Una noche a principios de febrero, estaban todos en casa de Stanislas. Key, Laura, Claude y Faron jugaban a las cartas en el comedor. Aimé vagaba por el salón. Gordo había salido de puntillas del piso para repasar sus lecciones de inglés. Estaba en el jardincito que rodeaba el edificio, aprovechando la luz de una farola y el escondite que ofrecía un bosquecillo bien podado. El tiempo era glacial, pero allí al menos disfrutaba de cierta tranquilidad; no quería que se burlasen de él. Se entrenaba para decir sus I love you. Debería decidirse a ir a ver a Melinda, pero creía que aún no estaba preparado, por culpa del inglés. Entre otras cosas. También pensaba que necesitaba valor para amar, y no sabía si tenía suficiente. Detuvo sus ejercicios al oír un ruido que procedía del piso. Se escondió entre los arbustos para no ser visto. Eran Stanislas y Palo.
Dieron algunos pasos. Tenían un aire nostálgico. Gordo contuvo la respiración para escuchar.
—Pareces triste —dijo Palo.
—Un poco —respondió Stanislas.
Silencio.
—Volvemos, ¿verdad?
Stanislas asintió con la cabeza. Casi aliviado.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé. Lo supongo. Todos lo suponemos.
Entre los matorrales, Gordo sintió un nudo en el corazón.
—Stan, no debes preocuparte —dijo Palo—. Ya sabíamos que esto iba a llegar…
—Entonces, ¿por qué hacemos esto? —se sublevó el viejo piloto.
—¿Hacer qué?
—¡Estar tan unidos! ¡Nunca debimos cogernos tanto cariño! No deberíamos habernos vuelto a ver después de Beaulieu… Es culpa mía… ¡Dios! Estaba tan solo en Londres, tenía tantas ganas de veros, no sabes lo que os he echado de menos. Pero ¿por qué os he reunido a todos? ¡Soy un completo egoísta! ¡Maldita sea!
—Nosotros también te echábamos de menos, Stan. Somos amigos, y a los amigos se les echa de menos. De hecho, somos más que amigos. Nos conocemos hace apenas año y medio, pero nos conocemos como nadie. Hemos vivido juntos lo que probablemente nunca viviremos con otros.
Stanislas gimió, hundido.
—Somos más que amigos: ¡somos una familia!
—Eso no es malo, Stan.
—Deberíais haber pasado vuestro permiso en un piso de tránsito, bebiendo y yendo de putas. No viviendo la verdadera vida, no haciendo como si no hubiese guerra, ¡no haciendo como si fuésemos Hombres! ¿No lo entiendes? ¡No somos Hombres!
Los dos se miraron fijamente. Una horrible llovizna empezó a caer. Stanislas se sentó en el suelo, sobre el camino empedrado que llevaba de la acera al edificio. Palo se sentó a su lado.
—No volveréis todos —dijo Stanislas—. No volveréis todos, y yo me quedaré aquí, sentado sobre mi inútil trasero. No volveréis todos. Es un milagro haber podido estar todos reunidos en diciembre… ¡Hay muertos sin parar!
—Denis, ¿verdad?
—Quizás. Lo ignoro. No tenemos noticias suyas. No volveréis todos, Palo. ¿Lo entiendes? ¿Lo entiendes? Esas caras que hemos visto esta noche, Key, Claude, Laura, tú… ¡No volveréis todos! Y entonces, ¿qué debo hacer yo? ¿No deciros nada? ¿Encerraros en un sótano? ¿Suplicaros que huyáis, que os vayáis a América y no volváis?
—No eres responsable de nosotros.
—Pero entonces, ¿quién es el responsable? La mayoría sois unos niños. Podría ser el padre de todos. ¿Cuál es vuestro futuro? ¡La muerte no es un futuro! Os vi en Wanborough, el primer día: ¡niños, erais unos niños! Me quedé espantado. ¡Niños! ¡Niños! Y después os vi crecer, convertiros en Hombres formidables. Orgullosos, valientes, llenos de coraje. Pero ¿a qué precio? El de las escuelas de guerra. Erais niños, os habéis convertido en Hombres, pero lo habéis conseguido a costa de aprender a matar.
Cerrando los puños de rabia y desesperación, abrazó a Palo. Y el chico, para reconfortarle, pasó su mano por su pelo blanco.
—Si hubiese tenido un hijo —le murmuró Stan—, si hubiese tenido un hijo, habría querido que fueses tú.
Y sollozó. Su única certidumbre era que viviría, él, que no podía ir a combatir. Viviría más años, decenas de años, viviría con la vergüenza de los que se libran, y sería testigo de la terrible marcha del mundo. Pero aunque ignoraba en qué se convertiría la humanidad, podía quedarse tranquilo, porque los había conocido: Key, Faron, Gordo, Claude, Laura, Palo; había estado a su lado, al lado de los que quizás eran los últimos de los Hombres, y no lo olvidaría nunca. Benditos sean, bendita sea la memoria de aquellos que jamás volverían. Eran sus últimos días. Días de duelo. En su casa, con los espejos cubiertos, se sentaría en el suelo, desgarraría sus camisas, y no comería. No existiría. Ya no sería nada.
—Hasta ahora nos ha ido bien —murmuró Palo—. No hay que desesperar, no hay que desesperar.
—No sabes nada.
—¿No sé nada de qué?
—De Gordo.
—¿Gordo qué?
—Durante su segunda misión, Gordo fue capturado por la Gestapo.
—¿Qué?
El corazón del chico palpitó dolorosamente.
—Torturado.
Palo gimió pensando en Gordo.
—No sabía nada.
—Nadie lo sabe. Gordo no lo cuenta.
Hubo un repentino silencio durante el que Palo suplicó al Señor que no volviese a repetir una atrocidad como aquella. Piedad, Señor, Gordo no, Gordo no, no el bueno de Gordo. Que el Señor libre a Gordo y que tome su vida, la del mal hijo, el hijo indigno, el que ha abandonado a su padre.
—¿Y qué pasó? —preguntó después Palo.
—Lo liberaron. Figúrate que ese cabrón consiguió engañarles y convencerles de que no había hecho nada malo. Lo liberaron, pidiéndole perdón y todo eso, y él aprovechó para robar documentos en los despachos de la Kommandantur.
Palo se rio.
—¡Qué cabrón!
Se sonrieron un instante. Pero luego se pusieron serios de nuevo.
—¿Y va a volver allí?
—Por el momento, la oficina de seguridad no lo aprueba.
Gordo, escondido, cerró los ojos, recordando su sufrimiento. Sí, le habían arrestado. La Gestapo. Había recibido golpes pero los había aguantado; había conseguido convencerles de que era inocente, y al final le habían puesto en libertad. De regreso en Londres, desde luego que lo había mencionado en su informe, pero no se lo había contado a ninguno de sus amigos. Salvo a Stanislas, que se había enterado en Portman Square. ¿Por qué Stanislas se lo había contado a Palo? ¡Sentía tanta vergüenza! Vergüenza de haber sido capturado, vergüenza de haber sido golpeado con saña durante horas. Y en cambio no se creía valiente; si no había dicho nada durante los interrogatorios, si no se había rendido para que cesara el horror, no había sido por valentía, sino porque, si hubiese hablado, con toda seguridad le habrían condenado a muerte. Le habrían cortado la cabeza. Eso es lo que hacían los alemanes. Y había pensado que, si moría, no volvería a ver a Melinda, y entonces nunca conocería el amor. Ninguna mujer le había dicho que le amaba. No quería morir sin conocer el amor. Hubiera sido morir sin haber vivido. Y en el aterrador sótano de la Kommandantur, había conseguido permanecer tan mudo que le habían liberado.
Cuando Palo y Stanislas volvieron a entrar en el edificio, Gordo se arrodilló detrás de su arbusto y suplicó a Dios que no le pegasen nunca más.
El miedo fue invadiendo poco a poco a los agentes conforme se acercaba la hora de su partida. Fueron convocados en Portman Square, donde recibieron las pautas de sus misiones. Pronto empezaría el ir y venir por las casas de tránsito cercanas al aeródromo de Tempsford. Y todos hacían esfuerzos para aprovechar plenamente los últimos días. Laura y Palo salían todas las noches: iban a cenar y luego a ver un espectáculo o al cine. Volvían tarde al piso de Bloomsbury, a menudo a pie, a pesar del frío de febrero, cogidos de la mano. Key y Claude ya dormían. Gordo, en la cocina, practicaba inglés. En su habitación, Laura y Palo procuraban ser amantes discretos. Con las primeras luces del alba, Laura volvía a Chelsea.
La amenaza pesaba sobre ellos: el regreso a Francia, el regreso con los padres. La amenaza de existir. Faron, nervioso, se mostraba cada vez más insoportable. Durante una de las últimas veladas, que pasaron todos juntos en el piso de Bloomsbury, se burló salvajemente de todo el mundo. Después de evitar por los pelos una bronca con Key, se marchó a la cocina para escapar a los comentarios que le dedicaban. Claude le siguió. Curiosamente, Claude era el único por quien Faron sentía respeto, casi temor. Quizás porque en el fondo, todos le consideraban como el brazo de Dios. Y en la cocina, el cura le puso las cosas claras.
—¡No puedes seguir siendo tan idiota el resto de tu vida, Faron!
El coloso de pelo grasiento intentó evitar la conversación registrando los armarios. Se llenó la boca con las pastas de Gordo.
—¿Qué quieres, Faron? ¿Que todo el mundo te deteste?
—Todo el mundo me odia ya.
—¡Porque te lo mereces!
Faron tragó lentamente antes de responder, entristecido:
—¿Lo crees de verdad?
—No… Yo… ¡No lo sé! Cuando te oigo hablar con la gente…
—¡Era una broma, joder! Hay que relajarse un poco, para eso estamos aquí. Pronto volveremos a Francia, no hay que olvidarlo.
—Hay que ser un hombre bueno, Faron, eso es lo que no hay que olvidar…
Hubo un silencio muy largo. El rostro de Faron cambió, se puso serio, y cuando volvió a hablar, su voz sonaba quebrada:
—No sé, Claude. Somos soldados, y los soldados no tienen futuro.
—Somos combatientes. Los combatientes se preocupan del futuro de los demás.
La mirada de Claude se calmó. Se sentaron a la mesa de la cocina y Claude cerró la puerta.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Faron.
Miraba fijamente a Claude en el fondo de sus ojos hasta ver su alma. Un día le demostraría, a él y a todos, que no era para nada como ellos pensaban, que no era un cabrón.
Claude comprendió que le estaba pidiendo la absolución.
—Ve a hacer el bien. Sé un Hombre.
Faron asintió y Claude buscó en su bolsillo. Sacó una pequeña cruz.
—Ya me diste tu rosario en Beaulieu…
—Coge esto también. Llévala en el cuello, llévala en el corazón. Llévala en serio, porque no veo tu rosario.
Faron cogió el crucifijo y, cuando Claude no le miraba, lo besó con devoción.
Días más tarde, la oficina de seguridad del SOE dio su aprobación para el regreso de Gordo a Francia, y este recibió los detalles de su misión. Triste por dejar a los suyos, hizo la maleta, sin poner la camisa francesa, su preferida; se arrepentía de no haber ido a ver a Melinda. Tras los abrazos de rigor, abandonó Londres para alojarse en una casa de tránsito. En el coche, de camino a Tempsford, pensaba, deprimido, que si los alemanes le cogían, diría que era el sobrino del general De Gaulle para asegurarse de que lo mataban. ¿Para qué vivir si nadie te quiere?
Los demás fueron recibiendo también sus órdenes de partida. Se separaron sin ceremonia para hacer más verosímil su reencuentro. «Hasta pronto», se decían, riéndose del destino. Así, poco después de Gordo, todos abandonaron Londres; Claude, Aimé, Key, Palo, Laura y Faron, en ese orden. A principios de marzo de 1943, la Comandancia General había fijado sus consignas y sus objetivos para el año siguiente, y todos habían desaparecido, engullidos por las panzas de los Whitley.
Aimé confió las llaves de su mansión de Mayfair a Stanislas.
Gordo, Claude, Key y Palo dejaron una llave del piso de Bloomsbury debajo del felpudo. De todas formas no podían llevarla con ellos; era una llave de fabricación inglesa que podía traicionarlos. Los agentes no debían llevar encima nada que fuese de fabricación inglesa: ni ropa, ni joyas, ni accesorios diversos. La llave quedó pues escondida en el marco de hierro del felpudo, esperando el regreso de alguno de los inquilinos. Y, en su ausencia, el alquiler lo pagaba directamente el banco al casero.
Palo se marchó justo después de Key. Había pasado su última noche londinense en brazos de Laura. No habían dormido. Ella había llorado.
—No te preocupes —le había susurrado para consolarla—. Nos encontraremos aquí pronto, muy pronto.
—Te quiero, Palo.
—Yo también te quiero.
—Prométeme que me querrás siempre.
—Te lo prometo.
—¡Prométemelo mejor! ¡Promételo más fuerte! ¡Promételo con toda tu alma!
—Te querré. Todos los días. Todas las noches. Mañana y tarde, al amanecer y en el crepúsculo. Te querré. Toda mi vida. Siempre. Los días de guerra y los días de paz. Te querré.
Y mientras ella le cubría de besos, Palo suplicó al destino que protegiese a su amada. Maldita guerra y malditos hombres; que el destino le arrancase hasta la última gota de sangre con tal de que la librase a ella. Se ofrecía al destino por Laura como se había ofrecido al Señor por Gordo. Días más tarde, se lanzaba en paracaídas sobre Francia desde un bombardero.
Transcurrieron varias semanas. A finales de marzo, Denis el canadiense, del que no había habido noticia alguna, volvió a Londres, sano y salvo.
Pasaron los meses. Llegó la primavera, luego el verano. En la más insoportable de las soledades, Stanislas salía a vagar a menudo por los parques de Londres, entonces cubiertos de verde; las flores violetas de las grandes alamedas le hacían compañía. Desde su despacho de Portman Square, seguía los avances de sus compañeros. En un mapa de Francia, clavaba chinchetas de colores que representaban sus posiciones. Todos los días, rezaba.