Contaba las postales. Ocho. Había recibido ocho en total. Ocho postales desde Ginebra. Desde febrero, había recibido seis. Una al mes, con un ritmo impecable. Los meses más hermosos de su vida. Llegaban siempre de la misma forma: en un sobre, sin sello ni dirección, que una mano anónima dejaba en su buzón. Pero ¿quién? ¿Paul-Émile? No, si Paul-Émile fuese con regularidad a París, habría ido a verle directamente. Estaba seguro de que su hijo no dejaba Ginebra, y tenía razón.
El padre se sentía feliz como no se había sentido desde que su hijo se había marchado; todas esas postales eran como si Paul-Émile estuviese a su lado. Ahora comía más, tenía mejor aspecto, había ganado algo de peso. A menudo canturreaba en el piso. Y fuera, silbaba.
Las postales eran magníficas. Muy bien elegidas. Ginebra aparecía tal y como se la había imaginado siempre: una hermosa ciudad. En cuanto al texto, era sucinto y más o menos idéntico en cada ocasión. Aunque venían siempre sin firma, reconocía la escritura.
Querido papá:
Todo va bien.
Hasta muy pronto.
Un beso
Cada noche, después de cenar, las releía todas, en orden cronológico. Después las juntaba, dándoles golpecitos para que estuviesen bien apiladas, y las devolvía a su escondite. Bajo la tapa de un gran libro colocado encima de la chimenea. Sobre la cubierta de cartoné, situaba el marco dorado en el que brillaba la foto más reciente de su hijo. Colocaba el cuadro bien en el centro del libro, para que se apoyara encima, como si fuese una prensa, y que las postales no se deformasen nunca. Cerrando los ojos, se imaginaba a Paul-Émile, banquero emérito, deambulando en traje caro por los pasillos de mármol de un banco muy importante. Era el más guapo de los banqueros, el más orgulloso de los hombres.