Palo entró en el piso franco sin tomar muchas precauciones. Estaba bastante nervioso. Nada estaba saliendo como había imaginado. ¿Qué debería hacer al día siguiente si su padre se negaba de nuevo a marcharse? ¿Abandonarlo a su suerte? ¿Llevárselo a la fuerza? ¿Quedarse con él para defenderlo? No lo sabía; había sido formado para resistir a los alemanes, pero no le habían enseñado cómo enfrentarse a su padre.
Giró la llave de la cerradura y empujó la puerta. Oyó la voz de Faron que se dirigía a él: le hablaba, pero él no escuchaba, inmerso en sus pensamientos; comprendió vagamente que Faron le decía que desconfiase del toque de queda, que no debía volver tan tarde, que la noche estaba hecha para los malhechores y que a los malhechores los arrestaban. Palo miró entonces su reloj, y se dio cuenta de que era tarde. Había caminado durante horas. En ese preciso momento, él y su padre podrían estar ya en Lyon. Y no partirían hasta mañana. Hasta entonces, se encomendaría a la protección divina.
Faron le dio una palmadita en el hombro.
—¿Todo bien, Palo?
—Todo bien.
El coloso parecía animado.
—Ha llegado el pianista… Ni te imaginas la sorpresa que te vas a llevar…
—Ah —respondió simplemente Palo.
—¿Cómo que ah? En el salón, está en el salón. Ve a ver…
Palo se dirigió hacia el salón sin pensar. No quería ver a nadie, pero parecía importante para Faron. Entró en la habitación.
Laura estaba sentada en el sofá, impaciente.
Se besaron como jamás hubieran imaginado. Qué alegría, qué alegría encontrarse tan de sorpresa. Se rieron felices, y siguieron cubriéndose de besos como si no hubiesen tenido suficiente; besos largos, cortos, besos profundos y besos robados. Volvían a la vida.
Faron les dejó la habitación y se instaló en el sofá del salón. Pasaron la noche el uno contra el otro. No se molestaron en dormir, dormir no era importante. Esa noche vivieron sus momentos más hermosos. Laura se reía sin parar, y Palo le repetía: «¡Ves lo mucho que te amo! ¡Ves cómo mantengo mis promesas!». Y ella se acurrucaba contra él, le abrazaba lo más fuerte que podía. Ya no había guerra.
—Laura, hay que hacer proyectos, Gordo dijo que soñar es vivir.
Ella aplaudió, con la cabeza apoyada en su pecho.
—¡Hagamos proyectos! ¡Hagámoslos ya!
Encontraron una mancha en el techo que les parecía un mapa de Europa y, sobre él, hicieron planes para marcharse.
—Mira, ahí es donde podemos ir. A Suecia. Bien arriba, al norte. Los lagos, los grandes bosques, y sobre todo nadie.
—El Norte no —suplicó Laura—. El Norte es muy al norte.
—El Norte no. Entonces, ¿dónde quieres ir? Dime, y te seguiré. Te seguiré donde sea.
Ella le besó. En otra esquina del techo encontraron el mapa del mundo, y después el de América.
—¡Quiero ir a América! —exclamó Laura—. ¡Vámonos a América! Vámonos pronto, creo que la guerra no terminará nunca.
Palo asintió.
—Quiero ir a California por el sol —prosiguió Laura—, o mejor a Boston, por las universidades. Sí, Boston. Aunque a veces haga frío.
—Cuando haga frío, estaremos juntos.
Ella sonrió.
—Entonces Boston. Háblame, Palo, háblame de cuando estemos en Boston.
El chico adoptó una voz profunda de narrador.
—En Boston seremos felices. Viviremos en una casa de ladrillo rojo, con nuestros hijos y nuestro perro. Georges.
—Georges, ¿es uno de nuestros hijos?
—No, es el perro. Un buen perro, lleno de pelos y ternura. Cuando sea demasiado viejo y se muera, lo enterraremos en el jardín. Y le lloraremos como hemos llorado a los Hombres.
—¡No me hables de la muerte del perro, eso es muy triste! ¡Háblame de los niños! ¿Serán guapos?
—Serán los niños más guapos del mundo. Formaremos una hermosa familia, una gran familia. Ya no habrá ni guerra ni alemanes.
Hubo un silencio.
—Palo.
—¿Sí?
—Quiero irme.
—Yo también.
—No. Quiero irme de verdad. ¡Desertemos! ¡Desertemos! ¡Ya hemos hecho suficiente! Hemos dado dos años de nuestras vidas, ha llegado el momento de recuperarlas.
—¿Y cómo?
—Marchándonos de aquí. Usamos una red, decimos que nuestra coartada está quemada y volvemos a Inglaterra. Nos vamos a Portsmouth sin avisar a nadie, y tomamos el barco para Nueva York. Tenemos ahorros en el banco, tenemos dinero suficiente para los billetes. Incluso para instalarnos allí.
Palo pensó un instante. ¿Por qué no se marchaban? Por culpa de su padre. Nunca dejaría a su padre. Pero estaría a salvo en Ginebra. O quizás podría ir con ellos a América. De hecho, le regalaría el billete, ¡transatlántico en primera clase! ¡Sería un regalo estupendo! Un regalo para recuperar los dos cumpleaños que se había perdido. Sí, se marcharían juntos, se esconderían en América. Para amarse. Pero ¿y si su padre no quería acompañarle? Mañana le propondría Ginebra o América. Tendría que elegir. Aunque le pareciera una revolución.
Palo miró a Laura en lo más profundo de sus ojos. Tenía unos ojos preciosos.
—Tengo que marcharme mañana —le dijo—. Dos o tres días, es imperativo. Cuatro días como mucho y estaré aquí de vuelta. Entonces decidiremos si nos fugamos.
—¡Vuelve pronto conmigo! —suplicó Laura.
—Te lo prometo.
—Prométemelo otra vez. Promete amarme, como me lo prometiste en Londres. Fue tan bonito, siempre recordaré esas palabras. Siempre.
—Te querré. Todos los días. Toda mi vida. Siempre. Los días de guerra y los días de paz. Te querré.
—Has olvidado: Todas las noches. Mañana y tarde, al amanecer y en el crepúsculo.
Él sonrió, ella no había olvidado ninguna de sus palabras. Y sin embargo, las había pronunciado una sola vez. Repitió:
—Todas las noches. Mañana y tarde, al amanecer y en el crepúsculo. Los días de guerra y los días de paz. Te querré.
Se abrazaron de nuevo y se quedaron así mucho tiempo, hasta que por fin se durmieron. Felices.