres. Estaba listo. Y para que su valor no flaqueara, recitaba la poesía de Palo.

Que se abra ante mí el camino de mis lágrimas.

Porque ahora soy el artesano de mi alma.

No se había ido. En su mano derecha, la cruz de Claude había sustituido a la Browning. Si los alemanes estaban allí, era porque sabían que el piso estaba ocupado; si lo encontraban vacío, acordonarían el barrio y detendrían a los dos sin dificultades. A él y a Laura. No quería que atrapasen a Laura. A Laura no. Sin duda ignoraban que eran varios y si le encontraban solo en el piso, no la buscarían. Al menos no inmediatamente. Tendría tiempo para huir, lejos.

No temo ni a las bestias ni a los hombres,

ni al invierno, ni al frío ni a los vientos.

No se había ido. Su vida a cambio de la de Laura. Sí, la había amado. ¿Quién no se habría enamorado de ella? Todos lo estaban, quizás sin saberlo. Desde Wanborough Manor, la amaban. Tan dulce, tan hermosa. ¿Qué harían los alemanes con ella si la atrapaban? Lo que hacían con todos; le infligirían tales sufrimientos que la muerte sería una liberación. Nadie tenía derecho a tocar a Laura.

El día que vaya hacia los bosques de sombras, de odios y miedo,

que me perdonen mis errores, que me perdonen mis yerros.

Yo, que no soy más que un pequeño viajero,

que no soy más que las cenizas del viento, el polvo del tiempo.

No se había ido. Se había quedado delante de la puerta, había estrechado con fuerza la cruz de Claude. La había besado, con fervor, con devoción. Había cerrado los ojos. «Ayúdame, Señor —había murmurado—, protégeme porque he pecado y voy a morir». Hubiese querido rezar mejor, pero no conocía ninguna oración. Solo tenía el poema de Palo. Continuaba recitándolo; qué importaban las palabras, el Señor comprendería. «Ahora estoy en Tus manos». Se arrepentía de haber sido tan malo con los suyos y con todo el mundo, y rogaba que la muerte pudiera liberarle de tanta maldad. ¿Y el zorro de Gordo? ¿Le acogería el Señor a pesar del asesinato del zorro? Todavía veía la cara de Gordo cuando había entrado en el dormitorio con el cuerpo, esa cara de incomprensión, de terror y de tristeza. Esos eran los sentimientos que inspiraba. Que el Señor le perdonase; en la época del zorro, todavía no era un Hombre. Y había vuelto a besar la cruz, había pensado en Claude, con fuerza, porque tenía miedo.

Tengo miedo.

Tengo miedo.

Somos los últimos Hombres, y nuestros corazones, llenos de rabia, no latirán mucho más tiempo.

La puerta había cedido.

Se había dado cuenta al llegar al metro Maison-Blanche. La estación estaba cerrada: la retaguardia la había transformado en refugio para los bombardeos aéreos. Faron, héroe de guerra, la había salvado de las llamas del infierno.

Perdida, presa del pánico, había huido, guiada por su instinto de supervivencia. No sabía cómo ponerse en contacto con Gaillot, Faron no se lo había dicho todavía. Sabía que vivía en Saint-Cloud, pero ¿cómo encontrar a un hombre cuya verdadera identidad ni siquiera conocía? Primero había pensado dirigirse a Hervé y la red del Norte, pero aquello le pareció demasiado lejos. Al final se había dirigido hasta Ruan, a la casa de la pareja de campesinos que la había trasladado días antes. Vivían en las afueras de la ciudad, recordaba la dirección; eran amables, cincuentones devotos y sin hijos. Había conseguido llegar a su casa, por la noche. Pero en qué estado.

Se habían quedado espantados al encontrarla ante la puerta, agotada y aterrorizada. La mujer se había ocupado bien de ella, le había preparado un baño y le había dado de comer. Al quedarse sola un momento en la cocina, Laura había oído a la mujer murmurar a su marido, en el pasillo: «Dios mío, ¡pero si casi es una niña! Cada vez los envían más jóvenes».

El marido se había puesto en contacto con Hervé, que les había pedido que le llevaran a Laura para repatriarla a Londres. La pareja la había transportado oculta en su camioneta, entre cajas de manzanas. Y, durante el trayecto, la mujer le había dicho: «No vuelvas más a Francia. Olvídate de lo que está pasando aquí».

En Londres, el SOE se había hecho cargo de ella. Había sido interrogada varias veces. Se había hundido; ¿qué le había pasado a Faron? ¿Y a Palo? Ojalá no hubiese vuelto a París; ojalá no hubiese vuelto al piso; ojalá se hubiese enterado de la redada de la Abwehr, se hubiese escondido y vuelto directamente a Londres, donde se reencontrarían. Estaba llena de esperanza. Stanislas, que la visitaba todos los días en casa de sus padres, adonde había regresado, no conseguía información alguna. Después, en octubre, les había llegado la espantosa noticia.

En el salón de la mansión de los Doyle, miraban por la cristalera la lluvia que se abatía ahora sobre la propiedad. France trajo té y se instalaron en los mullidos sillones.

—¿Cómo conocisteis a Palo? —preguntó Claude a Rear y Doff.

—Estábamos juntos en su primera misión —respondió Doff.

Hubo un silencio. Después, Rear, con su voz cálida y lenta, empezó su relato. Les contó, emocionado, Berna, y los primeros días de Palo como agente. Y todos hablaron de los buenos momentos pasados junto a él.

Hasta que se hizo de nuevo el silencio.

—Quizás deberíamos ir a buscar a Laura —dijo France.

—Dejémosla tranquila —sugirió Key—. Creo que necesita estar un minuto sola.

Estaba fuera. Hacía mucho tiempo que la ceremonia había terminado. Ella seguía de pie ante la fuente, lugar del último homenaje, abandonada, más hermosa que nunca. Solo el fiel portador del paraguas, con el rostro lleno de lágrimas, se había quedado para protegerla de la tormenta. Una racha de viento le soltó un mechón de su pelo recogido, pero no se inmutó. Sus manos estaban apoyadas en su vientre. Levantó la mirada al cielo tormentoso. Estaba embarazada.