Kunszer colgó el auricular delicadamente. Después agarró el teléfono y lo lanzó contra el suelo, en un ataque de cólera. Se sentó sobre su silla de piel, y hundió el rostro entre las manos: no había noticias de Katia.
Llamaron a la puerta, y se incorporó de un salto. Era Hund, cuyo despacho estaba al lado. Hund no se llamaba Hund, pero Kunszer lo había bautizado así por su desagradable manía de ir a husmear en los despachos de los demás, con la nariz levantada, como un spaniel buscando un faisán. Hund había venido atraído por el estrépito: deslizó el hocico a través del marco de la puerta y vio el teléfono que yacía en el suelo.
—Peenemünde, ¿eh? —dijo tristemente.
—Peenemünde —asintió Kunszer para que el perro no sospechase nada.
Hund cerró la puerta y Kunszer increpó, a media voz:
—¡Peenemünde para ti! ¡Maldito boche!
Agosto estaba siendo un mes pésimo. La noche anterior, la RAF había realizado una terrible incursión sobre Peenemünde, la base secreta en la que la Wehrmacht y la Luftwaffe desarrollaban los cohetes V1 y V2 que debían llover sobre Londres y todos los puertos del sur de Inglaterra. Pero Peenemünde había sido destruida en gran parte y aquello era el final de los misiles. Seiscientos bombarderos habían participado en la operación, según la Luftwaffe. Seiscientos. ¿Cómo diablos se habían enterado los británicos? ¿Cómo habían podido ser tan precisos? Y mientras tanto, peor aún que Peenemünde, la Operación Ciudadela, lanzada en Kursk contra el Ejército Rojo por el Oberkommando der Wehrmacht, había sido un fracaso. Los alemanes estaban atascados, y si los soviéticos ganaban, tendrían libre la ruta hacia Berlín. Señor, ¿qué harían en Berlín? Arrasarían la ciudad a sangre y fuego. Ya a principios de mes había sido necesario evacuar a los civiles de Berlín y del Ruhr, por culpa de los bombardeos. La RAF, la US Air Force; no cesaban en su baile diabólico. Apuntaban a las familias, a las mujeres, a los niños. Deliberadamente. ¿Qué culpa tenían los niños, los pobres niños, si había guerra?
Kunszer sacó una fotografía de su bolsillo y la contempló. Katia. Los ingleses no eran Hombres: cinco días y cinco noches de bombardeos incesantes sobre Hamburgo. Toneladas de bombas lanzadas, la ciudad arrasada. Era un crimen. Si hubiese podido preverlo, le habría dicho a Katia que se fuera. ¿Por qué la Abwehr no había sabido nada de esa operación? Y eso a pesar de que tenían infiltrados en las altas esferas de Londres. De haberlo sabido, habría podido avisar a su amada; su querida Katia, ¿por qué no se habría marchado lejos? A América del Sur. Hubiese estado bien en Brasil. Y ahora ya no tenía noticias suyas.
Contempló de nuevo la foto y la besó. Al principio le dio vergüenza. Pero era lo único que le quedaba. Era besar el cartón o no volver a besar, nunca más. La besó una vez más.
Bombardear Peenemünde formaba parte de los usos de la guerra, pero arrasar Hamburgo… Todo lo que Kunszer sabía era que los Aliados habían bautizado el ataque sobre Hamburgo como Operation Gomorrah. Gomorra. Se levantó, cogió un jarrón vacío de la mesa y lo volcó. Cayó una llave de hierro. Fue a abrir las puertas superiores de su gran archivador, cerrado a cal y canto. En su interior había libros. Algunos estaban prohibidos. No soportaba que se hubiesen podido quemar libros; solo había que usar toda la fuerza contra los soldados enemigos. Pero lo que nunca se podía tocar era a los niños y los libros. Contemplando los volúmenes, cogió su vieja Biblia. Pasó las páginas y se detuvo de pronto. Lo había encontrado. Cerró con llave la puerta de su despacho y echó las cortinas. Y de espaldas a la luz velada por la tela, recitó:
«Entonces Jehová hizo llover del cielo sobre Sodoma y sobre Gomorra azufre y fuego. Destruyó las ciudades, toda aquella llanura y todos sus habitantes, hasta los frutos de la tierra. Entonces la mujer de Lot miró atrás, a espaldas de él, y se volvió estatua de sal. Abraham se levantó temprano para subir al lugar donde había estado delante de Jehová. Y miró hacia Sodoma y Gomorra, y hacia toda la tierra de aquella llanura miró; y he aquí que el humo subía de la tierra como el humo de un horno».