28.

En el campo, Faron corría. Estaba feliz. Corría por el sendero a toda velocidad; llegaría a la cabaña, a la entrada del bosque. Había dejado allí unos prismáticos. El día tocaba a su fin, pero aún había luz. Le gustaban esas tardes de verano, le gustaban esas primeras horas de la noche todavía llenas de sol y de calor. Le gustaba su vida.

Corría ahora entre las hierbas altas, oculto desde el camino por gruesos árboles frutales; llevaba su traje habitual y, escondida en la chaqueta, una Sten de culata plegable. Reía.

Alcanzó la linde del bosque que dominaba la carretera principal y el campo, y aminoró el paso para no desgarrar su traje en las ramas bajas. Solo necesitó un minuto más para llegar a la cabaña, detrás de una hilera de altos robles, una vieja cabaña de caza de madera carcomida. Echó un vistazo por la ventana rota, se aseguró de que estaba vacía y entró. Los prismáticos se hallaban sobre un estante. Se los llevó a los ojos y, por la ventana sin cristal, a través del espeso ramaje, tan alto como una persona, siguió el trazo gris de la carretera, a lo lejos, y detuvo la mirada sobre la columna de humo que se levantaba del amasijo de coches, satisfecho.

Sobre la colina, escondidos entre la hierba, encima de la pequeña carretera, habían esperado, febriles. Era una larga línea recta. Como les había advertido casi un minuto antes la corneta de un observador apostado más adelante, el convoy comenzó a asomar a lo lejos. A pesar de la tensión que le retorcía las entrañas, Faron sonrió: sus informaciones eran exactas, el suboficial y su convoy habían elegido ese camino para abandonar la región. Él había empezado el ataque lanzando su granada.

Eran siete, y se lanzaron siete granadas simultáneamente sobre los dos coches: el coche del suboficial y su escolta. Pésima escolta, no habían visto venir nada. Faron y sus seis hombres se habían puesto a cubierto durante la deflagración, y después habían abierto fuego sobre los dos coches; el primero había volcado sobre un lado, el segundo estaba intacto pero inmovilizado. Los habían ametrallado sin descanso, y la metralla había atravesado los coches, que no estaban blindados. El diluvio de las Sten duró al menos treinta segundos. Una eternidad.

Detrás de los árboles, Faron estaba satisfecho. Ah, había sido una bonita emboscada; estaba orgulloso de su pequeña tropa, los seis mejores hombres de la red que entrenaba. Pocos meses antes no sabían hacer nada y hoy, habían combatido como leones. Estaba orgulloso de ellos, orgulloso de sí mismo. Habían actuado justo como se les había dicho: las posiciones, la determinación, la comunicación. Al oír la corneta, habían montado las Sten, quitado el seguro a las granadas, agarrando bien la espoleta. Después, cuando había lanzado la suya, los demás le habían imitado. Formidable explosión. Y habían abierto fuego, sin dejar ninguna oportunidad a los asaltados. Él, tirador de élite, se había encargado de abatir a los conductores, para que no pudiesen huir; una ráfaga había bastado, ya que el primer coche estaba casi volcado por la onda expansiva de las granadas; simultáneamente, cuatro tiradores habían ametrallado las carrocerías, sin detenerse, apuntando a los hombres pero disparando a todas partes, como había ordenado. Difícil ser precisos con las Sten, no se podía escatimar munición. Para Faron, la apoteosis del espectáculo era su tirador de apoyo. El tirador de apoyo era una de sus invenciones de guerra: su papel era permanecer dispuesto a disparar pero no hacer nada, atento a sus compañeros: si una de las Sten se encasquillaba, o mientras un compañero cambiaba el cargador, el tirador de apoyo tomaba inmediatamente el relevo, y así el fuego no se detenía nunca. El enemigo no disponía de ningún respiro para contraatacar. Y cuando la Sten detenida podía volver a su tarea, el tirador de apoyo recargaba su arma. Faron estaba encantado con el rendimiento; era una técnica mejorada, un método propio y, un día, lo enseñaría en Lochailort. No le importaría ser instructor. Era un gran soldado.

No recibieron resistencia alguna. Todos los alemanes habían muerto, sentados en sus asientos de cuero. Y si alguno respiraba todavía, no tardaría en desangrarse. Faron había dudado en bajar del montículo para rematar a algún superviviente ocasional, pero había renunciado. No valía la pena. Acercarse a los coches era arriesgarse a llevarse un balazo si alguno de los ocupantes, animado por la fuerza de la desesperación, había conseguido desenvainar su Luger. De hecho, Faron esperaba que al menos una de sus víctimas sobreviviera al ataque. Porque lo importante no era el número de muertos y, en ese caso preciso, resultaba incluso insignificante: algunos militares, aunque fuesen de alta graduación, no eran nada dentro de un ejército de un millón de hombres. Matar no era la finalidad en sí de esas operaciones, sino crear un contexto de terror generalizado, no para el puñado de infelices del convoy, sino para todos los soldados alemanes en suelo francés. Así que, si había un superviviente, era incluso mejor. Este relataría la sorpresa, el horror, el pánico, la impotencia, los gritos, la determinación de los asaltantes, los camaradas muertos que, un minuto antes, bromeaban alegremente, ahí, en el asiento de al lado. Y oyendo el relato del superviviente, pronunciado sobre una cama de hospital que sería su único horizonte en los próximos meses, y quizás más, todos recibirían el mensaje de Faron: la muerte, el sufrimiento, las heridas atroces, eso es lo que les esperaba a aquellos que habían osado violar a Francia. Que en ninguna parte se sintieran seguros desde ese momento.

Así, Faron había ordenado la retirada sin arriesgarse más. La operación había sido un éxito, y sus hombres ganarían moral con ello. Soldados confiados eran soldados más fuertes. Habían bajado del montículo por el flanco opuesto, y se habían marchado corriendo. «¡Nos reuniremos donde ya sabéis!», había gritado Faron a sus hombres mientras se introducían en la camioneta donde ya los aguardaba el observador de la corneta. El coloso había continuado su carrera hasta la cabaña, despreciando las reglas de seguridad. Quería observar.

Ahora sonreía sin soltar los prismáticos, deleitándose con el amasijo calcinado y ametrallado. Creyó incluso percibir un grito desesperado, y rio relajado. «Me he convertido en un Hombre, Claude. Mira esto…», dijo en voz alta. Tenía un impresionante palmarés de sabotajes en su haber. Ya había hecho saltar varios trenes. ¡Ah, qué excitación! Por supuesto, tenía miedo. Pero era un miedo formidable, un miedo relajante, no un miedo de verdad, no un miedo de cobarde. Había matado. Más de lo que creía. Había matado a hombres en trenes, en coches, en camiones. Había asesinado a oficiales alemanes, tras haber observado sus costumbres. El SOE exigía por regla general organizar un grupo de varias personas para perpetrar un asesinato, pero él había actuado solo. Había observado la rutina; la rutina era la debilidad. Un oficial de paso por unos días en una ciudad se acostumbraba, como para combatir su vida de guerrero nómada, a comer en el mismo restaurante, mañana y noche, y a horarios siempre regulares. Aquella precisión era, en su opinión, el mayor punto débil de los alemanes. Entonces él le esperaba, pacientemente, en la esquina de una calle desierta, sabiendo que el oficial, esclavo de su rutina, pronto pasaría ante él. Y le mataba en silencio. Muchas veces con el cuchillo, le gustaba el cuchillo. También había pasado por París, a pesar de no haber recibido una orden formal. Iniciativa personal. Había permanecido unos días en su piso franco, solo para acercarse una vez más al Lutetia. Pronto llegaría el Lutetia. No era imposible. Pensaba en ello sin cesar, hasta su más ínfimo instante estaba dedicado a la planificación de un plan de acción. Antes de terminar el año, lo haría saltar. Y se convertiría en el mayor de los héroes de la guerra.

En su cabaña, Faron desbordaba alegría. A su pesar, tuvo que marcharse: los alemanes, alertados, pronto registrarían el bosque. No le gustaba tener que huir; le gustaba mirar. No le gustaba huir ante nadie. Que fuesen, que fuesen a buscarle. Hacía mucho tiempo que no tenía miedo.

Los bombardeos. Los Aliados aplastaban Europa, a menudo ayudados por agentes en el terreno.

Key, tras su lanzamiento en febrero, había entrado en Suiza. Había ido hasta la región de Zúrich, a observar las fábricas del norte de la ciudad, sospechosas de participar en el esfuerzo de guerra alemán. A mediados de marzo, la RAF había bombardeado las fábricas de armamento de Oerlikon. Después habían llegado Rennes, y Ruan, donde había conocido a un tal Rear. En los primeros días de abril, las fábricas Renault de Boulogne-Billancourt fueron blanco a su vez de la US Air Force, ya que allí se construían tanques para la Wehrmacht.

También Claude había operado como agente en el terreno en previsión de ataques aéreos. A finales de marzo, había sido enviado a Burdeos y había participado en la preparación de bombardeos.

Gordo, en el Noroeste, viajaba entre diferentes ciudades donde estaban estacionadas importantes guarniciones de la Wehrmacht. Su temperamento simpático y guasón le valía numerosas amistades, especialmente entre los soldados alemanes que conocía en los cafés. Les hablaba de la guerra como la mayor de las banalidades, encogiéndose de hombros y adoptando una expresión beatífica. Gustaba. Era de esas personas bravas y fieles que uno aprecia tener al lado, sin temor a que le haga sombra delante de las mujeres. Gordo estaba encargado de la propaganda negra, la que se repartía entre el enemigo, dirigida a ellos. Llevaba sus conversaciones hacia el tema de la música —los alemanes sabían apreciar la música—, y después les aconsejaba algunas buenas emisoras de radio germanófonas que podían captarse en la región. La música que ponían era entretenida, tenían programas de calidad y Gordo se lamentaba de no hablar suficiente alemán para apreciarla plenamente. Sí, estaba deseando que en toda Europa no se hablara más que alemán; el francés era una lengua asquerosa. Entonces Gordo promocionaba Radio-Atlantik o Soldatensender Calais, radios alemanas para soldados alemanes, de programación selecta y divertida, y que difundían, además de la música, información de gran interés, repetida por las demás emisoras alemanas. Ni siquiera el oyente más desconfiado distinguía las informaciones falsas que asimilaba, ocultas entre las verdaderas. Y estaba lejos de imaginar que su nuevo programa preferido se emitía desde un estudio en Londres.

Laura operaba como pianista en el Norte. No le gustaba el Norte, una región sucia, una región triste, oscura. De hecho, no le gustaba Francia, prefería con mucho Gran Bretaña, más civilizada, más armoniosa. Y además, le gustaban los ingleses, le gustaba ese carácter agridulce, mitad irascible mitad bonachón. Llevaba meses en el Norte, encerrada en un pequeño apartamento, a menudo sola, enlazando sin parar las comunicaciones entre Londres y dos redes locales; solo tenía contacto con los responsables de las redes, así como con tres agentes del SOE. Cinco personas en total. Se aburría. Al menos, cuando se comunicaba con Londres, siempre había otro agente junto a ella, apostado en la ventana, observando vehículos sospechosos en la calle; porque la Abwehr recorría las ciudades con vehículos dotados de un sistema de radiogoniometría, que localizaba las emisoras de radio por triangulación. Ya habían detenido a varios pianistas. Emitir era un arte difícil; llevaba su tiempo, pero era necesario que la emisión fuese lo suficientemente breve para que no la localizasen.

Cuando se encontraba a solas por la noche, solía mirar por la ventana, como había visto hacer a menudo a Palo. Permanecía mucho tiempo con las luces apagadas para tener las cortinas abiertas y dejarse absorber por los halos de la noche. Después se peinaba su larga cabellera rubia, deslizando sobre ella un bonito cepillo de crin. Cerraba los ojos. Le hubiese gustado tanto que él la abrazase, y que ese cepillo fuese su mano. Maldita sea esa soledad que la invadía todas las noches, cuando se acostaba. Para olvidar, pensaba en América.

Palo había vuelto al sur de Francia; ya conocía perfectamente las redes de la región. Los movimientos de la Resistencia se habían unido: estaban bien organizados. Había conocido a varios agentes del SOE; el trabajo no faltaba. Había preparado el lanzamiento de material. Las entregas se hacían en varias etapas, en general en series de doce, quince o dieciocho contenedores, cada uno con un volumen de contenido estándar, preparado en las estaciones de embalaje. De ese modo, una primera serie de doce contenedores contaba unos cuarenta fusiles-ametralladores Bren, mil cartuchos y cuarenta y ocho cargadores para cada uno, unas cincuenta Sten, trescientos cartuchos y ochenta cargadores vacíos, pistolas con municiones, granadas, explosivo, detonadores, mucha cinta adhesiva y alrededor de diez mil cartuchos Parabellum 9 mm y 303.

Los Aliados habían abierto un frente en Italia, progresaban rápidamente; cuando llegaran a la región, todo apoyo sería útil, así que una de las principales tareas de Palo había sido formar a combatientes en el manejo de las armas. Había explicado ciertas técnicas de combate y enseñado la utilización de explosivos simples, pero él mismo no se sentía a gusto con ese material. Pasaba miedo durante sus propias lecciones, y juraba cada vez que sería la última. Pero había que estar en condiciones de atacar lo antes posible, de sembrar el pánico, de aislar. Le gustaba instruir, le gustaba ser el poseedor del saber: esperaba que sus alumnos le miraran de la misma forma en la que él había mirado a sus instructores en las escuelas del SOE.

Una vez al mes, cuando la situación se lo permitía, desaparecía unos días. Dos días. Nunca más de dos. Si alguien le hacía preguntas, aunque fuera otro agente del SOE, adoptaba ese aire a la vez misterioso y molesto que había aprendido en la profesión y que ponía término a toda discusión sin parecer grosero, ni incómodo. Todos tenían sus consignas. El secreto era el secreto. La gente, de hecho, hablaba demasiado. No los agentes británicos, sino los resistentes. Había advertido a los responsables de las redes: sus hombres hablaban demasiado, a menudo a su pesar. Una alusión a un amigo cercano, una confidencia a un cónyuge, y toda la red podría verse comprometida. Era necesario que las células de resistencia fuesen pequeñas, que nadie conociese a nadie, al menos entre los principiantes. Había que separar a los charlatanes, a los incapaces y a los mitómanos.

Se marchaba. Desde Marsella o desde Niza, cogía el tren hasta Lyon. Desde su vuelta a Francia, en febrero, había ido ya seis veces. Volvía a ver a Marie. Era arriesgado, contrario a las consignas de seguridad en las que sin embargo insistía tanto, pero debía hacerlo, porque Marie, algo enamorada, continuaba sirviéndole de correo hasta París. Era la manera en la que Palo iba desgranando su pila de postales de Ginebra, en las que escribía a su padre. Le decía que todo iba bien.

Las citas con Marie se concertaban por teléfono. Una simple conversación, palabras sin importancia: si telefoneaba, significaba que llegaría al día siguiente. Tenían tres lugares posibles de encuentro, y en la conversación, Palo, pronunciando una de las frases convenidas, le indicaba cuál. Y se encontraban, caminaban un rato juntos, iban a comer; él desplegaba su encanto, sus secretos, su situación. Después, en una callecita, fingía besarla y deslizaba el precioso sobre en su bolso. «En el sitio de siempre», susurraba. Ella asentía, amante, subyugada, dócil. No sabía lo que contenían esos sobres, pero vista la cadencia, debían de ser de extrema importancia. Debían de tratar de acontecimientos de primer orden, lo sabía. De hecho, leyendo los periódicos, constatando los bombardeos, se preguntaba si Palo no era el responsable. Quizás incluso había dado la orden a través de los mensajes. ¿Sería ella la clavija maestra que desencadenaba esos diluvios de fuego? Se estremecía de excitación.

Él continuaba con sus mentiras. Haciéndole creer en el esfuerzo de guerra, deslizando a veces una frase inacabada llena de sobreentendidos. Ella temblaba, él lo sabía. Por supuesto, su propio comportamiento le repugnaba, pero al menos, aunque le hacía perder el tiempo, no la exponía a riesgo alguno. Era una francesa simpática, con los papeles en regla, y las postales no contenían más que un texto anodino; ni siquiera llevaban fecha. Si la controlaban y la registraban, no tendría ningún problema. Entonces, ¿debía decirle la verdad? No, no lo comprendería. No le gustaba utilizarla, no le gustaba mentirle, pero debía continuar cultivando el misterio para estar seguro de que ella seguía haciendo de correo.