15.

En la Rue du Bac, el padre se moría de soledad.

Pronto haría seis meses que su hijo se había marchado y no tenía la menor noticia; hasta había olvidado su cumpleaños.

Se consumía de angustia y preocupación. No debería haber ni guerra, ni hijos, pensaba. Los días más tristes, llegaba a decirse que era mejor dejar de vivir. Y para no ceder a la tentación del vacío, se ponía el abrigo, su viejo sombrero de fieltro, y se marchaba a cruzar la ciudad. Se preguntaba qué itinerario habría seguido su hijo para abandonar París; casi siempre se dirigía hacia el Sena. Sobre los puentes, sollozaba.

En la Rue du Bac, el padre se moría de soledad. Los domingos, para no sucumbir, iba a sentarse en los bancos de las plazas, durante todo el día. Miraba a los niños jugar. Y se preguntaba qué serían de mayores.

Todas las mañanas iba a misa en una pequeña iglesia del distrito sexto. Rezaba con todo su fervor. Si Dios existe, nunca se está solo de verdad, pensaba. Todas las noches se arrodillaba en el salón, y volvía a rezar, para que su hijo estuviese bien y volviera. Los hijos nunca deben morir.

En la Rue du Bac, el padre se moría de soledad.