22.

Faron había pasado una semana oculto en el piso franco. Ahora le parecía que todo el peligro había quedado atrás, pero no podía continuar su misión. Al menos no inmediatamente, sería demasiado arriesgado. Debía volver a Londres, informar y pedir nuevas consignas. Le habían seguido, justo antes de Navidad. Quizás la Abwehr. El incidente se había producido después de que intentase espiar el hotel Lutetia, en el que los servicios de seguridad alemanes habían instalado su cuartel general para Francia. Se había esforzado por parecer un simple peatón de paseo por el Boulevard Raspail, había lanzado algunas miradas discretas al detenerse ante una tienda y después había seguido su camino, inocentemente. Pero, media hora más tarde, cerca de la Ópera, había notado una presencia a su espalda. Le había invadido el pánico; tendría que haberse dado cuenta, le habían enseñado a prestar atención a las señales. Su distracción podría ser su perdición. Había respirado hondo para calmarse. Era fundamental no mostrar su nerviosismo, no correr, limitarse a aplicar los métodos. Había cambiado de acera, se había metido por una calle al azar, había acelerado discretamente el paso y, en el reflejo de un escaparate, había comprobado que el hombre continuaba siguiéndole. Estaba cada vez más confuso, los protocolos de Beaulieu parecían de golpe poco claros: ¿qué debía hacer si le detenían? ¿Debía tomar la iniciativa, entrar en el vestíbulo de un edificio desierto y matar al perseguidor con el pequeño cuchillo de comando que llevaba siempre disimulado en la manga? En uno de los botones de su chaqueta estaba su píldora L. Y, por primera vez, había pensado en ella. Si le cogían, se mataría.

Al final había podido contener su terrible angustia, que hacía que le latiera el corazón con fuerza y le doliera la cabeza. Al recuperar la calma, se había dirigido al Boulevard Haussmann; había caminado deprisa, distanciando a la silueta que le seguía, y se había mezclado entre el gentío de un gran almacén, para después salir por una puerta de servicio y saltar dentro de un autobús que le había conducido al otro lado de la ciudad. Inquieto, en plena crisis de paranoia, había entrado en un edificio cualquiera y había pasado la noche escondido, en un desván, como un vagabundo, sin poder pegar ojo, con el cuchillo en la mano. Desde entonces no salía sin su Browning. Había llegado a su piso a primera hora del día siguiente, al final del toque de queda, hambriento, agotado, y no se había movido durante siete días completos.

Estaba ordenando los diferentes documentos que había recopilado durante sus meses en París. Disimuló los más importantes en un escondite de su maleta y quemó el resto en una papelera metálica, después de fotografiarlos. Lo habían enviado a París para establecer una lista de blancos potenciales de sabotaje o bombardeo: fábricas, centros de reparación de locomotoras o lugares estratégicos. El Lutetia constituía a su parecer un blanco de primer orden, pero particularmente difícil de alcanzar. Si conseguía planificar un atentado, sería un gran golpe. Para la guerra y para su propia gloria. Después le asignarían misiones especiales, que solo manejaba el Estado Mayor del SOE, el nivel más alto de secreto dentro del secreto. Aspiraba a ello. Era muy consciente de sus aptitudes como agente, muy superiores a la media. Los tipos pequeños como Claude y los gordos como Gordo, o el viejo Stanislas, le daban casi pena, eran insignificantes a su lado. Su mayor orgullo era haber instalado un piso franco en pleno París, salón y dos dormitorios en la tercera planta de un edificio tranquilo, con dos salidas: la puerta de entrada, por supuesto, pero también el balcón del dormitorio, que permitía acceder directamente a una ventana de la escalera del edificio vecino. En caso de peligro, podría huir hasta el bulevar pasando por el recibidor del inmueble de al lado; todos los días se felicitaba por ello. Consideraba ese piso como un lugar de máxima seguridad, sobre todo porque nadie conocía su existencia, ni siquiera en Londres. Y el secreto era una de las reglas elementales de seguridad: cuanta menos gente estuviera al tanto, menos riesgo había de comprometerse, voluntariamente o no. La Resistencia estaba repleta de patéticos parlanchines, valientes patriotas, sin duda, pero capaces de contar de todo para impresionar a una mujer. En cuanto a los más callados, a los más secretos combatientes, no tenía claro que pudieran resistir la tortura. Él mismo se había visto en apuros para resistir los ejercicios en Beaulieu y los instructores en uniforme de las SS. Sí, ahora lo tenía claro: si le cogían, se mataría.

Nadie aparte de él conocía la localización del piso franco. Claro que lo revelaría a los jefes de la Sección F una vez en Londres, ya que podría servir de lugar de retirada para agentes en peligro. Pero había evitado cuidadosamente dar la menor información a sus contactos en París, ni siquiera a Marc, su operador de radio, instalado en un piso del distrito once cuya seguridad dejaba que desear; ni a Gaillot, su principal interlocutor, responsable de una red de la Resistencia, y que de hecho había pasado también por una formación del SOE. A Faron le gustaba Gaillot; era un hombre de unos cuarenta años, eficaz y discreto, un poco como él, que no hacía preguntas inútiles, y cuyos conocimientos en materia de explosivos eran impresionantes. Lo llamaría a él para el atentado del Lutetia.

Por la tarde, Faron se atrevió por fin a abandonar el piso. Se dirigió al de Marc, su pianista, para pedir instrucciones a Londres.

Se llamaba Marie, tenía veinticinco años. Faron la conoció al final de una mañana de niebla, cerca de una librería al lado de la estación Lyon-Perrache. El SOE había enviado al coloso al encuentro de una red que ayudaba a salir de Francia con destino a Gran Bretaña; un intermediario le esperaría en Lyon y lo llevaría a un pueblo desde el que operaba el comité de bienvenida de la red. Allí, un Lysander acudiría a recogerlo. Marie era la intermediaria. Ella recogía a los agentes en Lyon y los llevaba al campo, a un albergue utilizado como refugio de la red. Después, al día siguiente o varios días más tarde, según la situación, ella los llevaba al pueblo, donde se quedaban alojados hasta la noche de la partida.

Era guapa, bien proporcionada, viva, coqueta, fresca y de mirada inteligente. A Faron le gustó inmediatamente; llevaba mucho tiempo sin tratar con una mujer. Circularon primero en autobús y, discretamente, Faron se alisó la camisa para que se ajustase al cuerpo y revelase sus músculos. Continuaron luego en bicicleta, y en las subidas se esforzó en impresionarla con su rápida pedalada. Llegaron al albergue por la tarde, y apenas Faron tomó posesión de su cuarto, se metió en la ducha, se afeitó y se perfumó. Recordó entonces el efecto que había tenido la sección noruega sobre él y sus compañeros, en pleno entrenamiento escocés. Limpio y arreglado, Faron esperó sentado sobre la cama a que Marie viniese a su encuentro. Y siguió esperando.

Cuando ella llamó a la puerta de la habitación, sobre las nueve de la noche, Faron llevaba cuatro horas esperándola. Había tenido tiempo de hacer y deshacer la maleta, se había cambiado dos veces de camisa, había comprobado siete veces el mecanismo de su Browning, leído un libro de principio a fin, contado los dibujos de las cortinas, atado bien sus zapatos, dado cuerda al reloj, peinado y engominado nueve veces el pelo —que se había dejado crecer en Francia, porque su cráneo afeitado le hacía fácilmente identificable—, ajustado y desajustado el cinturón, comprobado sus dientes y su aliento tres veces, limado sus uñas y procedido a tres controles anticaspa, cepillándose el cuello de la chaqueta cada vez que sacudía demasiado la cabeza, para después comprobar en su espejo de bolsillo que ninguna partícula blanca reposaba desagradablemente sobre sus hombros. Al final se había dormido, recostado a medias sobre la cama, y los golpes en la puerta le habían sobresaltado. Marie. Se secó el hilo de baba que había brotado en sus labios y había dejado un charquito viscoso en la almohada, y se precipitó a abrir la puerta.

Marie, en el umbral, percibió la precipitación. Ese Faron le daba asco. Era feo, pagado de sí mismo, no tenía ninguna gana de ir a su habitación pero, como hacía horas que no le veía, quería asegurarse de que todo iba bien.

El coloso abrió la puerta y sonrió, presumido y meloso. Había debido de quedarse dormido después de peinarse, porque la gomina se había endurecido en la parte trasera de su pelo formando una especie de costra seca y rectangular. Marie tuvo que pellizcarse un brazo para reprimir la risa.

—¿Va todo bien?

—Sí.

Él había alargado mucho la i y Marie tenía la impresión de estar hablando con un retrasado.

—¿Has comido bien?

—No.

Entonces comprendió que estaba coqueteando.

—¿No qué? ¿Has comido mal?

—No, no he comido —dijo Faron con una sonrisa lánguida.

—¿Y por qué no has comido?

Empezaba a sentirse muy molesta.

—No sabía que debía ir a comer.

—¡Pero si te había dicho que fueras a comer a la cocina!

Faron no había escuchado nada; sí, seguramente ella le había dado varias consignas, la ducha, la discreción y todo lo demás, pero él se había perdido en sus pensamientos de amor y no había grabado una sola de sus palabras.

—Bueno. ¿Tienes hambre?

—Sí.

—Entonces baja a la cocina, es la puerta del fondo antes del comedor. No olvides lavar la vajilla cuando hayas terminado.

Él enarboló de nuevo su dulzona sonrisa.

—¿Cenamos juntos?

—Ni hablar.

Marie giró sobre sus talones, invadida por la aversión física que le inspiraba aquel hombre, sin saber siquiera por qué. Quizás fuese a causa de la antipatía que emanaba, de su aspecto falso. Es cierto que era impresionante, poderoso, el torso musculoso, los bíceps gruesos. Pero su horrible pelo grasiento, mal cortado, que crecía demasiado recto, como si se hubiese afeitado el cráneo durante mucho tiempo, su nariz excesivamente grande, sus largos brazos caídos y sus maneras de cerdo la asqueaban. Y su forma de hablar, tan desagradable, tan brusca. Y sus entonaciones demasiado fuertes. Pensaba a menudo en aquel otro agente con el que se había encontrado dos veces, en octubre y diciembre, de extraño nombre: Palo. Nunca olvidaría aquel nombre; era lo contrario que ese Faron, más joven, de unos veinticinco años, como ella. Guapo, bien proporcionado, inteligente y de ojos alegres. Tenía un modo elegante de fumar. Faron chupaba los cigarrillos de forma repugnante. Palo no, primero empezaba ofreciendo uno, después cogía uno de su pitillera, una bonita pitillera metálica, y sostenía el cigarrillo en la mano mientras seguía la conversación. Hablaba bien, ayudándose de las manos y haciendo girar el cigarrillo. Después lo ponía en la comisura de los labios, justo antes de terminar una frase, y lo encendía con gesto elegante, los ojos entornados, la cabeza un tanto inclinada hacia abajo, aspirando una larga bocanada y expulsando poco a poco el humo blanco, lejos de ella para no molestarla. Las dos veces lo había encontrado muy impresionante. Tranquilo, relajado, bromeando alegremente, como si no temiera nada de la vida. Ella, que en ocasiones tenía tanto miedo, miedo por ella y miedo por el futuro, miedo a que nunca sucediese nada bueno, había encontrado confianza con su sola presencia. Cuando le había visto fumar, había sentido ganas de estrecharse contra él. Cuando Faron fumaba, le daban ganas de vomitar.

Faron bajó a la cocina después de haberse arreglado de nuevo. No quería volver a Inglaterra sin haber probado antes a la francesita. Cogería vino de la cocina, llamaría a la puerta de su habitación, la invitaría a beber, beber ayudaba siempre, y cuando sintiera que el asunto iba por buen camino, jugaría su mejor baza: el cigarrillo. Había perfeccionado una forma muy personal de fumar, elegante y masculina, que las mujeres encontraban irresistible.

La cocina estaba completamente a oscuras. Se preparó un plato con pollo y pan. Descorchó una botella de vino, para Marie. Esperó un momento, de pie, sin comer. Como ella no venía, comió unos bocados de pollo: tenía hambre. De pronto, se rio solo, de buen humor ante la perspectiva del polvo cercano. Marie seguía sin llegar. Media hora después, cogió su plato y subió a su habitación. Escupió en el suelo para conjurar la suerte: si Marie entraba en su cuarto, era suya.

Ella llamó a la puerta quince minutos más tarde. Había ido a regañadientes: se marcharían al día siguiente y debía darle las consignas.

Él abrió la puerta, triunfal, y la hizo pasar, pero ella no se adentró más que un paso en la habitación, lo justo para cerrar la puerta y que no los oyeran.

—Buenas noches —dijo Faron amablemente.

Encendió un cigarrillo con indiferencia, el truco del cigarrillo funcionaba siempre. Ella recibió el humo en plena cara y tosió.

—Listo mañana a las seis de la mañana.

—A las seis. Bien.

—Entonces, buenas noches.

—¿Eso es todo?

—¿Cómo que si eso es todo?

—Pensaba que tú y yo podríamos…

Ella esbozó una mueca de asco.

—Ni lo sueñes. Buenas noches.

—¡Espera! —exclamó Faron disgustado.

—¡Buenas noches! —repitió Marie agarrando el pomo de la puerta.

Él intentó fumar más fuerte. Fumar, su última esperanza de seducirla. En lugar de exhalar, escupió.

—¡Espera! ¿Quieres fumar conmigo?

—¡Buenas noches!

—¡Espera! —dijo él rápidamente—. Tengo esto para ti… En caso de peligro.

Ella se detuvo en seco y se giró. Faron se precipitó hacia su maleta y sacó del doble fondo un pequeño revólver guardado en un estuche de piel. Su revólver de emergencia.

—Es para ti —murmuró—. Podrías necesitarlo.

En su habitación, Marie se ajustó la funda de piel al muslo, la ató e introdujo el revólver. Se bajó la falda. Se miró en el espejo: no se veía nada. Los ojos fijos en su reflejo, se levantó la falda y volvió a contemplar el arma. Faron se había quedado a dos velas, pero la verdad era que esos agentes ingleses le gustaban. Gracias a ellos, se sentía parte activa del esfuerzo de guerra. Palo, en sus dos visitas, le había dado un sobre para que lo dejase en un buzón en París. Mensajes codificados para un alto responsable de los servicios británicos de información, le había dicho. Ella se había estremecido, a partir de entonces hacía de correo para los servicios secretos. Haría la entrega al día siguiente, en París. En la Rue du Bac.