Quince días para nada. Kunszer echaba pestes mientras mascaba una colilla apagada. En la calle, observaba discretamente la entrada al edificio, en la Rue du Bac. Había pasado quince días vigilando a ese hombre para nada. Quince días siguiéndole, incansablemente, y siempre, a mediodía, el mismo circo: el hombre abandonaba su trabajo, cogía el metro para regresar a su casa, inspeccionaba el buzón y volvía a marcharse. ¿Qué diablos podía estar esperando? ¿Las cartas de la chica? No debía de saber que la habían detenido. El buzón estaba siempre vacío, y aquel sujeto llevaba la vida más aburrida que pudiese existir; no pasaba nada, nada de nada. Nunca. Kunszer dio una patada de rabia al vacío. No tenía ninguna pista, y lo único que había conseguido hasta entonces era perder el tiempo, esperando, siguiendo. Hasta se había pasado noches enteras vigilando ese buzón; si ese hombre era un importante agente del SOE, como pretendía la chica, tendría que haber encontrado al menos una prueba comprometedora. Pero no había nada. ¿Debía detenerle y torturarle a él también? No, no sería útil. Y no le gustaba torturar. ¡Dios, no le gustaba nada! Había tenido suficiente con la chica, y de hecho no había hablado mucho. Valiente. ¡Qué mal dormía desde entonces! Había necesitado darle una buena paliza para que hablase por fin, y mientras lo hacía había tenido la impresión de golpear a su Katia, de tanto que se le parecía. Solo había hablado de las cartas; al parecer, su misión consistía en entregar mensajes de un agente británico, y solo en ese buzón. Era lo único de cierta utilidad que había revelado. No sabía más sobre la presencia de ocasionales agentes en París. Los pocos nombres que había dado eran invenciones. ¿Le ocultaba información importante? Lo dudaba. No era más que un títere, un peón. Los agentes de los servicios secretos se aseguraban de que aquellos que escogían para llevar a cabo sus misiones supiesen lo menos posible. ¿Qué diablos estaba preparando el SOE en París? ¿Un importante atentado? Seguro que la chica conocía a miembros de la Resistencia, pero ahora ellos le daban igual: quería a los ingleses, a los que habían bombardeado Hamburgo. Los resistentes se los dejaba a los macacos de la Gestapo, o a Hund, del Gruppe III. La chica no hablaría más, lo sabía, era valiente. O idiota. De todas formas la guardaba al fresco en el Lutetia, para ahorrarle sufrimientos porque, cuando hubiese terminado, se la pasaría a la Gestapo, en la Rue des Saussaies. Y esos sí que le harían daño.
El hombre volvió a salir del edificio, con gesto de decepción, y Kunszer le observó atentamente. Observar, no hacía más que eso. No había nada en el buzón, Kunszer lo sabía, lo había registrado antes de que llegase el hombre. Miró cómo la pequeña silueta se dirigía hacia el Boulevard Saint-Germain, y se preguntó quién diablos podía ser, aparte de un ridículo funcionario. No tenía pinta de agente británico, no miraba nunca hacia atrás, no comprobaba nada, no parecía inquieto. Él le seguía desde hacía días, a veces sin demasiada discreción, ¡y nunca se había dado cuenta! O era el mejor de los espías, o no tenía nada que reprocharse. Sus jornadas eran de una rara monotonía: salía todas las mañanas a la misma hora, cogía el metro hasta el ministerio. Después, a mediodía, hacía el camino inverso, miraba en el buzón y volvía a marcharse a su trabajo. La rutina más cargante posible, Kunszer ya no aguantaba más.
Había visitado varias veces a la chica en su celda.
—¿Quién es ese hombre? —preguntaba en cada ocasión.
Y siempre la misma respuesta:
—Un importante agente de Londres.
No lo creía ni por un segundo; no era ese tipo el que había preparado la operación en la base de Peenemünde. Sin embargo, estaba convencido de que la chica no había mentido: había ido varias veces a ese buzón. Había venido armada, y la habían enviado los servicios secretos británicos. Pero no era por ese hombre, no tenía sentido. El quid de la cuestión era saber quién le había entregado esas cartas. Ella no había dado ninguna respuesta útil. Durante el primer interrogatorio, Kunszer había perdido los nervios porque la chica se negaba a hablar.
—¡Maldita sea! ¿Quién le dio esas cartas? —había gritado.
Qué horror gritar a su pequeña Katia, su querida niña, como si gritara a un perro mal adiestrado que se negara a ejecutar una ridícula pirueta. Ella ya no lo sabía, un hombre alto y rubio, moreno y bajo, se llamaba Samuel, o Roger, solo lo había visto una vez, le dejaba las cartas en el contador de electricidad de un edificio. Kunszer la había contemplado, conmovido: era valiente, como su Katia. Así que le había repetido las preguntas para darle la oportunidad de evitar los golpes. La había tratado de usted, la había mirado con amor, a su Katia resucitada, se había encariñado secretamente con ella y después le había dado golpes, bofetadas, puñetazos, como a un animal desobediente. Pero el animal era él. En eso le habían convertido esos malditos ingleses que habían arrasado Hamburgo, que habían exterminado a mujeres y niños, en eso le habían convertido. En un animal. Y la infeliz había seguido gritando que no había leído las cartas. Y él la había creído. Si al menos las hubiese leído, habría podido salvar su vida.
Kunszer siguió al hombre con la mirada hasta que giró en el bulevar y desapareció. Esta vez no iría tras él, no quería hacer por enésima vez un trayecto inútil hasta el ministerio de los mediocres. Le dejó marchar. La policía francesa no tenía nada sobre él; era un desconocido, sin historia, sin nada de nada. Esperó unos minutos más, inmóvil, para asegurarse de que el otro desaparecía, y después penetró en el patio del edificio. Lanzó un vistazo al interior del buzón: vacío, claro. Pensó entonces en hacer una visita al piso del hombre; todavía no lo había hecho, era su última pista. Pero no subió de inmediato porque se sintió observado. Levantó la mirada hacia las ventanas superiores. Nada. Se volvió discretamente y vio que la puerta de la portería estaba entreabierta y que, detrás, le espiaba una sombra.
Se dirigió hacia allí y la puerta se cerró en el acto. Llamó y abrió la portera, como si nada. Era de una fealdad infrecuente, mal cuidada, grasienta, desagradable.
—¿Qué quiere? —preguntó.
—Policía francesa —respondió Kunszer.
Había sido una estupidez añadir francesa. Los policías franceses no se presentaban así, no había sido creíble. Aunque no quería identificarse oficialmente porque la policía francesa era siempre mejor recibida. La mujer no se dio cuenta de nada; él hablaba sin el menor acento y sin duda a ella nadie la había detenido nunca.
—¿Me estaba observando? —interrogó Kunszer.
—No.
—Entonces, ¿qué estaba haciendo?
—Vigilo los pasajes del edificio. Por los merodeadores. Pero he visto enseguida que usted no era de esos.
—Por supuesto.
Aprovechó la ocasión para sacar a la portera información sobre aquel tipo.
—¿Le conoce? —preguntó diciendo su nombre.
—Claro. Hace años que vive aquí. Más de veinte, incluso.
—¿Y qué puede decirme de él?
—¿Se ha metido en problemas?
—Limítese a responderme.
La portera suspiró y se encogió de hombros.
—Un buen hombre sin más. Pero ¿qué quiere de él la policía?
—No es asunto suyo —respondió Kunszer, molesto—. ¿Vive solo?
—Solo.
—¿No tiene familia?
—Su mujer murió…
La portera hablaba como un telegrama. Kunszer se molestó aún más. Era una indolente, hablaba con lentitud, y él no tenía tiempo que perder.
—¿Qué más? —insistió.
Ella suspiró.
—Tiene un hijo. Pero no está.
—¿Cómo que no está? ¿Dónde está?
Ella volvió a encogerse de hombros, como si no fuese asunto suyo.
—Se marchó.
Aquello era demasiado; Kunszer la agarró por la camisa y la sacudió. Sintió asco al tocar su ropa sucia.
—¿Tiene ganas de meterse en líos?
—No, no —gimió la mujer gorda y fea, sorprendida porque la trataran de aquella manera, mientras se protegía el rostro con las manos—. Su hijo se marchó a Ginebra.
—¿A Ginebra? ¿Cuándo?
—Hace unos dos años.
—¿A qué se dedica?
—A la banca. Trabaja en la banca. En Suiza la gente se dedica a la banca, ya lo sabe.
—Su nombre…
—Paul-Émile.
Kunszer se relajó. Era información útil. Debería haber sacudido a esa gorda quince días antes.
—Qué más…
—El padre ha estado recibiendo postales de Ginebra. Por lo menos cuatro o cinco. Me las ha leído. El hijo dice que todo va bien.
—¿Y cómo es ese chico?
—Un buen chaval. Amable, bien educado. Lo normal, vamos.
Kunszer miró a la mujer con desprecio; ya no le sacaría nada más. Se sacudió las manos sobre su propia ropa para expresarle el asco que le tenía.
—Nunca he hablado con usted. Nunca me ha visto. Si no, mandaré que la fusilen.
—¿Tenéis derecho a hacer eso, vosotros? ¡Malditos! Sois como los alemanes.
Kunszer sonrió.
—Somos peores aún. ¡Así que ni una palabra!
La mujer asintió, con la cabeza gacha, avergonzada, humillada. Y desapareció en su portería.
Animado por las nuevas informaciones, Kunszer subió discretamente al piso, en la primera planta. Llamó; sin respuesta. Estaba seguro, pero era una simple medida de precaución. Dudó entre forzar la cerradura o ir a buscar las llaves a la portería; sabía que la portera no hablaría, era una cobarde. Pero antes de volver a bajar, sin saber por qué, se apoyó en el pomo de la puerta, sin más. Para su gran sorpresa, no estaba cerrada con llave.
Por su propia seguridad, inspeccionó el lugar con la mano en la empuñadura de su Luger. Vacío. ¿Por qué la puerta estaba abierta si no había nadie? Empezó entonces a registrar de manera metódica cada habitación, en busca de cualquier pista que pudiese ayudarle; tenía tiempo, el funcionario no llegaría hasta el final de la tarde.
El piso estaba polvoriento, y reinaba en él una inmensa tristeza. En el salón había instalado un tren eléctrico de niños. Kunszer inspeccionó cada esquina, minuciosamente; abrió los libros, miró en la cisterna, detrás de los muebles. Nada. De nuevo se sintió invadido por el desaliento; todo este asunto no tenía sentido. ¿Qué debía hacer? ¿Volver a golpear a la chica? ¿Enviarla a Cherche-Midi, enfrente del Lutetia, donde se practicaban las peores formas de tortura? ¿Mandarla a la Rue des Saussaies, donde destrozarían su bonita cara en las salas de interrogatorio de la quinta planta? Le dieron ganas de vomitar.
Se aseguró de no dejar huella alguna de su paso, y después, cuando ya iba a marcharse, al atravesar por última vez el pequeño salón, vio sobre la chimenea un marco dorado. ¿Cómo no se había fijado antes? La fotografía de un joven. El hijo, sin duda. Se acercó, observó la imagen, la cogió y después levantó el libro sobre el que estaba apoyada. Cuando lo abrió, cayeron nueve postales: vistas de Ginebra. Las famosas postales. Las leyó varias veces, pero el texto era insignificante. ¿Un código? Las palabras se repetían a menudo; si era el caso, no debía de ser un mensaje muy importante. Kunszer comprobó que no había ni sello, ni dirección. ¿Cómo habían llegado aquellas postales? ¿Esas eran las cartas que había entregado la chica? ¿Por esos miserables trozos de papel iba hasta allí armada? ¿Qué relación tenían con los agentes ingleses?
Se metió en el bolsillo una de las tarjetas, al azar. No llevaban fecha, no era posible establecer cronología alguna. Salió; en el descansillo, encendió un cigarro, satisfecho. Y pensó que, en lugar del padre, quizás habría que concentrarse en el hijo.