40.

Al día siguiente, domingo, el chico se despertó antes del alba. Apenas había dormido, angustiado y excitado a la vez: iba a ver otra vez a su padre. No podía dejar de pensar en ello. En el Whitley hasta Francia, en la camioneta hasta Niza, en el tren hasta París. Iba a ver de nuevo a su padre tras dos largos años de ir de un lado a otro y de guerra.

El día anterior había ido directamente a la Rue du Bac nada más llegar a la estación de Lyon. El corazón le explotaba en el pecho. Había llegado a pie, conteniendo su prisa. A veces había cedido al impulso de correr, para retenerse al momento: no debía llamar la atención. Mientras caminaba, se reía solo, ebrio de alegría y de excitación, había dado algunos pasos de baile e incluso había lanzado en el platillo de un mendigo la exagerada limosna de quien se siente afortunado. Iba murmurando: «Papá, papaíto, he vuelto, estoy aquí». En los primeros metros del Boulevard Saint-Germain, había acelerado el paso y, para cuando llegó a la Rue du Bac, se había convertido en un caballo desbocado. Ante la puerta del edificio, había mutado de nuevo en agente británico; serio, inquieto, con los sentidos en alerta. Había tomado la precaución habitual de mirar alrededor antes de entrar. Nadie lo había visto, así que había volado hasta el primer piso, se había detenido en la puerta, había inspirado profundamente y había girado el pomo, victorioso. Pero la puerta estaba cerrada con llave. Se había quedado estupefacto: ¡su padre había cerrado con llave! ¿Por qué? Le había prometido que la puerta permanecería abierta, siempre, día y noche. ¿Qué había pasado? Palo se había dejado invadir por el pánico; ¿era posible que su padre se hubiera marchado de Francia? No, su nombre figuraba todavía al lado del timbre. Entonces algo peor: ¡quizás su padre había muerto! Le costaba respirar, su cabeza había empezado a dar vueltas; ¿qué debía hacer? Había dudado y había hecho ruido, aquello podía haber revelado su presencia a los vecinos, que podían verle a través de la mirilla. De inmediato se había calmado; sin duda su padre había salido, simplemente. Y después de dos años, era normal que no dejase la puerta abierta. ¿Debería ir a ver a la portera y pedirle la llave? No, nadie debía saber que estaba allí. Necesitaba encontrar a su padre, llevarlo inmediatamente con él, coger el tren hasta Lyon, y luego llegar a Ginebra, lejos de los alemanes que no tardarían en arrasar París. Sí, llevaría a su padre a Ginebra a través de la red que había montado durante su primera misión. Allí estaría a salvo hasta el final de la guerra.

No quería permanecer más tiempo ante la puerta, esperando, vulnerable, y había arrancado entonces una página del cuadernillo que llevaba en el bolsillo y había escrito un mensaje a la atención de su padre, un poco a la manera que había aprendido en Beaulieu, pero más sencillo. Para que su padre lo entendiese.

¿Puerta cerrada con llave? ¿Nada bajo el felpudo? Mañana a las once. Como después de álgebra, el viejo carpintero.

El mensaje era claro.

¿Puerta cerrada con llave? ¿Nada bajo el felpudo? Solo ellos dos sabían que la puerta no debía cerrarse con llave y que esa decisión la tomó tras haber dudado en dejar la llave bajo el felpudo. Aunque no reconociera su letra, el padre tendría la certidumbre de que el mensaje era de su hijo, sin necesidad de firma.

Palo no volvería al piso, era demasiado peligroso. Esa era la razón de que lo hubiera citado en clave en otro lugar. Como después de álgebra, el viejo carpintero. En secundaria había tenido muchas dificultades con las matemáticas. Sus notas de álgebra se habían vuelto horrorosas, hasta el punto de que sus padres lo habían enviado a clases particulares a casa de un antiguo profesor de instituto retirado, Stéphane Charpentier[4], un viejo desagradable. Odiaba sus clases, y Charpentier le horripilaba. Su padre, su querido padre, para animarle, le esperaba en el portal, cada semana, durante toda la hora que duraba la clase. Y después lo llevaba a tomar un chocolate caliente en una panadería al final de la Rue de l’Université. Como después de álgebra, el viejo carpintero, era la panadería, y el padre lo sabría. Tras haberlo releído varias veces, Palo había besado el mensaje y lo había deslizado bajo la puerta, rezando con toda su alma para que su padre estuviera bien y lo encontrase. De nuevo se había convertido en fantasma, se había marchado y, como no tenía dónde quedarse hasta el día siguiente a las once, había decidido ir al piso franco de Faron.

Amanecía. Hoy vería a su padre. Tumbado en el colchón sobre el suelo, Palo volvía a pensar en su mensaje. Su padre lo entendería, estaba convencido de ello. Su padre lo comprendería de inmediato. Y si otro lo leía, no sabría nada, era demasiado sibilino, era su inviolable lenguaje secreto, el de un padre y un hijo, ese lenguaje que ni siquiera los especialistas de la Abwehr podrían descodificar jamás, porque para comprenderlo había que haber estado allí, en aquella panadería, bebiendo lentamente el delicioso chocolate, mirando a su padre, escuchándole hablar y pensando que era el más maravilloso de los hombres.

Palo permaneció despierto en su lecho durante un buen rato; se obligaba a descansar, no quería tener cara de fatiga al encontrarse con su padre. Para ocupar su mente, pensó en cómo se arreglaría. Tendría que afeitarse bien, y perfumarse. Tendría que ser el más guapo de los hijos.

Aguardó hasta que Faron, que dormía sobre el colchón de al lado, se levantó y desapareció en el cuarto de baño. Esperaba que se fuese rápidamente del piso, no quería tener que rendirle cuentas, no esa mañana, cuando se disponía a convertirse en clandestino entre los clandestinos, violando las reglas de seguridad del Servicio al ir a ver a su padre para ponerlo a salvo del mundo. Pero Faron se quedó en el piso hasta las nueve. Bebieron café en la cocina. Faron se había puesto gafas y se había peinado de lado, uno de sus disfraces.

—¿Qué haces hoy? —le preguntó.

—Creo que tengo que salir de la ciudad. Probablemente hasta la noche. Quizás más.

La respuesta era algo confusa, pero Faron renunció a hacer más preguntas.

—Bueno. Tengo que irme, debo esperar otra vez a ese maldito pianista hasta las doce. Después volveré aquí. ¿Estarás todavía?

—No lo sé.

—¿Nos volveremos a ver?

—Ni idea.

—Nada de tonterías, ¿eh?

—Nada de tonterías.

Faron buscó en su bolsillo y sacó una llave.

—La llave de aquí. No sé qué estás tramando pero, en mi opinión, te vendrá bien poder regresar, por si acaso…

Palo se guardó la llave en el bolsillo.

—Gracias, Faron. Te debo una.

—Lava los platos antes de salir —dijo Faron, se puso el abrigo y salió del piso.

El padre no había pegado ojo en toda la noche, demasiado ocupado culpándose. ¿Por qué había cerrado la puerta con llave? Paul-Émile había venido, y había encontrado la puerta cerrada a pesar de sus promesas. Pero es que esa puerta debía cerrarla, porque si no, le robaban las postales. Ahora la cerraba con llave. Había encontrado el mensaje al volver de hacer la compra. Era como una clave, lo había leído varias veces aunque lo había comprendido enseguida: Quedamos mañana a las once, delante de la panadería, la de la época del viejo Charpentier. Pero ¿por qué su hijo no había esperado a que regresara? ¿Y por qué ese mensaje en clave? ¿Estaba metido en un lío? El padre se había preocupado mucho y, para pensar en otra cosa, había ordenado sus compras en el frigorífico. Era una suerte que el frigorífico estuviese lleno para acoger a su hijo. Había decidido no tomar nada hasta el día siguiente para asegurarse de que no comía nada que su hijo hubiese querido comer también. Le quedaba una buena ración de carne, comerían bien. Había dedicado el final de la tarde y toda la velada a ordenar y limpiar el piso; en el fondo, se había sentido casi aliviado de que su hijo no hubiese entrado y visto ese insoportable desorden. Quizá hubiese creído que era un descuido.

Esperó a que el reloj del salón diese las ocho para levantarse. No quería precipitar el tiempo. Ahora eran las nueve. Dos horas. Dentro de dos horas volvería a ver a su hijo.

Palo llegó antes de tiempo. Se sentó en un banco frente a la panadería, en una amplia acera al borde del Sena. Esperó, con las piernas apretadas y las manos sobre las rodillas. El niño aguardando a que su padre viniese a buscarle. Pero ¿y si no venía? Nervioso, encendió un cigarrillo que apagó inmediatamente; no quería que su padre le viese fumar. Siguió esperando como un niño bueno. Entonces, de repente, lo vio: su corazón empezó a latir más rápido y con más fuerza. Era su padre. Era su padre.

¡Papá, padre querido! Quiso gritar. Allí llegaba hacia él. Le veía caminar, le veía bajar por la calle, reconocía su manera de andar.

Papá, padre querido; se habían prometido volverse a encontrar, y lo estaban haciendo. Observó que su padre iba muy elegante, se había puesto un traje para la ocasión. Se sintió invadido por una marea de lágrimas: su padre se había arreglado para ir a verlo.

Papá, padre querido; cuánto amaba a su padre, aunque no se lo hubiera dicho nunca.

Papá, padre querido; llevaban dos años sin verse. Dos años de vida perdida. El hijo se había convertido en hombre, había superado pruebas difíciles. Pero la peor de todas había sido estar lejos de su padre. Había llegado a creer que no le volvería a ver.

Papá, padre querido; había pensado en él todos los días. Todos los días y todas las noches. A veces sin dormir. En el barro y el frío de los entrenamientos, en el terror de las misiones, no había hecho más que pensar en él.

El padre disminuyó la cadencia: era su hijo. De pie, ante ese banco. Era su hijo, digno, altivo, recto como un príncipe. Cómo habían cambiado sus rasgos; le había abandonado siendo un niño, y se había convertido en un hombre. Le pareció aún más guapo, poderoso. Se sintió invadido por una emoción y una alegría inusitadas, desmesuradas, inimaginables. Se volvían a encontrar. Sintió ganas de llorar, pero se contuvo, porque los padres no lloran. Siguió avanzando, su hijo le había visto. Quiso hacerle una seña, pero no se atrevió. Entonces sonrió con amor. Tanteó en su bolsillo el paquetito de caramelos que le había comprado. No había debido comprarle caramelos, eso era para los niños, su hijo se había convertido en el más hermoso de los hombres.

El hijo también avanzaba, caminaba en dirección a su padre. Había soñado con ese instante, pero no sabía si debía correr o gritar.

Se detuvieron un instante a pocos metros el uno del otro y se miraron fijamente, resplandecientes de felicidad, las manos torpes. Hicieron sus últimos pasos muy despacio, para no estropear nada. No se hablaron. Las palabras, en aquel instante, no tenían sentido. Se abalanzaron el uno sobre el otro, se fundieron en un abrazo, con las frentes tocándose y los ojos cerrados. Se besaron, ya no se soltarían nunca más. Palo reconoció el perfume de su padre. Le abrazó con más fuerza aún. Su padre había adelgazado, sentía sus huesos bajo los dedos. Permanecieron silenciosos para poder decirse todas las palabras que no se atrevían a pronunciar.

Solo mucho tiempo después deshicieron su abrazo, para contemplarse.

—Te he traído caramelos —murmuró el padre.

Vagaron sin rumbo por la orilla del Sena. Tenían tanto que contarse… En una placita desierta, se sentaron en un banco, el uno contra el otro.

—¡Cuéntame! ¡Cuéntame! —suplicaba el padre—. ¿Qué has hecho en estos años?

—Es complicado, papá.

—¡He recibido tus postales! ¡Qué postales! ¡Mag-ní-fi-cas! Y bien, ¿qué tal por Ginebra?

—Solo he estado una vez pero…

El padre, que apenas escuchaba, le interrumpió; le parecía que su hijo estaba estupendo con ese traje.

—Dime, ¿te has enamorado de alguna chica?

—Esto… Sí.

—¡Magnífico! ¡Es importante estar enamorado! Y con lo guapo que eres, las chicas deben de pelearse por ti.

El hijo se rio.

—¿Cómo se llama?

—Laura.

—Laura… Laura… ¡Magnífico! ¿Trabaja también en la banca?

—No, papá.

Palo se preguntó por qué su padre le hablaba de la banca. Pero su padre no le dejaba contestar, le asediaba a preguntas.

—Y bien, ¿qué haces en París?

—He venido a verte.

El padre sonrió, ¡qué hijo más maravilloso!

—¡Hay un gran vacío en casa desde que te marchaste!

—Te he echado mucho de menos, papá.

—¡Y yo! Ahora pienso más en la guerra. Contigo sería más fácil.

—Yo también, papá, pienso más en la guerra. ¿Y mis postales? ¿Te han gustado mis postales?

El rostro del padre se iluminó aún más.

—¡Magnífica! ¡Mag-ní-fi-ca! ¡Ginebra! ¡Qué ciudad! Me siento tan feliz de que hayas ido a ponerte a salvo allí, al final. Entonces, ¿qué tal te va en la banca?

Palo contempló a su padre, divertido.

—En realidad, no estoy en Ginebra. Y no trabajo en un banco. Pero eso no tiene importancia.

—¿No estás en la banca? Entonces… Si no estás en la banca… ¿No me habías dicho que trabajabas en la banca? O quizás no… Ya no sé muy bien.

El padre, confundido, intentó pensar en los textos de las postales.

—Papá —dijo Palo—, he venido a buscarte.

El padre no escuchaba más que la mitad. Pensaba en voz alta:

—En la banca no… Puede ser que en la tercera postal… No, la tercera no… Quizás la siguiente… O quizás en ninguna, de hecho.

El hijo le apretó la mano para captar su atención.

—Papá…

—¿Sí?

—Y si nos fuésemos a Ginebra…

La cara del padre irradiaba.

—¿Ginebra? ¡Hurra! Unas vacaciones en Ginebra. ¡Magnífico! Tengo que pedirle a mi jefe que me dé unas vacaciones. ¿Por qué no en diciembre? Ginebra es muy bonita en diciembre. La fuente seguramente se helará, debe de ser una suntuosa escultura de hielo. Cuando se entere la portera… Mejor aún, ¡nos haremos fotos! ¡Se morirá de envidia! ¡La vieja malvada! Figúrate que nos han robado —había olvidado explicar a su hijo adorado que había dejado la puerta abierta, como le había prometido, pero que le habían robado hacía dos semanas y había debido cerrarla cuando se ausentaba, porque ahora los ladrones roban hasta las postales—. Pues bien, ¡a la portera le daba igual! ¡Entonces decidí que se acabaron los aguinaldos! Es una mala mujer.

Palo se sintió invadido por un ligero pánico. Su padre no comprendía.

—Papá, me gustaría que nos fuésemos deprisa. Muy deprisa.

El padre detuvo en seco su torrente de palabras y miró fijamente a su hijo, perplejo.

—¿Por qué deprisa?

—Esta tarde —dijo Palo sin responder a la pregunta.

El padre se descompuso.

—¿Marcharse hoy? Pero si acabas de llegar… Apenas nos hemos visto. ¿Qué pasa, hijo?

Palo se arrepentía de haber abordado el tema de forma tan brusca. Pero no tenía elección, ya había corrido muchos riesgos. Tenían que marcharse esa misma tarde. Por la noche estarían en Lyon. Mañana en Ginebra. Allí, juntos, podían detenerlos en cualquier momento. Quería que fuera ya el día siguiente, y estar paseando por la orilla del Lemán con su padre, libres. El hijo miró a su alrededor, el lugar permanecía desierto. Estaban solos. Se permitió entonces ser más explícito.

—Papá, en Ginebra estaremos seguros.

—¿Seguros? ¿No estamos bien aquí? Estamos en guerra, pero hay guerras todo el tiempo. Cuando esta termine, empezará otra. La guerra es la vida.

El padre, que un momento antes era tan feliz, tenía el rostro descompuesto por la incomprensión.

—Tenemos que marcharnos, papá. Tenemos que salir de París. Ahora. Mañana estaremos en Ginebra. Allí no podrá pasarnos nada…

—No, no. Uno no se va sin decir adiós a la gente, ¿qué formas son esas? Unas vacaciones, vale, pero ¿dejar París? No y no. ¿Y nuestro piso? ¿Y nuestros muebles? ¿Y la portera? ¿Has pensado en eso?

—Empezaremos una nueva vida en Ginebra, papá. Estaremos bien. Lo importante es estar juntos.

—¿Te he dicho ya que nos han robado, hijo mío? Y a esa portera, a esa arpía, le dio igual. «Ah», dijo solamente al enterarse. ¡Me hervía la sangre! Si esa se cree que va a tener aguinaldo…

—¡Papá! —gritó Palo.

Cuando el padre giró la cabeza, el muchacho le atrapó el rostro para que le mirase, para que comprendiese. Vio entonces que las mejillas del hombrecillo estaban cubiertas de lágrimas.

—Papá, debemos marcharnos de París.

—¿Para qué has venido, si te vas a marchar? —preguntó el padre.

—¡Pero si nos vamos a ir juntos! ¡Para estar juntos! ¡No importa adónde vayamos con tal de que estemos juntos! ¡Porque tú eres mi padre y yo soy tu hijo!

—Paul-Émile, no deberías haber venido…

Palo, agotado, nervioso, acosado, ya no sabía lo que debía hacer.

—No nos enfademos, hijo, mi hijo querido… Ven, volvamos a casa.

—No puedo. Es peligroso. Es demasiado peligroso. Tenemos que irnos. ¿No lo entiendes? ¡Tenemos que irnos!

Estaba desesperado: se preguntaba si su padre no se habría vuelto un poco loco después de abandonarle. Y como no sabía qué más hacer para convencerle, traicionó el secreto. Él, que había sido uno de los mejores agentes, uno de los más discretos, se sintió atrapado por los demonios de la soledad. Los hijos no abandonan a los padres. Los hijos que dejan a sus padres no serán nunca Hombres. Y acabó hablando porque pensó que era el único medio para que su padre pudiese comprender la importancia de la situación.

—Papá, cuando me marché… hace dos años… ¿Lo recuerdas?

—Sí…

—Me marché a Londres. No fui a Ginebra, no he trabajado en la banca. Soy agente de los servicios secretos británicos. No puedo quedarme aquí, no pueden vernos aquí. La guerra avanza, se preparan acontecimientos graves… No puedo decirte nada… Pero me temo lo peor si los Aliados se dirigen hacia París… Y eso se va a producir… Combates terribles, papá… Los alemanes arrasarán sin duda la ciudad. Aquí pronto no habrá más que ruinas.

El padre ya no escuchaba. Se había quedado en servicios secretos británicos. Su hijo, su querido hijo, su maravilloso hijo era agente de los servicios británicos. Su hijo era un héroe de guerra. Hubo un silencio muy largo. Después fue el padre el que habló primero. Resignado.

—Estate tranquilo, hijo mío, me marcharé contigo.

Palo suspiró de alivio.

—Gracias, papá.

—Al principio será difícil, pero estaremos juntos.

—Sí, papá.

—Y además, Ginebra es una bonita ciudad. Con los grandes palacios y todo eso.

Otro silencio.

—Pero nos iremos mañana. Te lo suplico, Paul-Émile, mañana. Dame tiempo para volver al piso, para decir adiós a nuestros muebles, a nuestros cuartos, para preparar una maleta. Mañana no es nada. Mañana es una palabra muy pequeña. Apenas un suspiro. Ven a comer mañana a mediodía. Ven al menos una vez a casa. Haremos una última comida. Carne de la buena, de la que te gusta. Después nos iremos.

Palo no necesitó pensárselo. Podía esperar un día más. Iría a mediodía a su casa de la Rue du Bac. No habría problema porque ya no volverían. Luego tomarían el tren de las dos hacia Lyon. El martes su padre estaría en Ginebra.

—Me parece bien, iré a comer —sonrió Palo—. Nos iremos mañana.

Se abrazaron.

Sentado al volante de su coche, en una calle perpendicular a los Campos Elíseos, Kunszer jugaba con la postal. El análisis no había dado resultado alguno. Los especialistas de la Abwehr lo tenían claro. Era una simple tarjeta postal, sin código, sin mensaje y sin tinta invisible. Habían pasado quince días desde su visita al piso de la Rue du Bac y no había obtenido más pistas. El hombre había presentado una denuncia por robo cuatro días después de su irrupción. Cuatro días. ¿Objetos robados? Una tarjeta postal, había declarado. Aquello no tenía ningún sentido… A menos que… De pronto tuvo una idea y todo resultó claro. ¡Cómo no lo había comprendido antes! Se apresuró a garabatear un esquema en un trozo de papel para confirmar su hipótesis: una chica de la Resistencia, armada, deposita por cuenta de los servicios secretos británicos tarjetas postales en casa de un hombre inofensivo. Esas postales, no cabe duda de ello, las ha escrito su hijo. Así que el hijo es un agente inglés. ¡Evidentemente! ¡Un agente inglés que había cometido la imprudencia de escribir a su padre para darle noticias suyas! Tenía que echarle el guante al hijo sin falta, pero ¿dónde podría estar? Había utilizado a la chica como correo desde Lyon, podía estar escondido en cualquier parte de Francia. En aquel momento, solo dos cosas le resultaban seguras: el padre no estaba al corriente de nada, y la chica le había dicho todo. Se la había entregado a la Gestapo, en el número 11 de la Rue des Saussaies. Allí la habían vuelto a interrogar; pobre Katia querida. No quería ni pensar en los golpes. Había llamado una o dos veces a la Gestapo para saber si había hablado, pero sobre todo para tener noticias suyas. Se había enterado de que habían registrado la casa de sus padres, en Lyon, y también los habían arrestado. La Gestapo hacía eso en ocasiones. Entonces pensó que si la chica no sabía nada, su única pista era el padre. Ese padre era la debilidad de su hijo.

Kunszer vio interrumpidas sus reflexiones al abrirse la puerta: tenía cita con uno de sus informadores. Como siempre, le hacía subir al coche y conducía al azar mientras duraba su conversación. Se puso en marcha.

—Espero que tenga información útil —dijo Kunszer al hombre que acababa de sentarse a su lado.

Gaillot, nervioso, se quitó el sombrero con deferencia.

—Hay agentes ingleses en París.