37.

En el Norte, la misión de Laura llegaba a su fin; solo esperaba la orden de salida de Londres para regresar a su casa. Tenía muchas ganas. Ver de nuevo a Palo, no pensaba más que en eso. Su trabajo de pianista la había agotado, la soledad había sido muy dura, además de la angustia por las unidades de radiogoniometría de la Abwehr y del miedo a la Gestapo. Quería volver a Londres, quería volver con Palo; quería abrazarle, quería oír su voz. Estaba tan cansada de la guerra; quería acabar con todo. Sí, quería marcharse lejos con Palo, casarse y fundar una familia. Se lo habían prometido: si la guerra no terminaba, se marcharían a América. Y la guerra parecía no querer terminarse. Pensaba en América día y noche.

Cuando su vuelta no era más que una cuestión de días, Baker Street envió un mensaje destinado a Hervé, el agente del SOE que dirigía la misión. Laura lo descifró y no pudo evitar echarse a llorar. No volvería a casa: debía viajar a París, un agente necesitaba un operador de radio.

—¿Qué pasa? —preguntó Hervé, que estaba vigilando por la ventana.

Dejó caer la cortina y se acercó a la mesa donde estaba instalada. Ella apagó la emisora y se pasó la mano por las mejillas para secarse las lágrimas; Hervé leyó el mensaje que Laura acababa de transcribir.

—Lo siento —dijo—. Sé hasta qué punto tenías ganas de volver.

—A todos nos pasa lo mismo —dijo ella entre sollozos. Sus lágrimas brotaban a su pesar—. Te ruego que me perdones.

—¿Por qué?

—Por llorar.

Con gesto paternal, él le pasó la mano por el pelo.

—Tienes derecho a llorar, Laura.

—Estoy tan cansada…

—Lo sé.

A pesar de que Hervé no era un hombre dado a la emotividad, sintió un pinchazo en el corazón: esa chica rubia y guapa le daba pena; ¿cuántos años podía tener? Veinticinco a lo sumo. Siempre aplicada, siempre agradable. Él también tenía una hija, más o menos de su edad; vivía con su mujer y su hijo pequeño, cerca de Cambridge. Nunca hubiese soportado que su hija hiciese la guerra, esta guerra que ponía a prueba a todos. Días antes, hasta se había sentido feliz de anunciar el final de la misión de Laura; volvería sana y salva. Pero, ahora, ¿qué iba a pasar con ella, que debía pasearse hasta París con una emisora de radio que llenaba una maleta entera? Un simple control en una estación y la descubrirían.

Laura necesitó muchas horas para recuperar un poco la calma. Tenía miedo; nunca la habían enviado sola en misión. En su calidad de operadora de radio, siempre había estado acompañada por uno o varios agentes. Le aterrorizaba la idea de atravesar en solitario buena parte de Francia.

Pasaron unos días; la red consiguió papeles falsos para ella además de un salvoconducto para salir de la zona prohibida del Norte. La víspera de su partida, metió algunas cosas en una maleta de cuero, y la emisora en otra. Hervé fue a verla a su habitación.

—Estoy lista —dijo ella, en posición de firmes.

—No te vas hasta mañana.

—Tengo miedo.

—Es normal. Intenta ser lo más natural posible, nadie se fijará en ti.

Asintió con la cabeza.

—¿Tienes un arma?

—Sí. Tengo un Colt en mi bolso.

—Muy bien. ¿Llevas la píldora L?

—También.

—Es solo por precaución…

—Lo sé.

Se sentaron uno al lado del otro sobre la cama de Laura.

—Todo irá bien, nos veremos pronto en Londres —le dijo Hervé, apoyando dulcemente la mano sobre la de ella.

—Sí, en Londres.

Siguiendo las órdenes de Londres, Hervé repitió las consignas de la misión a la joven. Había organizado su viaje a París con miembros de la Resistencia, que la llevarían en camioneta hasta Ruan. Allí pasaría la noche. Al día siguiente cogería el primer tren a París. O en los días siguientes, si los protocolos de seguridad lo imponían; sobre todo no debía subir al tren si presentía el menor peligro o si veía algún registro o control previos. En todo caso, debía llegar antes del mediodía a la capital; no importaba el día, pero antes de las doce. Una vez allí, debía ir directamente hasta la boca de metro de la estación de Montparnasse, donde la esperaría un agente del SOE que se encargaría de ella. Tenía que esperar a que se acercase el agente, en ningún caso debía tomar la iniciativa. Él le diría: «Tengo sus dos libros, ¿siguen interesándole?». A lo que ella respondería: «No, gracias, con uno basta». El agente le presentaría después a su contacto, un tal Gaillot, en Saint-Cloud. Y en caso de tener problemas en París, Gaillot se encargaría de la huida.

Hervé hizo repetir las instrucciones a Laura, y le dio dos mil francos. Al día siguiente ella se marchaba en la camioneta de los resistentes, una pareja de hortelanos de la región de Ruan. Ella tenía el corazón destrozado.