12.

Por una carretera desierta de Cheshire, en la oscuridad del toque de queda, Gordo caminaba, solemne, con su peine en la mano. Sin aliento, se detuvo un instante y se atusó el pelo revuelto. A pesar del frío glacial de enero, su ropa, demasiado estrecha, estaba completamente sudada: no debería haber corrido tanto. Se secó la cara con el dorso de la manga, respiró hondo para infundirse valor, y recorrió los últimos metros que le separaban del pub. Miró su reloj, eran las once y media. Disponía de dos horas largas. Dos horas de exquisita felicidad. Por las noches, cuando todos dormían, se fugaba.

Al final de su permiso, los once aspirantes de la Sección F se habían presentado en la base aérea de Ringway, cerca de Manchester, donde tenía lugar la tercera etapa de su formación en el SOE. Debían permanecer allí hasta principios de febrero. Todos los aspirantes del Servicio pasaban por Ringway, uno de los principales centros de entrenamiento de paracaidistas de la Royal Air Force, ya que el lanzamiento en paracaídas era el medio más eficaz para transportar agentes desde Gran Bretaña hasta los países ocupados.

Habían llegado allí diez días antes. Su formación, condicionada por la urgencia de la situación europea, ya había dejado que desear —unos pocos meses de entrenamiento acelerado entre ciencia militar e improvisación—, pero la duda se había convertido en algo más el primer día en Ringway, cuando los habían obsequiado con una demostración calamitosa del método de lanzamiento que el SOE había puesto a punto.

Gracias a un ingenioso sistema de cables, el paracaidista no tenía absolutamente nada más que hacer que dejarse caer desde un agujero en el suelo del avión; una correa atada al paracaídas y enganchada al avión desplegaría de manera automática la tela a la altitud correcta, y al agente no le quedaría más que aterrizar como le habían enseñado en los entrenamientos. De esta forma, los aspirantes, alineados en una explanada de la base, habían observado con atención a un bombardero lanzar en vuelo rasante sacos de tierra mediante el susodicho sistema. Pero, aunque uno de los paracaídas se había desplegado por encima del primer saco unas decenas de metros después de su lanzamiento, el segundo y el tercero se habían estampado contra el suelo con un ruido sordo sin que nada hubiera pasado. El cuarto saco había planeado bajo un bonito paracaídas blanco; el quinto se había estrellado de nuevo. En semicírculo, los aspirantes habían contemplado el espectáculo, horrorizados, imaginando sus futuros cadáveres cayendo del cielo.

—¡Dios mío! —había gemido Claude, los ojos como platos.

—¡Hostias! —había dicho Aimé a su lado.

—¡Joder! —había exclamado Key.

—Es una broma, ¿verdad? —había preguntado Faron al teniente Peter.

Pero el teniente había sacudido la cabeza sin dejarse desanimar, y David, pálido también, había traducido: «Funcionará, funcionará, ya lo verán». En el avión, la tripulación tampoco se había rendido, y seguía lanzando sacos. Se abrió un paracaídas, luego otro, señal alentadora, y el teniente se mostró contento. Pero su alegría duró poco: el saco siguiente se estrelló lamentablemente en la hierba húmeda, produciendo dolor de estómago a los aspirantes.

A pesar de este episodio, se habían entrenado con exigencia, como siempre, corriendo por las pistas y los hangares. Es cierto que la escuela de Ringway no formaba expertos paracaidistas, de ahí el sistema de apertura automática. Pero debían estar listos para saltar en condiciones difíciles, a baja altitud y de noche. Lo más importante era aterrizar bien, con las piernas dobladas y juntas y los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, y dar al tocar tierra una voltereta sencilla, pero que no admitía lugar a error, bajo pena de romperse los huesos. Habían ensayado primero en el suelo, después a pequeña altura, sobre una silla, un taburete y, por último, una escalera. Desde la escalera, Claude gritaba cada vez que se lanzaba. Entre los ejercicios de salto, había también ejercicios físicos para no perder la buena forma adquirida durante la instrucción en Escocia, aprendizaje sobre material aeronáutico y, por encima de todo, sobre aviones: los bombarderos Whitley, que los lanzarían sobre Francia, y los Westland Lysander, pequeños aviones de cuatro plazas, sin armamento pero capaces de aterrizar y despegar en distancias muy cortas, y que irían a recuperarlos sobre el terreno al final de la misión, delante de las narices de los alemanes. Durante la visita a los aparatos en el suelo, los aspirantes, felices como niños, se habían sentado en las cabinas para jugar con los instrumentos de a bordo. Stanislas había intentado sin éxito iniciar a sus compañeros en el manejo de los mandos, pero todos se habían limitado a pulsar, al azar, cualquier botón, mientras Gordo y Frank se desgañitaban en los auriculares. El instructor, impotente y disgustado, se había quedado sobre la pista, sin poder hacer otra cosa que constatar la desbandada. A su lado, Claude, inquieto, había preguntado si no existía el riesgo de que uno de sus compañeros, con la excitación, largara una bomba de varias toneladas al mismo suelo.

El SOE se negaba a alojar a sus reclutas en Ringway, donde se entrenaban también soldados del ejército británico, comandos paracaidistas y tropas aerotransportadas. Tanta promiscuidad, incluso con militares, se consideraba peligrosa para los futuros agentes secretos. Así pues, alojaban a las diferentes secciones en Dunham Lodge, en Cheshire, y los aspirantes hacían el trayecto diario hasta la base en camioneta. De ese modo localizaron un pub, de camino a Ringway, y como al final de la primera semana les habían concedido un permiso de unas horas, habían ido todos allí. Nada más entrar en el establecimiento, se habían dispersado entre las dianas y las mesas de billar, pero Gordo se había quedado plantado sobre el pegajoso suelo, subyugado; acababa de ver, justo detrás de la barra, a la que le parecía la mujer más extraordinaria del mundo. Se había pasado largos minutos contemplándola, y se había visto invadido por una felicidad repentina e inexplicable: la amaba. Sin haberla visto más que unos instantes, la amaba. Entonces, tímidamente, se había instalado en la barra y había vuelto a admirarla, esa morena pequeña que distribuía pintas de cerveza con una gracia infinita. Adivinaba, bajo su estrecha blusa, su cintura de avispa y su cuerpo fino; hubiese querido estrecharla contra él y, de manera inconsciente, sobre su taburete, se había abrazado a sí mismo, conteniendo la respiración durante un buen rato. Después se había puesto a pedir cervezas, un montón de cervezas, balbuceando en su pésimo inglés, solo para que le prestase atención, y se había bebido cada jarra de un trago, para volver a pedir otra de inmediato. A ese ritmo, no necesitó mucho tiempo para estar completamente borracho, y su vejiga a punto de estallar. Había convocado a Key, Palo y Aimé a un gabinete de crisis en los servicios del pub.

—¡Pero, joder! ¿Has visto en qué estado estás, Gordo? —se había enfadado primero Key—. Si el teniente te viera así, ¡se acabaron los permisos!

Pero después no había podido evitar echarse a reír ante el espectáculo de Gordo borracho. Los ojos semicerrados como los de un miope sin gafas, mirando de arriba abajo a sus compañeros, vacilando ligeramente, apoyándose en las sucias paredes de los servicios, buscando equilibrio porque la cabeza le daba vueltas; se le trababa la lengua y agitaba las manos para explicarse mejor, pero era todo su inmenso cuerpo el que se movía. Balanceaba la cabeza adelante y atrás, desplegando su enorme mentón, agitando su pelo demasiado graso, con aspecto cómico, hablando excesivamente alto y con un tono a la vez serio y monocorde.

—Estoy enfermo, compañeros —había declarado al fin.

—Sí, eso es evidente —había respondido Aimé.

—No… Enfermo de amor. Es por la chica del bar —silabeó—. La-chi-ca-del-bar.

—¿Qué pasa con la chica del bar?

—La amo.

—¿Cómo que la amas?

—La amo de amor.

Se habían reído. Hasta Palo, que sin embargo conocía el amor repentino. Se habían reído porque Gordo no sabía amar; hablaba de chicas, de putas, de lo que conocía. Pero de amor, no sabía nada.

—Has bebido demasiado, Gordo —le había dicho Aimé dándole una palmada en la espalda—. No se puede amar a alguien que no se conoce. Hasta a la gente que conocemos bien, a veces nos cuesta amarla.

Se habían llevado a Gordo a Dunham Lodge, para que se le pasara la borrachera. Pero al día siguiente, sobrio, Gordo no había olvidado nada de su amor; y mientras los aspirantes efectuaban su primer salto desde un bombardero Whitley, y todos se retorcían de miedo, pensando en los sacos de tierra, él solo había pensado en ella. Envuelto en su uniforme verde, casco en la cabeza y gafas en los ojos, el gigante, planeando por encima de Inglaterra, tenía el alma completamente patas arriba.

Después de ese primer salto, Gordo había decidido tomar las riendas de su vida. Llevaba ya tres noches huyendo de Dunham Lodge en el mayor de los secretos, violando las leyes militares, para estar cerca de su amada. Abandonaba el dormitorio de puntillas; si algún compañero se preocupaba al verle levantarse, pretextaba dolor de estómago y algunos malos aires que soltar en el pasillo, y el compañero, somnoliento, lleno de gratitud, se dormía inmediatamente. Y entonces Gordo huía, en la oscuridad del toque de queda, y marchaba por la pequeña carretera desierta que llevaba hasta el pub, corriendo hacia su destino con el corazón latiendo a toda velocidad. Corría como un desesperado, y luego caminaba secándose la frente porque no quería que ella le viese sudar, y luego volvía a correr, porque no quería malgastar un segundo más sin verla.

En cuanto entraba en el pub, su corazón estallaba de nervios y de amor. Se hacía el despistado y luego buscaba a su amada con la mirada entre el gentío anónimo. Cuando por fin la veía, su corazón estallaba de felicidad. Se instalaba en la barra, y esperaba a que viniese a servirle.

Preparaba frases, pero no se atrevía a hablar, porque ella le intimidaba y porque su inglés era incomprensible. Entonces pedía sin cesar, solo por tener la ilusión de un intercambio, y se dejaba toda la paga. No quería saber nada de ella porque, mientras no supiese nada, seguiría siendo la mujer más extraordinaria del mundo. Podía imaginarse cualquier cosa de ella: su dulzura, su bondad, sus pasiones. Era exquisita, encantadora, divertida, deliciosa, sin el menor defecto, absolutamente perfecta. Tenían de hecho los mismos gustos, las mismas ambiciones; era la mujer de sus sueños. Sí, mientras no se conociesen, podía imaginarse lo que fuera: que a ella le parecía guapo, espiritual, valiente y lleno de talento. Que le esperaba todas las noches y si se retrasaba un poco, se desesperaba por no verle llegar.

Así, Gordo, a fuerza de soledad, se había convencido de que las historias de amor más hermosas eran las que se inventaba, porque los amantes de su imaginación no se decepcionaban nunca el uno al otro. Y podía soñar que alguien le amaba.

Al final de la tarde, cuando los aspirantes disponían de un poco de tiempo libre, Laura y Palo se encontraban en secreto en un minúsculo salón adyacente a la sala. Palo traía la novela que habían empezado en Lochailort y que seguían sin terminar; él leía muy despacio a propósito. En la habitación solo había un gran sofá, y él se sentaba primero, y después Laura se instalaba apoyada en él. Se soltaba el pelo rubio, y él respiraba su perfume cerrando los ojos. Si ella le sorprendía, le besaba en la mejilla; no un beso furtivo, un beso. Él se quedaba pasmado y a ella le divertía su efecto. «Vamos, ahora lee», decía, fingiendo impaciencia. Y Palo obedecía. A veces, llegaba a traerle un poco de chocolate, comprado a precio de oro con el dinero de France Doyle a un aspirante holandés. Creían que estaban completamente a solas en la salita. No se habían fijado en el par de ojos que los espiaban por el resquicio de la puerta. Gordo los observaba, emocionado. Al verlos, pensaba en su amada, y la imaginaba apoyada en él, abrazándole. Sí, un día se abrazarían, se abrazarían para no soltarse jamás.

Gordo solo pensaba en el amor. Consideraba que el amor podía salvar a los Hombres. Una noche, tras haber estado admirando a Palo y Laura desde su escondite, se unió a sus compañeros en los dormitorios donde solían mantener interminables conversaciones. Efectivamente encontró a Stanislas, Denis, Aimé, Faron, Key, Claude, Frank y Jos, tendidos sobre las camas, las manos detrás de la cabeza, en plena discusión.

—¿De qué habláis? —preguntó al entrar.

—Hablamos de chicas —respondió Frank.

Gordo esbozó una sonrisa. Sin saberlo, sus compañeros hablaban de amor, y el amor los salvaría.

—Me pregunto si volveremos a ver a las noruegas —declaró—. A mí me gustaban.

—Las noruegas… —suspiró alegremente Key—. Qué habríamos hecho en Lochailort si no hubiesen estado allí.

—Lo mismo —respondió Denis—. Correr y correr.

Los más jóvenes —Gordo, Key, Faron y Claude— sabían que no era verdad: a veces se habían arreglado simplemente por la posibilidad de cruzarse con ellas y no dar una imagen lamentable.

—¡Ay, mis niños! —exclamó Aimé—. Sois todos auténticos niños. Un día os casaréis, y se acabará lo de ligar. Espero que me invitéis a vuestras bodas…

—Claro —dijo Key—. Todos estaréis invitados.

Denis sonrió.

—¿Tú estás casado? —le preguntó Aimé.

—Mujer y dos niños que me esperan a salvo en Canadá.

—Los echas de menos, ¿verdad?

—Claro que los echo de menos. ¡Dios! Se trata de mi familia… Maldita sea, claro que sí.

—¿Cuántos años tienen?

—Doce y quince. Me recordáis un poco a ellos —dijo dirigiéndose a los más jóvenes—. Pronto serán también unos hombrecitos.

—¿Y tú, Stan, no estás casado? —dijo Key.

—No estoy casado.

Hubo un silencio triste. Key relanzó la conversación:

—En todo caso, no es aquí donde vamos a encontrar mujer alguna.

—Siempre nos quedará Laura —sugirió Faron.

—Laura está con Palo —replicó Aimé.

—De hecho, ¿dónde están? —preguntó Stanislas.

Hubo una carcajada general. Gordo no habló de su escondite. No quería que fuesen a molestarles. Los demás no comprendían nada del amor verdadero.

—Quizás estén follando —bromeó Faron—. ¡Qué suerte tiene Palo! Hace mucho tiempo que no echo un polvo.

—Follar es una buena prioridad —decretó Key, y algunos aprobaron.

—Follar no es nada —exclamó Gordo—. Hace falta más…

—¿Qué? —se burló Faron.

—Durante el permiso, estuve de putas en el Soho. Puta por la mañana, puta por la tarde, puta por la noche. Nada más que putas, todo el día. Y después le eché el ojo a una, una chica de Liverpool que hacía la calle en Whitefield Street. Figuraos que desde entonces no nos dejamos, varios días en la cama, casi como enamorados, y cuando le dije que tenía que marcharme, me estrechó entre sus brazos. Gratuitamente. ¿Acaso no es amor eso?

Se incorporó sobre su cama y contempló a sus compañeros.

—¿Acaso no es amor, eh? —repitió—. ¿No es amor, joder?

—Sí, Gordo —respondió Key—. Seguro que te ama.

—Así que ya veis, follar no es nada si no te abrazan después. ¡Hay que follar con amor!

Hubo un silencio, y todos se dieron cuenta de que Claude hacía rato que no abría la boca.

—¿Estás bien, Claude? —preguntó Aimé.

—Estoy bien.

Y Gordo hizo la pregunta que todos esperaban:

—Ñoño, si fueses cura, ¿ya no follarías?

—No.

—¿Nunca más?

—Nunca más.

—¿Ni siquiera con putas?

—Ni con putas, ni con nadie.

Gordo sacudió la cabeza.

—¿Y por qué no se puede follar cuando se es cura?

—Porque Dios no quiere.

—Pues bien, ¡está claro que nunca ha tenido los huevos llenos!

Claude palideció, los demás se echaron a reír.

—Eres gilipollas, Gordo —dijo Key—. Eres gilipollas, pero me haces gracia.

—No soy gilipollas, solo pregunto. Joder, tengo derecho a preguntar por qué los curas no follan. Todo el mundo folla. Entonces, ¿por qué los ñoños no pueden echar una canita al aire? ¿Eso qué quiere decir? ¿Que nadie quiere follar con Claude? Claude no es feo, tiene derecho a follar como todo el mundo. E incluso si fuera el más feo entre los feos, el rey de los feos, tendría derecho a irse de putas, de putitas cariñosas que se ocuparían bien de él. Yo te llevaría de putas, Ñoño, si quisieses.

—No, gracias, Gordo.

Volvieron a reír. Algunos empezaban a dormirse, se estaba haciendo tarde, y se prepararon para acostarse. Palo y Laura se unieron discretamente a sus compañeros. Gordo se dio una vuelta por todas las habitaciones para dar las buenas noches. Lo hacía todos los días, para asegurarse de que todos estaban en su dormitorio y no le iban a sorprender en plena evasión. Cuando volvió a su habitación, Key dormía, Palo parecía amodorrado y Claude tuvo apenas fuerzas para pulsar el interruptor al lado de su cama y apagar la luz. En la oscuridad, Gordo sonrió. No tardarían en dormirse profundamente. Pronto se levantaría.

Al final de su segunda semana, los aspirantes tenían que llevar a cabo una serie de saltos que les daban pánico. El tercer nivel era el más aterrador y el más peligroso de la formación del SOE: los paracaidistas se entrenaban para saltos arriesgados, a baja altitud, porque para sobrevolar los países ocupados sin ser detectados por los radares enemigos, los bombarderos de la RAF volaban a unos doscientos metros de altura. El salto duraba apenas unos segundos, veinte como mucho. El procedimiento estaba perfectamente pautado: desde la cabina, el piloto y el meteorólogo de a bordo tenían la responsabilidad de decidir el momento del salto en función de la altitud y la situación geográfica, y de dar la orden a la cabina, donde un jefe de salto, encargado de dirigir el lanzamiento de paracaidistas y del material, lo organizaba todo. Una luz roja se encendía cuando el avión sobrevolaba la zona de lanzamiento; el jefe de salto colocaba uno por uno a los agentes encima de una trampilla abierta en el suelo del avión y después, con una palmada en el hombro, daba la señal de saltar. Entonces había que dejarse caer al vacío, el cable metálico se tensaba y el paracaídas se abría solo, manteniendo el cuerpo en el aire unos instantes. La sacudida de la apertura del paracaídas les indicaba que debían prepararse para tocar el suelo en pocos segundos. Plegaban rápidamente las piernas y aterrizaban como les habían enseñado, lo que, en el mejor de los casos, equivalía a caer desde tres o cuatro metros.

El final de la segunda semana de entrenamiento en Ringway marcó el final del mes de enero. Y llegó el cumpleaños del padre. Palo pensó en él todo el día, sentía no poder dar señales de vida; ni carta, ni teléfono, nada. Su padre se iba a creer que le había olvidado. Estaba triste. Por la noche, le asaltaban los remordimientos de tal manera que no consiguió conciliar el sueño a pesar del cansancio. Hacía más de una hora que todos sus compañeros roncaban y seguía dándole vueltas, mirando fijamente al techo desde su estrecho camastro. Tenía tantas ganas de abrazar a su padre… «Feliz cumpleaños —le habría dicho—, padre maravilloso. Mira en lo que me he convertido gracias a tu magnífica educación». Le haría unos buenos regalos, un libro raro encontrado en un librero al borde del Sena, una pequeña acuarela pintada por él mismo, una fotografía en un bonito marco para su desabrido despacho. Con la paga del ejército británico, podría incluso regalarle una bonita chaqueta de tweed inglés que le sentaría como un guante. Tenía un montón de ideas. A partir de ese día, ahorraría para colmar a su padre de regalos cuando se volviesen a encontrar. Soñaba con el viaje que harían juntos, el transatlántico hasta Nueva York, primera clase, claro, podría permitírselo. O, mejor aún, irían en avión, y en nada de tiempo conocerían horizontes nuevos; cuando lloviera en París se marcharían al sur, a explorar Grecia o Turquía, y se bañarían en el mar. Su padre le consideraría el más formidable de los hijos, y le diría: «Hijo, qué suerte tengo de tenerte», y él respondería: «Todo lo que soy, te lo debo a ti». Y también le presentaría a Laura. Quizás ella se trasladase a vivir a París. Fuera como fuese, los domingos comerían en los mejores restaurantes, el padre se pondría su elegante chaqueta inglesa; Laura, sus pendientes de nácar, y todo el mundo, camarero, maître, sumiller, clientes, aparcacoches, los miraría con admiración. Al final de la comida, con las manos juntas sobre la mesa, el padre, conquistado por Laura, rezaría en secreto por una boda y por unos nietos. Y sería la vida más hermosa que nadie hubiese podido imaginar. Sí, Palo quería casarse con Laura porque, cuanto más la conocía, más se convencía de que era la única mujer a la que podría amar de verdad en toda su existencia.

Inmóvil en su cama, escuchaba los ronquidos, esos gruñidos desconocidos hacía apenas unos meses y que, en ese momento, eran murmullos tranquilizadores. Y soñaba que formarían una hermosa familia, él, su padre y Laura. Fue entonces cuando vio en la oscuridad la enorme silueta de Gordo, que se levantaba de su cama, y caminaba de puntillas para salir de la habitación.