Las once siluetas reptaban a través de la noche. Habían llenado las camas de cojines para que ocuparan su lugar. Estaban justo delante de Dunham Lodge.
—Vamos a coger un coche —susurró Faron.
Key asintió, Aimé rio en silencio y Claude, pálido, se persignó: ¿por qué diablos se había dejado arrastrar en esa aventura?
Sin hacer ruido, muy excitados por su pequeña deserción, se apilaron a bordo de un vehículo militar. Faron se puso al volante; las llaves estaban como siempre detrás del parasol. Arrancó rápidamente antes de que nadie se diese cuenta, y desaparecieron por la pequeña carretera desierta que Gordo conocía de memoria.
En cuanto se alejaron de Dunham Lodge, un alegre jaleo invadió el habitáculo.
—¡Esto que estáis haciendo es formidable! —gritó Gordo, lleno de amor por sus compañeros.
—Lo formidable es que hayas conocido a esa chica —respondió Jos.
—Lo que sería formidable ¡es que no nos llevásemos una bronca! —gimió Claude, que tenía un nudo en el estómago.
Gordo guio a Faron, y llegaron enseguida. Aparcaron delante del pub. Gordo tenía el corazón en un puño. Los demás, encantados con la excursión, lamentaban no haber tomado la iniciativa antes. Entraron en grupo, como una fanfarria feliz, y se instalaron en torno a una mesa mientras Gordo se apostaba en la barra, sintiendo diez miradas clavadas a su espalda. Cuando se volvía, le hacían pequeñas señales de ánimo.
Al escrutar la sala, al principio Gordo no vio a su amada. Se esforzó en no desvelar ni un ápice de la inquietud que le atormentaba: ¿y si no venía esa noche?
Desde su mesa, los demás observaban con atención.
—¿Dónde está? —preguntó Frank, impaciente.
—No la veo —respondió Palo.
—¿Y Gordo hace esto todas las noches? —interrogó Aimé, todavía algo extrañado con aquella historia.
—Todas.
—Y pensar que no nos hemos dado cuenta de nada…
Permanecieron en silencio, atentos. Seguía sin aparecer.
Acodado sobre la barra, Gordo, para infundirse valor, pidió una cerveza, luego otra, y una tercera. No sucedía nada, ella no estaba allí. Al final, Aimé se acercó como embajador de la inquieta delegación.
—¿Y bien? ¿Dónde está tu chica? —preguntó.
Gordo se encogió de hombros; no lo sabía. Giró la cabeza en todas las direcciones con la esperanza de vislumbrarla entre la bruma de los cigarrillos, pero fue en vano. Sintió que las gotas de sudor empezaban a salpicarle la frente, se las secó rápidamente con el dorso de la manga y apretó los puños. No debía desesperarse.
Un cuarto de hora más tarde, Key y Stanislas fueron a sentarse junto a él para ayudarle a esperar, y luego le propusieron buscarla entre los muchos clientes.
—Dinos cómo es, te la vamos a encontrar.
—No está, no está aquí —gimió Gordo.
Su rostro se descomponía.
Media hora después, le tocó a Claude acercarse a levantarle la moral.
—Date prisa en encontrarla, Gordo, si no volvemos pronto, nos van a pillar.
Pasada una hora, como la chica seguía sin aparecer, los compañeros se dispersaron, hartos: algunos se quedaron en la mesa para jugar a las cartas, otros se dirigieron a los billares y a la diana de dardos. Palo se acercó a Gordo, preocupado.
—No lo entiendo, Palo. No está. ¡Siempre está!
Pasó otra hora, y luego otra más. Había que rendirse a la evidencia: no aparecería. Gordo se agarró a la barra, aferrado aún a su esperanza, pero al ver cómo se acercaban Key, Frank, Stanislas y Aimé, se dejó invadir por una terrible tristeza: había llegado el momento de volver al Lodge.
—Todavía no —suplicó—. Ahora no.
—Debemos irnos, Gordo —dijo Key—, lo siento.
—Si nos vamos, no la volveré a ver nunca más.
—Volverás. Durante los permisos. Volveremos todos si es necesario. Pero ya no va a venir. Esta noche no.
Gordo sintió que su corazón se encogía, se arrugaba, se secaba.
—Tenemos que irnos, Gordo. Si el teniente nos pilla…
—Lo sé. Gracias por lo que habéis hecho.
Laura asistía a la escena, apartada; tenía el corazón desgarrado. Fue a sentarse al lado del gigante para reconfortarle. Él dejó caer su gruesa cabeza sobre su hombro menudo, ella pasó la mano por su pelo sudoroso.
—Todo esto para nada… —suspiró Gordo—. Ni siquiera sé su nombre, no la encontraré nunca.
Entonces, los ojos de Laura empezaron a brillar.
—¡Nada nos impide saber su nombre!
Se levantó inmediatamente. Tuvo que atravesar un grupo de hombres borrachos, y después casi trepar a la barra para que el camarero, ocupado limpiando vasos, le prestase atención.
—Busco a Becky —preguntó.
Acababa de inventarse un nombre.
—¿A quién?
Para entenderse en aquel griterío, el empleado tuvo que ponerse una mano en la oreja.
—Es una chica que trabaja aquí —articuló Laura con esfuerzo.
—La única chica que trabaja aquí se llama Melinda. ¿Está buscando a Melinda?
—¡Sí, Melinda! ¿Está aquí?
—No. Está enferma. ¿Por qué la busca?
Laura balbuceó una explicación que el hombre no comprendió y él prosiguió su limpieza sin hacer más preguntas.
Los aspirantes habían observado la escena pero no habían podido escuchar la conversación. Laura se acercó a ellos, sonriente.
—Melinda —murmuró al oído de Gordo—. Se llama Melinda.
De pronto, el gigante se iluminó de felicidad.
—¿Y ha dicho algo más?
Laura dudó un instante. Gordo parecía tan feliz que no pudo evitar mentirle.
—Ha dicho que había hablado de ti.
Gordo estaba en las nubes.
—¿De mí? ¡De mí!
Laura se mordió el labio: no debería haberle dicho nada.
—Bueno… Se había dado cuenta de que venías.
—¡Estaba seguro! —gritó Gordo, que ya no la escuchaba.
Y, loco de felicidad, abrazó a Laura, después a Aimé, y a Palo, y a Key y a los demás, incluso a Faron.
Se marcharon alegremente, apilados de nuevo en la camioneta. Sobre la banqueta, Gordo se extasiaba de amor y felicidad.
—Estaba seguro —repetía—. Sabéis, a veces nuestras miradas se cruzaban y era… especial. En fin, ya me entendéis. Había alquimia.
—Química —corrigió Aimé.
—Eso, química, ¡una química del demonio!
Al volante, Faron observaba a Gordo por el retrovisor y sonreía. Estaba seguro de que Laura había mentido, y le parecía un gran favor. Pensando en lo que quizás podría esperarles en Francia, mentir para regalar un puñado de felicidad no era mentir de verdad.
Un centenar de metros antes de Dunham Lodge, Faron apagó el motor y los aspirantes empujaron el vehículo en silencio. Después, siguiendo las indicaciones de Key, penetraron en la casa sigilosamente para volver a sus dormitorios. Cuando estaban atravesando la sala, se encendió la luz. Ante ellos, con el dedo en el interruptor, se alzaba el teniente Peter.
Cabizbajos, se aguantaron las sonrisas. El teniente Peter gritaba, y David, sacado de la cama para la ocasión, traducía la mitad.
—El teniente dice que no está contento —anunció entre dos explosiones de gritos de rabia, en bata y con los ojos aún medio cerrados.
—De hecho, nos está insultando —corrigió Stanislas.
—Eso es lo que pensaba —susurró Aimé.
El teniente continuaba desgañitándose, saltando sobre sí mismo y azotando el aire con sus brazos largos y delgados.
Key explicó entonces en inglés que se habían marchado en busca de la amada de Gordo, y que era un caso de fuerza mayor.
La explicación no tuvo efecto, por así decirlo, en la cólera de Peter.
—¡Pero no se dan cuenta! ¡Y si les hubiese pasado algo, fuera, durante el toque de queda! ¡Soy responsable de ustedes!
David tradujo en un mal francés.
—No había peligro —respondió ingenuamente Claude—, habíamos cogido un coche.
Al traducirlo, el rostro de Peter se puso púrpura.
—¿Un coche? ¡Un coche! ¡Han cogido un coche! ¿Qué coche?
Por una ventana, Claude señaló el objeto del delito.
—¡Todo el mundo fuera! —vociferó el teniente.
Los aspirantes le siguieron en fila india. En el frío mordiente de la noche, Peter se instaló al volante del coche y David, tiritando y suspirando en pijama, se sentó a su lado.
—¡Han tenido suerte, podría enviarlos a todos a prisión! ¡Ahora, llévenme! ¡Llévenme lejos! ¡Yo también tengo ganas de salir y de divertirme!
Y los once, agolpados contra el maletero y los guardabarros, empezaron a empujar la camioneta militar.
—¡Más deprisa! —gritó el teniente, que había bajado la ventanilla—. ¡Quiero sentir el viento en el pelo!
Ocultos en la oscuridad, los aspirantes sonrieron. Había sido una fuga memorable. Lo volverían a hacer.
Peter también sonreía. Habían robado un coche, y todo para ir a ver a la enamorada de Gordo. Son formidables, pensaba. Y buscando las pocas palabras de francés que había aprendido al lado de sus aspirantes, gritó en la noche inglesa con tono autoritario:
—¡Banda de gilipollas! ¡Banda de gilipollas!
Y seguía sonriendo. Eran las personas más formidables que había conocido nunca.