10.

Londres, madrugada del 9 de enero. Estaban de vuelta en la capital. El grupo ya solo contaba con once aspirantes: Stanislas, Aimé, Frank, Key, Faron, Gordo, Claude, Laura, Denis, Jos y Palo. Tras cinco semanas en Lochailort, habían finalizado su escuela de resistencia. Pero, con el dolor del duelo de Rana, su éxito se reducía a un poso amargo.

Era de noche, Inglaterra aún dormía. La estación Victoria estaba desierta y congelada. Los pocos pasajeros caminaban con prisa, el cuello levantado y el rostro azotado por el viento. En el exterior, el hielo cubría las aceras, y los coches avanzaban con prudencia por los bulevares. Un aire puro y poderoso barría la ciudad. El cielo estaba despejado.

Los aspirantes habían completado poco más de la mitad de su formación: les quedaban tres semanas de entrenamiento paracaidista, y después cuatro semanas de formación en técnicas de seguridad en las misiones. Ahora gozaban de una semana de permiso, y querían disfrutar de todo lo que habían echado de menos durante los dos primeros periodos de entrenamiento: cabarets, buenos restaurantes y habitaciones de hotel limpias. Gordo hablaba de irse de putas, Claude buscaba una iglesia.

Cuando el grupo se dispersó tras algunos abrazos y las recomendaciones del teniente Peter, Palo se encontró solo con Laura. Se habían esperado.

—¿Qué tienes pensado hacer? —preguntó ella.

—No estoy seguro…

No tenía familia, ni ningún deseo en particular. Pasearon un momento por Oxford Street: las tiendas se despertaban, los escaparates se iluminaban. Al llegar a Brompton Road, cerca de Piccadilly, pidieron un desayuno en un cálido restaurante contiguo a unos grandes almacenes. Sentados sobre unos inmensos sillones, contemplaron a través del gran ventanal la ciudad de Londres, que brillaba con miles de luces en el envoltorio todavía oscuro de la mañana. Palo pensó que era una ciudad magnífica.

Laura se disponía a pasar su permiso en Chelsea, en casa de sus padres, que creían que se había alistado en el FANY, en una base en Southampton. El First Aid Nursing Yeomanry era una unidad compuesta en exclusiva por mujeres, todas voluntarias, que servían como enfermeras, auxiliares de logística del ejército británico o hasta conductoras para el Auxiliary Transport Service. Algunas compañías estaban destinadas incluso en el continente, especialmente en Polonia.

—Podrías venir conmigo —propuso a Palo.

—No querría molestar.

—La casa es grande, y nosotros tenemos personal.

Palo esbozó una sonrisa: ellos tenían personal. Esa puntualización, después de lo que habían sufrido, le divirtió.

—¿Y cómo se supone que nos hemos conocido?

—No tienes más que decir que trabajamos en la misma base. En Southampton. Eres un voluntario francés.

Él asintió con la cabeza. Casi convencido.

—Y ¿qué hacemos allí?

—Trabajos generales, eso bastará para todas las respuestas. O si no, digamos que en las oficinas. Sí, estamos en las oficinas, es más sencillo.

—¿Y nuestras marcas?

Laura se pasó las manos por las mejillas. Tenían, los dos, de hecho los once aspirantes, hematomas, arañazos y pequeñas cicatrices que habían acumulado durante los entrenamientos, en las manos, en los brazos, en la cara, en todo el cuerpo. Laura adoptó un aire malicioso.

—Nos empolvaremos la cara, como las señoras ancianas. Y si nos hacen alguna pregunta, diremos que hemos tenido un accidente de coche.

A Laura sus ideas le parecían formidables, y Palo le sonrió. Pasó furtivamente la mano por la suya. Sí, la quería, estaba seguro. Y sabía que él no la dejaba indiferente; lo había sabido cuando ella le pidió que la abrazase, tras la muerte de Rana. Nunca se había sentido tan hombre como cuando la había estrechado entre sus brazos.

Pasaron por el departamento de cosméticos de los grandes almacenes para comprar maquillaje, y se pusieron un poco sobre las cicatrices de sus caras. Después tomaron el autobús en dirección a Chelsea.

Era un palacete demasiado grande para sus padres solos, un bonito edificio cuadrado, de ladrillo rojo, cuyas fachadas estaban adornadas con faroles de hierro y cubiertas de enredadera, deshojada por el invierno. Tenía dos pisos más la planta baja y las buhardillas, una escalera principal y una escalera de servicio. A Palo le había parecido escuchar que el padre de Laura se dedicaba a las finanzas, pero se preguntaba lo que las finanzas podían aportarle en aquella época. Quizás se dedicaba al armamento.

—No está nada mal tu casa —dijo, contemplando el edificio.

Laura se echó a reír y avanzó hasta los escalones. Llamó. Como un visitante, para dar una sorpresa.

Richard y France Doyle estaban terminando el desayuno. Eran las nueve de la mañana. Se miraron, extrañados: ¿quién podría ser tan temprano? Y por la puerta principal, además. Quizás venían a entregar algo, pero las entregas pasaban siempre por la puerta de servicio. Curiosos, se dirigieron rápidamente hasta la entrada, adelantando a la doncella, que era un poco paticorta. El padre se alisó el bigote y se colocó el nudo de la corbata antes de abrir.

—¡Laura! —exclamó la madre al descubrir a su hija al otro lado de la puerta.

Y los dos la abrazaron con fuerza.

—Estamos de permiso —explicó Laura.

—¡De permiso! —se alegró el padre—. ¿Por cuánto tiempo?

—Solo una semana.

France aguantó un gesto de disgusto.

—¿Una semana solamente? ¡Y no hemos tenido noticias tuyas!

—Lo siento, mamá.

—Telefonea al menos.

—Telefonearé.

Los Doyle llevaban dos meses sin ver a Laura; su madre la encontró más delgada.

—¡No os dan nada de comer!

—Es la guerra.

La madre suspiró.

—Tendré que resignarme a quitar las rosas para sembrar un huerto. Plantaré patatas.

Laura sonrió y besó de nuevo a sus padres, antes de presentar a Palo, que había permanecido educadamente sobre los escalones con los equipajes.

—Este es Palo. Un amigo. Un voluntario francés. No tenía adónde ir durante el permiso.

—¡Un francés! —exclamó France en francés.

Y declaró que todos los franceses del mundo entero serían bienvenidos en su casa, sobre todo los valientes.

—¿De dónde viene? —le preguntó.

—De París, señora.

—¡Ah! París… —se maravilló ella—. ¿Y qué noticias nos trae de París?

—París va bien, señora.

Ella apretó los labios. Si París fuese bien, seguro que Palo no estaría allí.

Laura y Palo conversaban con Richard; France ya no escuchaba, se contentaba con mirar, perdida en sus propios pensamientos. Percibió algunos fragmentos del mal inglés del visitante; le agradó su forma de hablar, educada, inteligente. Y no dudó ni un segundo de que a su hija le gustaba ese chico. La conocía bien. Volvió a mirar a Palo, tenía marcas en las manos y en el cuello. Rozaduras, marcas de guerra. Ni él ni Laura estaban en Southampton. Lo sabía, instinto maternal. Pero entonces ¿dónde servían? ¿Por qué su propia hija le había mentido? Con el fin de calmar su preocupación, llamó a la doncella para que preparase las habitaciones.

Fue una bonita jornada. Laura paseó con Palo por Chelsea, y como seguía luciendo un sol radiante, cogieron el metro hasta el centro. Dieron una vuelta por Hyde Park, en medio de una multitud de paseantes, soñadores y niños. Se cruzaron por el camino con algunas ardillas que desafiaban el invierno, y patos cerca de los estanques. Comieron pasteles salados en una cafetería al borde del Támesis, luego deambularon hasta Trafalgar Square, y después, sin darse cuenta, hasta Northumberland House. Donde todo había comenzado.

De regreso en casa de los Doyle, al final de la tarde, a Palo le asignaron una bonita habitación del segundo piso; hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la intimidad de una habitación para él solo. Se tumbó un momento en la mullida cama y después se dio un baño ardiente, para librarse de la grasa de Surrey y de Escocia; en el espejo del cuarto de baño, contempló detenidamente su cuerpo, plagado de heridas y golpes. Después, seco, afeitado, peinado, y con el torso descubierto, deambuló por la tibia habitación, hundiendo sus pies desnudos en la espesa moqueta. Y se detuvo en la ventana para contemplar el mundo. Caía la noche, y ese crepúsculo parecía confundirse con el alba de esa misma mañana, bañando las calles y las bonitas y tranquilas casas en una atmósfera azul oscuro. Miró los jardincitos barridos por el viento que se había levantado, y los grandes árboles desnudos de la avenida animados rítmicamente por las ráfagas. Sopló contra el frío cristal y, en el círculo de vaho, escribió el nombre de su padre; era enero, el mes de su cumpleaños. ¡Qué solo debía de estar su padre, qué triste y abandonado debía de sentirse! Eran una familia muy pequeña, y Palo la había roto.

Laura entró en la habitación sin hacer ruido, y él solo se dio cuenta cuando ella le puso las manos sobre las costillas marcadas de hematomas.

—¿Qué haces? —preguntó, intrigada al verle medio desnudo en la ventana.

—Estaba pensando.

—Sabes lo que diría Gordo, ¿eh?

Palo asintió con la cabeza, divertido, y exclamaron juntos, imitando el tono entrecortado y melancólico de su compañero: «No pienses en cosas malas…». Rieron.

Laura había traído un pequeño bote de maquillaje y aplicó algunos toques sobre la cara de Palo, para seguir con su estratagema, que no engañaba a nadie. Él la dejó hacer, feliz de que le tocara el rostro. Ella se había puesto muy elegante, con un toque de maquillaje, una falda verde manzana y perlas de nácar en las orejas. Era tan bella…

—¿Qué te has hecho? —preguntó ella al ver la larga cicatriz que marcaba su pecho, en el lugar del corazón.

—Nada.

Puso su mano sobre la cicatriz. Estaba convencida de querer a ese chico, pero nunca se atrevería a confesárselo. Era verdad que habían pasado mucho tiempo juntos, durante el curso en Escocia, pero siempre parecía tan serio, tan preocupado por la marcha del mundo, que seguro que no se había dado cuenta de cómo le miraba. Recorrió la cicatriz con la yema del dedo.

—No has podido hacerte algo así durante los entrenamientos.

—Es anterior.

Laura no insistió.

—Ponte una camisa, la cena está servida.

Salió de la habitación regalando una sonrisa a su francés.

Palo vivió en Londres una semana maravillosa. Laura le enseñó la ciudad. Aunque hubiese pasado varias semanas allí durante su reclutamiento, no la conocía. Laura le enseñó todas las heridas del Blitz y los barrios en ruinas; los bombardeos habían causado muchos destrozos, hasta Buckingham Palace se había visto afectado, y cuando la Luftwaffe machacaba Londres, los ingleses se habían visto obligados a esconderse en el metro en algunas ocasiones. Es lo que había hecho que Laura se decidiera a ingresar en el SOE. Dejando de lado la guerra y sus estigmas, fueron al cine, al teatro, a los museos. Fueron al zoo real; tiraron pan seco a las grandes jirafas y saludaron a los viejos leones, señores miserables en sus jaulas. Una tarde se cruzaron por casualidad en una calle con dos agentes austriacos, a los que habían visto en Arisaig House, pero fingieron no conocerse. A veces Palo se preguntaba qué había sido de sus amigos en París; seguramente estaban estudiando, preparándose para ser profesor, médico, ingeniero, agente de seguros, abogado. ¿Quién de ellos podría imaginarse lo que estaba haciendo?

La víspera de la partida, descansaba en su habitación, solo, tumbado en la cama. France Doyle llamó a la puerta y entró, con una bandeja en la mano sobre la que traía una tetera y dos tazas. Palo se levantó educadamente.

—Así que os vais mañana, ¿no? —suspiró France.

Su voz tenía la misma entonación que la de Laura. Se sentó sobre la cama, al lado de Palo. Con la bandeja sobre las rodillas, llenó las tazas en silencio. Le tendió una.

—¿Qué está pasando de verdad?

—¿Disculpe?

—Sabes bien de qué hablo —dijo mirando fijamente al joven—. No estáis destinados en Southampton.

—Sí, señora.

—¿En qué base?

Palo, sorprendido por la pregunta, permaneció mudo de entrada. No estaba preparado para que le interrogasen sin Laura; si ella hubiese estado allí, habría sabido qué decir. Intentó arreglarlo, pero la duda había sido demasiado evidente; inventar un nombre ya no serviría de nada.

—No tiene importancia, señora. A nuestros superiores no les gusta que demos información sobre la base.

—Sé que no estáis en Southampton.

Un largo silencio invadió la habitación. No un silencio incómodo, sino un silencio de confianza.

—¿Qué sabe exactamente?

—Nada. Pero he visto las marcas de vuestros cuerpos. Siento que Laura ha cambiado. No para mal, al contrario… Sé que no está en el FANY, transportando cajas de coles. Transportar verduras no te cambia así en dos meses.

De nuevo silencio. France continuó:

—Tengo tanto miedo, Palo. Por ella, por vosotros. Debo saberlo.

—No se va a quedar más tranquila.

—No lo dudo. Pero al menos, sabré por qué me inquieto.

Palo la miró. Vio en ella a su padre. Si hubiese sido su padre, y él hubiese sido Laura, él habría querido que ella se lo dijera. Le resultaba insoportable que su padre no supiera nada. Como si ya no existiera.

—Júreme que no revelará nada.

—Lo juro.

—Júrelo más. Júrelo por su alma.

—Lo juro, hijo.

Le había llamado hijo. De pronto, se sentía menos solo. Se levantó, comprobó que la puerta estaba bien cerrada, volvió a sentarse cerca de France y murmuró:

—Hemos sido reclutados por los servicios secretos.

La madre se tapó la boca con la mano.

—¡Pero sois tan jóvenes!

—Es la guerra, señora. Y no puede hacer nada. No puede detener a Laura. No diga nada, finja que no sabe nada. Si cree en Dios, rece. Si no cree, rece también. Quédese tranquila, no nos pasará nada.

—Cuida de ella.

—Lo haré.

—Júralo también.

—Lo juro.

—Es tan frágil…

—Menos de lo que usted cree.

Sonrió para tranquilizarla. Se quedaron un buen rato juntos, en silencio.

Al día siguiente, Palo y Laura dejaron la casa de Chelsea después de comer. La madre cumplió su promesa. En el momento de despedirse, deslizó discretamente algunas libras esterlinas en el bolsillo del abrigo de Palo.

—Cómprale chocolate —murmuró—. Le gusta tanto el chocolate…

Él asintió, esbozó una última sonrisa. Y se marcharon.