39.

Empezaba octubre. Era sábado. Delante de Notre-Dame, Faron se había citado con Gaillot, de la Resistencia. Deambulaban entre los peatones, como si nada, aprovechando el sol del otoño. Era un bonito día.

—Me alegra que estés de vuelta, hacía mucho tiempo —dijo Gaillot para romper el hielo.

Faron asintió con la cabeza. A Gaillot le pareció cambiado, parecía más relajado, tranquilo, feliz. Resultaba casi extraño.

—¿Y la guerra? —preguntó.

—Avanza —respondió el coloso, evasivo.

Gaillot esbozó una sonrisa: Faron no hablaba nunca. Ya estaba acostumbrado, pero sin embargo no se dejó intimidar.

—Bueno —dijo—, ¿en qué puedo servirte? Si te has puesto en contacto conmigo, no es solo por el placer de verme, supongo.

Faron miró a su alrededor antes de seguir. Llevó a Gaillot a un lugar apartado.

—¿Cuántos hombres podrías conseguirme? Bien entrenados. Y también necesito plástico. Mucho.

—¿Para una gran operación?

Faron asintió con expresión seria. Todavía ignoraba cómo iba a arreglárselas para volar el Lutetia, el modus operandi dependería de los recursos de los que dispusiera. Gaillot sería su principal fuente de aprovisionamiento de explosivos; era impensable pedir al SOE un lanzamiento de material sobre París, y además, nadie sabía lo del Lutetia. Solo informaría a Portman Square cuando estuviese todo listo. Entonces el Estado Mayor no podría negarse.

—Habría que verlo —dijo Gaillot—. Déjame estudiarlo. Haré todo lo que pueda. ¿Cuántas personas necesitarías?

—No lo sé con precisión.

—¿Eres el único que está en el ajo? Quiero decir… de los Rosbifs.

Faron se volvió con rapidez, nervioso de pronto. Ese era el tipo de palabra que no había que pronunciar en público. Sin embargo, evitó reprender a Gaillot, para no herirle; le estaba pidiendo un favor.

—Probablemente seremos dos o tres. Tengo un pianista que debe llegar uno de estos días, y un tercer tipo que no debería tardar.

—Cuenta conmigo —dijo Gaillot estrechando la mano del coloso.

—Gracias, compañero.

Se separaron.

Faron marchó hacia Les Halles. Después giró rumbo a los grandes bulevares y caminó durante una hora y media a través de la ciudad, en todas direcciones, para asegurarse de que nadie le seguía. Siempre procedía así tras una toma de contacto.

Por el momento, estaba solo en París, había sido lanzado sin operador de radio. No le gustaba encontrarse sin enlace con Londres. Mientras tanto, su consigna era acudir a Gaillot en caso de problema, pero Gaillot, a pesar de todas sus cualidades, no era del SOE, y Faron esperaba impaciente la llegada de su pianista. Antes de dejar Londres le habían avisado en Portman Square de que a Marc, su operador en París, lo habían destinado a una red del Este. Faron lamentó que le separasen de Marc; confiaba en él, era un buen agente. Dios sabe a quién le iban a enviar desde Londres. Había vuelto a esperar al sustituto, a las doce, en el metro de Montparnasse. Pero no se había presentado, o al menos no había visto a nadie que hubiese podido ser un operador de radio. Porque esa era la consigna: esperar al pianista a las doce, delante de la boca de metro, y entablar conversación: «Tengo sus dos libros, ¿siguen interesándole?»; «No, gracias, con uno basta». Y repetir ese circo todos los días hasta que se encontrasen. Le aterraban esas consignas que suscitaban una rutina peligrosa. Todos los días, en el mismo sitio, a la misma hora, esperando, atraía la atención. Procuraba cambiar siempre de apariencia y fundirse en el decorado; unas veces delante de un quiosco, otras en un café, otras sentado en un banco; unas veces con gafas, otras con sombrero. No le gustaba aquello; y si consideraba que su operador no era de confianza, lo enviaría a dormir con Gaillot para no comprometer la seguridad de su guarida. El atentado en el Lutetia estaba por encima de todo.

Faron volvió en metro al distrito tres, donde se hallaba el piso franco. Bajó una parada antes y caminó. Justo enfrente de su edificio, se detuvo delante de un quiosco, compró el periódico, miró por última vez a su alrededor, y por fin entró en el inmueble.

Era en el tercer piso. Al llegar al descansillo de la primera planta, sintió una presencia a su espalda; alguien le seguía intentando disimular el ruido de sus pasos. ¿Cómo no lo había sentido antes? Sin volverse, subió más deprisa los últimos escalones y sacó su estilete de la manga. En el descansillo, se giró de pronto y se detuvo en seco. Era Palo.

—¡Cretino! —silbó Faron entre dientes.

El chico le sonrió y le dio una palmadita amistosa en el hombro.

—Me alegro de verte, viejo chiflado.

Dos días antes, Palo había sido lanzado de nuevo en el Sur, para reunirse con un maquis. Le había recibido un tal Trintier, el jefe del maquis, pero no se había quedado con él; con la excusa de que se sentía en peligro le había dicho que quería desaparecer unos días, y se había marchado a París, sin avisar a Londres. Esos eran sus planes desde el instante en que había subido al Whitley, en Tempsford. Ya encontraría después una explicación que dar en Portman Square: diría que había pensado que le habían descubierto y había preferido hacerse el muerto. Porque su ausencia solo sería cosa de unos días y Londres no haría muchas preguntas sobre una precaución que podría ser beneficiosa tanto para el agente como para el SOE. Palo había fijado otra cita con Trintier y el maquis, y había hecho que le llevaran hasta Niza, donde había cogido el tren hasta París. París. Soñaba con ello desde hacía dos años. En la estación de Lyon, había temblado de felicidad. Volvía a casa.

Tal y como había convenido con Faron en Londres, Palo se había dirigido al piso franco. Había llamado, pero nadie había abierto; el coloso no estaba. Había aguardado su regreso en el bulevar, y después le había seguido los pasos cuando había aparecido por el quiosco de periódicos.

No había terminado de anochecer, pero cenaron. Como soldados, latas de conservas que no se molestaron en verter en un plato, mientras sus cabezas daban vueltas. Estaban en la minúscula cocina. El piso era exiguo: un salón, un dormitorio, un cuarto de baño y un pequeño pasillo central. La habitación más grande era el salón, bien amueblado. El dormitorio, provisto de dos colchones, daba a un balcón. Era la salida de emergencia: desde el balcón podía llegarse a una ventana de la escalera del edificio vecino.

Los dos hombres, masticando en la penumbra, solo hablaron cuando terminaron de comer.

—Entonces, ¿qué estás haciendo por aquí? —preguntó Faron.

—Cuanto menos se sepa, mejor para todos. Por eso no te hago la misma pregunta.

Faron lanzó una risa sarcástica. Le ofreció una manzana.

—¿Estás solo aquí? —preguntó Palo.

—Solo.

—¿No tienes pianista?

—Todavía no. Tenía uno, pero lo han enviado a otro sitio. Se llamaba Marc, un buen tipo. Londres me ha asignado otro.

—¿Y cuándo llega?

—Ni idea. Nos hemos citado a las doce delante de la boca del metro de Montparnasse. Sin fecha precisa. Voy todos los días hasta que llegue. No me gustan ese tipo de arreglos.

—¿Y cómo vas a reconocer a un tipo al que no has visto nunca?

Faron se encogió de hombros y el chico adoptó una expresión falsamente seria.

—A lo mejor lleva un S-Phone en la mano.

Se rieron. Faron se había dado cuenta, desde el momento en que se habían encontrado, de lo nervioso que estaba Palo a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo.

En ese mismo instante, en la Rue du Bac, el padre irradiaba felicidad. Frente a su armario, se probaba sus trajes y sus corbatas, febril. Debía estar impecable. Al final de la tarde, a la vuelta de sus compras del sábado, había descubierto el mensaje de su hijo, detrás de la puerta. Paul-Émile estaba en París. Se verían al día siguiente.