El padre sostenía entre las manos las postales, las manipulaba como si fuese el más valioso papel moneda. Las releía a diario.
Había dos, llegadas con dos meses de intervalo. Las había encontrado en su buzón. La primera, en octubre, a mediodía; había vuelto del trabajo expresamente, como todos los días, aunque casi había perdido la esperanza. Y entonces se había topado en el fondo de la caja de hierro con un pequeño sobre blanco, sin dirección, sin sello, sin nada. De inmediato supo que era su hijo. Había desgarrado el papel precipitadamente, y había encontrado aquella magnífica vista del lago Lemán, con el chorro de agua y las colinas de Cologny al fondo. La había leído y releído.
Mi querido papá:
Espero que estés de maravilla.
Aquí va todo bien. Pronto te contaré más.
Un beso,
Tu hijo
Y la había vuelto a leer, en su cabeza y en voz alta, leído muy deprisa y muy despacio, leído en un suspiro y articulando exageradamente para no perderse palabras. En su piso, había gritado, saltado de alegría, corrido por la habitación de su hijo y se había tumbado en su cama, había abrazado las mantas, besado los cojines. Por fin tenía noticias de su querido hijo. Había ido a buscar una foto enmarcada de Paul-Émile y había besado el cristal más de diez veces. Así que su hijo había renunciado a la guerra y había ido a refugiarse en Ginebra. ¡Qué alegría, qué alivio! El padre se había dejado invadir por una sensación de felicidad tan grande que necesitaba compartirla con alguien. Pero ya no había nadie con quien hablar. Entonces había decidido decírselo a la portera y había bajado a llamar a la puerta del chiscón para anunciarle la buena noticia. La portera había tenido que salir de la bañera, y en el quicio de la puerta, él le había leído la postal en voz alta, porque ella no la leería con la suficiente entonación y estropearía las bellas palabras de su hijo, y de hecho ella podía mirar pero no tocar porque a saber qué habrían tocado sus grasientas manos.
—¡Bien seguro en Suiza! —había exclamado el padre tras la declamación—. ¿Qué cree usted que está haciendo?
—No lo sé —había respondido la portera, indiferente, que sobre todo quería librarse de aquel pesado.
—¡Pero diga algo, mujer! ¿Qué puede estar haciendo en Ginebra?
—Conozco a alguien que conocía a alguien que vivía en Suiza y trabajaba en un banco —había dicho la portera.
—¡Un banco! —había gritado el padre golpeándose la frente—. ¡Pero claro! ¡Seguramente tiene un puesto importante en un banco! Cómo se nota que los suizos son buena gente: no tienen tiempo que perder con la guerra.
Y durante las semanas posteriores, se había imaginado a su hijo causando sensación en un despacho de lujo de un gran banco.
Acababa de llegar la segunda postal. Era una vista de la Place Neuve.
Mi querido papá
Pienso mucho en ti. Todo va bien.
Muchos besos
Tu hijo
Estaba dentro de un sobre idéntico al anterior, sin dirección ni sello. No se había fijado en ese detalle la primera vez, pero ahora se preguntaba cómo le llegaban esos envíos. ¿Paul-Émile estaba en París? No, habría venido directamente a verle. Y nunca se había olvidado de no cerrar la puerta con llave, imposible que no se hubiesen visto. No, estaba seguro: su hijo no estaba en París, sino en Ginebra. Pero, entonces, ¿quién había dejado esas dos tarjetas en su buzón, si no era su hijo? No lo sabía.
Las releía a diario. Según un ritual bien establecido. Era el mejor momento de su jornada y quería tomarse su tiempo, aprovechar cada segundo de lectura; debía estar en las mejores condiciones de concentración. Leía por la noche, después de la cena. Encendía las luces del salón, hacía sonar el silbato del tren eléctrico que no había guardado y se preparaba una taza de achicoria. Se instalaba en su sillón, abría el grueso libro donde había escondido sus dos tesoros, y después los miraba durante mucho tiempo. Los besaba. Los amaba. Las postales le parecían cada vez más hermosas. Se sentía casi allí también, caminando sobre los adoquines de los bulevares e inspirando el olor del lago. Leía siempre dos veces cada postal, antes de analizar los textos. Primero Paul-Émile había escrito: «Te contaré más». Después solo un lacónico «Todo va bien». ¿Había sucedido algún acontecimiento grave entre los dos envíos? ¿Y quién había dejado los sobres en su buzón? ¿Debía partir a Ginebra a reunirse con su hijo? Pero ¿cómo haría para encontrarle? Y si, durante ese tiempo, Paul-Émile viajara a París, se cruzarían, incluso aunque dejara la puerta abierta. No, debía esperar las próximas noticias, sin impacientarse. Su hijo estaba sano y salvo. Y había renunciado a la guerra. Eso era lo más importante. Sobre todo, no desesperar.