9.

Y aprendieron a preparar atentados.

La enseñanza del sabotaje con explosivos constituía una parte importante del programa escocés. Pasaron muchas horas familiarizándose con el potentísimo explosivo a base de hexógeno, argamasa y plastificante, desarrollado por el real arsenal de Woolwich, al que los americanos habían bautizado como plástico tras recibir del SOE una muestra inicialmente destinada a Francia cuyo embalaje llevaba etiquetado, en francés, explosif plastique. El plástico era el explosivo más utilizado por el SOE, que lo apreciaba sobre todo por su gran estabilidad: resistía los choques violentos, temperaturas muy altas e incluso podía quemarse. De ese modo, era ideal para las condiciones de transporte, a veces caóticas, de los agentes en misión. Se asemejaba en su aspecto a la mantequilla, maleable hasta el punto de poder adoptar cualquier forma, y su olor recordaba al de las almendras. La primera vez que los aspirantes habían amasado algunos trozos, Gordo, plantando su nariz encima, había inspirado profundamente y había declarado: «¡Me lo comería!».

Una vez que tuvieron la base teórica necesaria, hicieron estallar troncos de árboles, rocas e incluso pequeñas construcciones, utilizando bombas que habían preparado ellos mismos, provistas de un temporizador o de un sistema de detonación manual que podían accionar a distancia mediante un cable. En este último ejercicio, quien se reveló la mejor artificiera del grupo, rápida y ágil, no fue otra que Laura, cuyas aptitudes el teniente Peter destacó varias veces. Sus compañeros la observaban preparar la carga, concentrada, el ceño fruncido y los labios apretados. Colocaba el explosivo en una roca y después se llevaba consigo, desplegándolo con celeridad, el cable que accionaría el detonador, mientras el resto de los miembros del grupo la miraban embelesados a considerable distancia. Atentaba con elegancia. Recorría los últimos metros más rápidamente aún, hasta llegar a la loma tras la que se refugiaban todos, cuerpo a tierra, y rodaba hacia ellos. Solía apostarse contra Gordo, porque era un buen apoyo —luego Gordo se quedaba embobado el resto del día— y miraba al instructor, que aprobaba, sonriendo, con un sobrio movimiento de cabeza. Laura desencadenaba entonces una formidable explosión que doblaba los árboles y asustaba a los pájaros, que levantaban el vuelo en una nube cacofónica. Solo en ese momento su rostro se relajaba.

Más tarde recibieron lecciones sobre cómo sabotear trenes, lo que permitía entorpecer los movimientos de las tropas alemanas a través de Francia. La compañía ferroviaria West Highland Line, a petición del gobierno británico, había instalado raíles y un tren entero en Arisaig House, para que los agentes del SOE pudiesen formarse en condiciones reales. Los aspirantes aprendieron a torcer vías, a hacer descarrilar vagones, a colocar cargas explosivas en los raíles, bajo un puente, sobre el tren, de día, de noche; podían elegir entre accionar ellos mismos la carga al paso del convoy desde las inmediaciones del lugar del atentado, o emplear, para inutilizar vías o depósitos, una de las mejores creaciones de los laboratorios experimentales: The Clam, una bomba lista para su uso, que incluía un imán que permitía adherirla a los raíles y cuyo reloj provocaba la explosión treinta minutos después de ser armada. Tenían a su disposición una variada batería de objetos trampa, como bombas de bicicleta que explotaban al ser utilizadas o cigarrillos llenos de explosivo, desarrollados principalmente por la estación experimental XV, The Thatched Barn, situada en Hertfordshire, aunque su eficacia dejaba a veces que desear. En el tren de prácticas, los aspirantes también siguieron un curso rudimentario de conducción de locomotoras.

Entre tanto, iban transcurriendo los días de diciembre, atormentados y violentos. Estaba cada vez más oscuro, como si, de pronto, la noche se hubiese hecho continua. Los aspirantes siguieron entrenándose, y sus progresos se hicieron fulgurantes: había que verlos, con sus granadas y sus explosivos; había que verlos en los recorridos de obstáculos; había que verlos reparando las deficiencias de sus ametralladoras Sten. Había que ver a Claude pidiendo perdón a Dios mientras cambiaba los cargadores; a Rana que, para darse valor en ciénagas de barro glacial, gritaba toda suerte de palabrotas; a Faron, colosal, que podía batir desarmado a cualquiera, si no decidía alojarle una bala justo entre los ojos; a Frank, seco y vivo, rápido como la tormenta. Había que ver a Stanislas, a Laura, a Jos, a Denis, los extranjeros; a Aimé, a Gordo y a Key, siempre dispuestos a gastar bromas, incluso en pleno ejercicio de comando. ¿Cuántos de entre ellos, al dejar Francia, hubiesen podido imaginar que se sentirían tan pronto aptos para la guerra? Porque hay que decirlo: se sentían fuertes y capaces, terriblemente capaces, de acabar con regimientos enteros, y hasta les parecía que podían vencer a los alemanes. Qué insensatez. Ayer eran todavía los hijos de Francia, magullados y ateridos, y hoy eran un pueblo nuevo, un pueblo de combatientes, cuyo futuro estaba en sus propias manos. Es cierto que habían dejado atrás lo que más querían, pero ya no sufrían, sino que harían sufrir. Además, a su alrededor, la guerra adoptaba una amplitud desmesurada, desencadenada e indomable: en Europa, la Wehrmacht estaba a las puertas de Moscú y, en el Pacífico, Hong Kong era el campo de una violenta batalla desencadenada por los japoneses. El 20 de diciembre, Denis leyó a sus compañeros un artículo que contaba cómo los ingleses, ayudados por los canadienses, los indios y fuerzas voluntarias para la defensa de Victoria-Hong Kong, resistían heroicamente desde hacía varios días al asalto de las fuerzas niponas.

Cuando llegó el 25 de diciembre, llevaban más de tres semanas en Escocia. Slaz el Cerdo, exhausto y enfermo de cansancio, quedó descartado: ya solo quedaban doce aspirantes en el seno del grupo. El agotamiento había minado poco a poco su moral; tenían los rostros demacrados, hastiados, preocupados: a medida que pasaban los días de entrenamiento, la guerra se acercaba inexorablemente. A partir de entonces, cuando Palo pensaba en Francia, le invadía a la vez un sentimiento de confianza y de miedo; sabía de lo que era capaz su grupo, habían aprendido a matar con las manos, a poner bombas y a volar por los aires edificios, trenes, convoyes de soldados. Pero cuanto más miraba a sus compañeros, más se perdía en sus rostros, dulces, demasiado dulces a pesar de las costras de los combates, y no podía evitar pensar que la mayoría de ellos moriría sobre el terreno, aunque solo fuese para dar la razón al doctor Calland. Y Palo no podía concebir que Gordo, encaprichado con las chicas, Claude el piadoso, Rana el débil, Stanislas y su ajedrez, Key el encantador, Laura la maravillosa inglesa y todos los demás no tuvieran quizás otro futuro que el horizonte de esa guerra. Ese pensamiento bastaba para dejarlo descorazonado: estaban dispuestos a sacrificar sus vidas ante las balas o ante la tortura, para que los Hombres siguiesen siendo Hombres, y ya no sabía si era un acto de amor altruista o la estupidez más grande que se les hubiera pasado por la cabeza; ¿sabían siquiera adónde iban?

La Navidad acentuó su angustia.

En la sala, Gordo recitaba menús imaginarios:

—«Asado de jabato en salsa de grosellas, perdiz rellena, quesos y pasteles enormes de postre».

Pero nadie quería escucharle.

—Nos importan un bledo tus menús —le regañó Frank.

—Podríamos ir a pescar —insistió Gordo—. Entonces sería: rodajas de salmón y salsa al vino.

—Es de noche, hace frío. ¡Déjalo ya, joder!

Gordo se alejó del resto para recitar sus menús en soledad. Si nadie quería comer, él comería en su imaginación, y comería bien. Se introdujo en su dormitorio y, registrando su cama, sacó un trocito de plástico que había robado. Lo olisqueó, le gustaba ese olor a almendras; pensó en su asado de jabato, volvió a oler y, salivando, lamió el explosivo.

Aimé, Denis, Jos y Laura jugaban a las cartas.

—Joder, joder —repetía Aimé mientras tiraba sus ases.

—¿Por qué dices joder si tienes ases? —preguntó Jos.

—Digo joder cuando me da la gana. ¿Es que aquí no se puede hacer nada? ¡Ni celebrar la Navidad, ni decir joder, nada de nada!

En los rincones, los solitarios miraban al vacío pasándose la última botella de alcohol que habían robado a los polacos. Rana y Stanislas jugaban al ajedrez y Rana dejaba ganar a Stanislas.

Key, sentado en una habitación contigua, vigilaba discretamente la sala y las conversaciones. Aunque no era el mayor del grupo, era el más carismático y se le consideraba tácitamente el jefe. Si él decía que había que cerrar la boca, los aspirantes la cerraban.

—Los otros están mal —susurró Key a Palo, instalado junto a él como de costumbre.

Ambos se apreciaban mucho.

—Podríamos ir a buscar a las noruegas —propuso Palo.

Key hizo una mueca.

—No estoy seguro. No creo que ayude mucho. Se van a ver obligados a hacer el imbécil. Ya los conoces…

Palo esbozó una sonrisa.

—Sobre todo Gordo…

Key también sonrió.

—De hecho, ¿dónde anda? —preguntó.

—Arriba —respondió Palo—. Está cabreado. Por culpa de sus menús de Navidad. ¿Sabías que come plástico? Dice que es como chocolate.

Key miró al cielo, y los dos compañeros resoplaron.

A medianoche, Claude hizo una procesión solitaria por la casa, sosteniendo el gran crucifijo que había traído en su equipaje. Cantó una canción de esperanza y desfiló entre aquellos infelices. «¡Feliz Navidad!», exclamó. Cuando pasó al lado de Faron, este le arrancó el crucifijo y lo partió en dos, gritando: «¡Muerte a Dios!». Claude permaneció impasible y recogió los dos trozos sagrados. Key estaba a punto de saltar sobre Faron, pero Claude le detuvo.

—Te perdono, Faron. Sé que eres un hombre de corazón y un buen cristiano. Si no, no estarías aquí.

Faron hervía de rabia.

—¡Eres un debilucho, Claude! ¡Sois todos unos débiles! ¡No aguantaríais ni dos días en misión! ¡Ni dos días!

Todo el mundo hizo como que no le escuchaba, la calma volvió a la casa y poco después fueron a acostarse. Esperaban que Faron estuviera equivocado. Algo más tarde, Stanislas entró en la habitación de Key, Palo, Gordo y Claude, y pidió al cura, que llevaba en su maleta todo tipo de medicamentos, que le diese un somnífero.

—Esta noche me gustaría dormir como un niño —dijo.

Claude miró a Key, que asintió con un sobrio movimiento de cabeza. Le dio una pastilla y el piloto se fue lleno de gratitud.

—Pobre Stanislas —dijo Claude, agitando las dos mitades del crucifijo alrededor de la cama como si tratara de conjurar la mala suerte.

—Pobres de nosotros —respondió Palo, tumbado junto a él.

Hong Kong, ese mismo día de Navidad, cayó en manos de los japoneses tras espantosos combates. Los soldados ingleses y los refuerzos canadienses —dos mil hombres habían sido enviados al frente— fueron salvajemente masacrados.

El 29 de diciembre, todos habían olvidado la crisis de ansiedad navideña. Al principio de la tarde, los doce aspirantes estaban descansando en la sala, apiñados alrededor de la estufa en los sillones y sobre las espesas alfombras, más cómodas que las frías camas manchadas de moho. El teniente Peter los había enviado a descansar, pues les esperaban ejercicios nocturnos. Dormían ruidosamente, solo Palo estaba despierto, pero como Laura se había dormido apoyada en él, no se atrevía a moverse. En la calma de la casa, oyó de pronto unos pasos apagados: era Rana, que parecía dispuesto a salir fuera, enfundado en su guerrera. Se había quitado las botas para que el parqué no crujiera.

—¿Adónde vas? —le preguntó Palo en voz baja.

—He visto flores.

El chico le miró fijamente, sin comprender bien.

—Hay flores que han atravesado el hielo —repitió Rana—. ¡Flores!

Los ronquidos fueron la única respuesta: a nadie le importaban las flores, incluso si habían germinado en la nieve.

—¿Quieres venir? —propuso Rana.

Palo sonrió, divertido.

—No, gracias.

No quería dejar a Laura.

—Hasta luego entonces.

—Hasta luego, Rana… No vuelvas muy tarde. Tenemos entrenamiento esta noche.

—No muy tarde. Entendido.

Rana se fue a soñar solo al bosque cercano, con sus flores. Siguió el sendero en dirección a Arisaig; le gustaba la vista desde el acantilado. Se desvió hacia el bosque con el corazón alegre. Sus flores ya no estaban muy lejos. Pero a la vuelta de un montón de troncos muertos, se encontró con un grupo de cinco polacos de la Sección MP, borrachos de vodka. Los polacos se habían enterado de la incursión de los franceses en su casa y del robo de botellas de alcohol, y se la tenían jurada. Rana fue quien pagó el pato; le dieron tortazos, lo tiraron al barro, y después le obligaron a beber largos tragos de vodka que le quemaron el estómago. Rana, atemorizado, humillado, bebió con la esperanza de que después le dejaran tranquilo. Pensaba en Faron: que esperasen a ver lo que les haría Faron cuando se enterase.

Pero los polacos querían que bebiera más.

Nasdarovnia —gritaban a coro, pegándole la botella a los labios.

—Pero ¿qué os he hecho? —gemía Rana en francés, escupiendo la mitad del alcohol que tenía en la boca.

Los polacos, que no entendían nada, solo respondieron con insultos. Y como eso no bastaba, empezaron a pegarle, a darle patadas y bastonazos, todos juntos, cantando. Mientras le golpeaban, Rana se puso a gritar tan fuerte que sus alaridos alertaron a los militares de Arisaig House, que se lanzaron a registrar el bosque armados. Cuando encontraron al infeliz, estaba ensangrentado y sin conocimiento, y lo llevaron a la enfermería.

Sus compañeros lo velaron hasta el final de la tarde, y después a la vuelta de sus ejercicios nocturnos. Palo, Laura, Key y Aimé fueron de los últimos en quedarse cerca de él. Rana había recuperado el sentido, pero seguía con los ojos cerrados.

—Me duele —repetía.

—Lo sé —respondió Laura.

—No… Me duele aquí.

Señalaba su corazón.

—Di al teniente que ya no puedo continuar.

—Claro que podrás. Has hecho ya mucho —le consoló Key.

—No puedo continuar. No puedo más. Nunca sabré combatir.

Rana ya no creía en sí mismo, había perdido su propia guerra. Sobre las dos de la mañana, se durmió por fin y los últimos compañeros volvieron a la casa para hacer lo mismo.

Con las primeras luces del alba, Rana se despertó. Al verse solo, salió de su cama y se deslizó fuera de la enfermería. Entró a escondidas en la galería de tiro y, forzando uno de los armarios de hierro, robó un Colt 38. Después deambuló a través de las capas de bruma lluviosa, encontró sus preciosas flores y las recogió. Caminó hasta la casa de la Sección F. Y apoyó la pistola contra su torso.

El teniente Peter, David y los aspirantes se despertaron de golpe por la deflagración. Saltaron de la cama y corrieron fuera, medio desnudos. Frente a la casa, en el barro, yacía Rana entre sus flores, aplastado por su propia vida. El teniente Peter y David se inclinaron sobre él, aterrados. Rana había hundido el arma contra su corazón, su corazón que tanto daño le hacía siempre.

Palo, desencajado, se precipitó a su vez sobre el cuerpo y posó la mano sobre los ojos de Rana para cerrarlos. Creyó percibir un aliento débil.

—¡Está vivo! —gritó al teniente para que llamase a un médico.

Pero Peter negó con la cabeza, lívido: Rana no estaba vivo, simplemente aún no estaba muerto. No se podía hacer nada por él. Palo le abrazó entonces para que se sintiese menos solo en sus últimos instantes, y Rana tuvo todavía fuerzas para llorar un poco, ínfimas lágrimas cálidas que rodaron sobre sus mejillas cubiertas de barro y de sangre. Palo le consoló, y después André Rana expiró.

Los aspirantes permanecieron inmóviles, tiritando, anonadados, con el alma desgarrada. Laura se derrumbó sobre Palo.

—Abrázame —sollozó.

Él la abrazó.

—Tienes que abrazarme más fuerte, tengo la impresión de que yo también voy a morir.

La abrazó aún más fuerte.

El viento del alba redobló su violencia y el pelo mal cortado de Rana se le pegó a la cara. Parecía tan tranquilo ahora. Más tarde, algunos oficiales de la policía militar de la base vecina de la Royal Navy se llevaron el cuerpo, y aquella fue la última vez que oyeron hablar de Rana, el triste héroe de guerra.

Sus camaradas de vida y combate honraron su memoria al atardecer, en lo alto de Arisaig House, allí donde el acantilado caía a plomo sobre el mar. Llegaron en una larga procesión. Laura llevaba flores que había recogido; Aimé, una camisa de Rana; y Faron, algunas cosas que había encontrado en su taquilla del dormitorio. Claude sostenía los dos trozos de crucifijo; Stanislas, su juego de ajedrez. Sobre la cima, bañados por el crepúsculo naranja y dominando el horizonte del mundo, todos permanecieron silenciosos, paralizados por el dolor.

—Callemos, pero callémonos bien —ordenó Frank, el sólido.

Después, en la dulce homilía de la resaca, lanzaron a las olas, cada uno por turno, los objetos que les recordaban a Rana.

Aimé tiró su camisa.

Laura tiró sus flores.

Key tiró su reloj de pulsera, que no se ponía nunca por temor a estropearlo.

Palo tiró sus gafas.

Frank tiró sus cigarrillos.

Faron tiró un viejo libro abombado.

Gordo tiró fotografías arrugadas.

Denis tiró su pañuelo bordado.

Claude tiró sus estampitas.

Jos tiró su espejito.

Stanislas tiró su juego de ajedrez.

Algo apartados, el teniente Peter y el intérprete David lloraban. Todos lloraban. Escocia entera lloraba.

La llovizna empezó a caer; las gaviotas comenzaron de nuevo a chillar. Lentamente, las cosas de Rana desaparecieron en el agua. Y pudieron ver todavía la onda violeta de sus flores, antes de que una última ola las tragase.