La escuela de refuerzo duró todo el mes de diciembre y comenzó, al igual que para todas las secciones, por una agotadora marcha a través del caótico paisaje escocés. Tuvo lugar la primera mañana. Los aspirantes se pusieron en marcha en la oscuridad del alba, bajo una lluvia fuerte y glacial, guiados por sus instructores. Y caminaron durante todo el día, en línea recta hacia el horizonte, reptando entre los arbustos y las zarzas, serpientes entre las serpientes, escalando colinas abruptas, atravesando riveras cuando era necesario. Sus rostros, deformados por el esfuerzo, se cubrieron de sudor, de sangre, de gestos de dolor, de lágrimas, y sus pieles, todavía sin recuperarse de su etapa de formación anterior, se desgarraron como papel mojado.
La marcha del primer día era una prueba eliminatoria que ningún miembro del grupo suspendió. Pero no era más que un aperitivo de lo que les esperaba en Lochailort porque sería en Inverness donde Palo y sus compañeros aprenderían realmente los métodos de guerra del SOE: propaganda, sabotaje, atentado y creación de redes. Además de la forma física que habían conseguido, su éxito en la escuela preliminar, donde tantos otros habían fracasado, les insuflaba una mayor moral: ahora creían en sí mismos. Y aquello era importante, porque los entrenamientos se sucedían en una cadencia infernal desde el alba hasta el ocaso, y a veces también por la noche, hasta el punto de que rápidamente perdieron la noción del tiempo, y se limitaban a dormir y comer cuando podían. El paisaje escocés que Palo había imaginado mágico pronto se transformó en un brumoso infierno de lluvia helada y de barro. Los aspirantes tenían frío a todas horas, los dedos y las manos ateridos y, como no llegaban nunca a secarse, debían dormir desnudos en sus camas para no enmohecer dentro de los uniformes.
El teniente Peter, fuera de sí, marcaba con energía el ritmo de cada jornada. Empezaban al amanecer. Algunos aspirantes se daban prisa para poder ir a fumar juntos y armarse de valor antes de comenzar los ejercicios físicos: combate, carrera, gimnasia. Se entrenaban para matar, desarmados o con un temible cuchillito de comando, descubriendo las técnicas de combate cuerpo a cuerpo que impartían dos antiguos oficiales ingleses de la policía municipal de Shanghái.
Venían después los cursos teóricos: de comunicaciones, de morse, de radio, toda clase de cursos, de todo lo que podría ser útil en Francia, de todo lo que podría salvarles la vida, y así Denis, Jos, Stanislas y Laura tuvieron incluso que asistir a cursos de cultura francesa para asegurarse de que no sospecharían de ellos una vez en Francia.
Casi siempre, después de comer, había curso de tiro. Aprendieron el manejo de las ametralladoras ligeras, de fabricación alemana e inglesa, y especialmente de la metralleta Sten, práctica, pequeña y ligera, pero cuyo mayor defecto era que se encasquillaba con facilidad. Aprendieron tiro instintivo con pistola, disparando al blanco casi sin apuntar para hacerlo más rápido. Tenían que disparar al menos dos veces para estar seguros de haber alcanzado al enemigo. Había en Arisaig House una galería de tiro donde podían entrenarse con blancos móviles de talla humana, fijados a un raíl.
Una tarde, un viejo y experto cazador furtivo, reclutado por el gobierno, vino a enseñar a los aspirantes supervivencia en medios hostiles y aislados, el arte de esconderse durante días en el bosque, y técnicas de caza y pesca. Pasaron varias horas, por parejas, cubiertos de hojas, enredados en redes de camuflaje, intentando convertirse en fantasmas. Algunos aprovecharon para dormir; Gordo y Claude, escondidos juntos, cuchicheaban para pasar el tiempo.
—¿Crees que veremos algún zorro? —preguntó Gordo.
—No lo sé…
—Si vemos uno, le llamaré Georges. He cogido pan, por si acaso.
—Siento lo del otro Georges.
—No es culpa tuya, Ñoño.
Gordo llamaba con ternura a Claude «Ñoño», y este se lo tomaba estupendamente.
—Faron es una cerda puta —dijo Gordo.
Los dos amigos se echaron a reír, olvidando que su misión era no ser detectados.
—Por la noche se pone braguitas de mujer en su enorme culo y baila como un loco por los pasillos —prosiguió Gordo, e imitó una voz grotesca de mujer—: Pío, pío, soy una puta y me gusta.
Claude rio con más fuerza. Gordo sacó del bolsillo el pan para los zorros y golosinas, porque había notado que Claude estaba tiritando.
—Come, Ñoño, come. Así entrarás en calor.
Claude comió con ganas, después se pegó contra el cuerpo orondo de Gordo para sentir su calor.
—¿Por qué estamos aquí, Gordo?
—Ejercicio de supervivencia.
—No, ¿por qué coño nos hemos metido en esta mierda? Aquí, en Inglaterra.
—A veces no lo sé, Ñoño. Y otras veces solo sé algunas cosas.
—Y cuando lo sabes, ¿cuál es la respuesta?
—Para que los Hombres sigan siendo Hombres.
—Ah.
Claude dejó planear por un instante el silencio, y luego añadió:
—¿Y si no han encontrado a nadie más que haga esto en nuestro lugar?
Volvieron a reír. Después se durmieron, el uno contra el otro.
Entre cursos, ejercicios y entrenamientos, cada uno empezó a tener su pequeña rutina. Cuando a los futuros agentes les quedaba algo de energía, la empleaban para divertirse como podían. Gordo se daba una vuelta por las casas de las otras secciones para rebuscar en sus despensas; Key iba a distribuir algo de su encanto entre las noruegas; Aimé iniciaba a Claude y Jos en su juego de petanca-piedra; y Palo y Laura se encerraban discretamente en uno de los dormitorios del primer piso, donde Palo, en voz baja para que no les pillasen, le leía una novela que su padre le había metido en la maleta, una historia parisina de cierto éxito.
A veces, el tiempo libre era la ocasión para gastar algunas bromas de mejor o peor gusto: Jos y Frank desatornillaron los pies de las camas que, llegada la noche, se derrumbaron cuando sus ocupantes fueron a acostarse. Faron dispersó la ropa interior de Coliflor colgándola de las ramas bajas de un árbol ante la casa. En mitad de una noche, Slaz despertó a todos, fingiendo que el teniente Peter le había encargado anunciar un ejercicio sorpresa. Se levantaron rápidamente, se vistieron, y permanecieron fuera una media hora larga esperando al oficial, sin darse cuenta de que Slaz, satisfecho, se había vuelto a acostar. Y cuando, al final, Claude fue a llamar a la puerta del dormitorio del teniente, que dormía como un tronco, este, furioso por aquel desorden, llevó a todos a realizar una carrera nocturna al borde del mar.
El teniente estaba todavía en muy buena forma, y a veces, en algunos casos, ordenaba como castigo ejercicios colectivos que dirigía él mismo para dar ejemplo. Uno de los más duros fue consecuencia de una tarde de viento durante la cual, cuando pensaba que había enviado a sus reclutas a un ejercicio de radio en común con otras secciones, sorprendió a Key en un dormitorio de la casa con una noruega sobre las rodillas.
Las tardes de descanso reinaba en la pequeña casa de campo un ambiente apacible y tranquilo. Algunos leían libros sacados de la biblioteca, otros se adormecían en los viejos sillones de la sala, jugaban a las cartas o fumaban por la ventana mientras hablaban con las noruegas. Casi todos los días y sin que se supiese cómo, el teniente Peter conseguía algún diario local que los aspirantes estaban autorizados a leer después de que él lo hubiese hojeado. Se enteraban entonces de las novedades del frente, el avance de los alemanes en Rusia y, muchas veces, Denis, imitando a los locutores de la BBC, leía en voz alta y todos escuchaban, impasibles, como ante un aparato de radio que solo tenía de humano la obediencia plácida y divertida a las conminaciones de su auditorio: «¡más fuerte!», «¡repite!», «¡más despacio!». Y si alguien no comprendía —generalmente Gordo, que no hablaba una palabra de inglés—, el lector paciente realizaba una traducción de lo que pensaba eran los elementos esenciales del artículo. Antes de empezar, Denis llamaba siempre a sus compañeros de la misma forma: «Venid, voy a contaros la tristeza de la guerra». Y los aspirantes se reunían alrededor de un sillón para escucharle, a menudo con inquietud, porque los alemanes no dejaban de progresar ni el conflicto de extenderse por el mundo: el 7 de diciembre, los japoneses bombardearon la base de Pearl Harbor, en la isla de Oahu, en el archipiélago de Hawái; al día siguiente, declaraban la guerra a Gran Bretaña; el 10 de diciembre, la armada imperial hundía dos acorazados de la Royal Navy, el Repulse y el Prince of Wales, frente a las costas de Singapur. Los japoneses eran los nuevos enemigos y, entre artículo y artículo, todos se preguntaban si el SOE crearía una sección japonesa.
Pasaban los días. Los aspirantes disponían solo de cinco semanas para aprender los métodos de acción y conocer los procedimientos y las armas. Se familiarizaron con el asombroso material de guerra del que disponía el SOE, puesto a punto por sus laboratorios experimentales dispersos por las ciudades y los pueblos ingleses. Había una amalgama de invenciones más o menos sofisticadas: radios, armas, vehículos o trampas, según las necesidades. Les enseñaron brújulas que tenían la perfecta apariencia de un botón de abrigo; estilográficas que escondían una hoja de cuchillo o capaces de disparar balas como una pistola; minúsculas sierras de metal, ocultas a veces en la carcasa de un reloj de pulsera y que permitían cortar los barrotes de una celda; clavos revienta-neumáticos, pequeños pero terribles, útiles para las emboscadas o para inmovilizar los vehículos de posibles perseguidores; trampas con forma de cajas de fruta hábilmente pintadas que contenían granadas, o troncos moldeados en yeso que escondían metralletas Sten.
También se les inició en los rudimentos de la navegación marítima; aprendieron a llevar un barco, a hacer nudos sólidos, a echar al agua y sacar a flote rápidamente pequeñas lanchas que les permitirían llegar a tierra desde las cañoneras que utilizaba el SOE. Más tarde practicaron incursiones y operaciones nocturnas que tuvieron que preparar y llevar a cabo sin haber pegado ojo, cansados hasta la extenuación. Después de unos días a ese ritmo, se produjeron las primeras bajas: Coliflor, enfermo de fatiga, fue el primero en renunciar. Justo después llegó el descarte de Ciruelo, el tartamudo. Antes de partir, escoltado por el teniente Peter, se despidió con una palmada de todos sus compañeros, y balbuceó que no los olvidaría nunca. Todos sabían que la selección era inevitable, y hasta saludable; no aguantar aquí sería morir en Francia. Pero por primera vez esas partidas les afectaron profundamente. Pues poco a poco habían creado vínculos entre ellos.
En Escocia, el frío era sin duda el mayor enemigo: cuanto más avanzaba diciembre, más frío hacía. Frío al levantarse, frío mientras peleaban y frío disparando. Frío fuera y frío dentro. Frío comiendo, riendo, durmiendo, partiendo en medio de la noche para una incursión de entrenamiento, frío cuando las deterioradas estufas de los dormitorios tosían, dejando escapar un denso humo que les provocaba dolor de cabeza. Para combatirlo, al salir de la cama tras una noche de helada, los aspirantes establecieron un turno en los dormitorios para que cada mañana, antes del alba, uno de ellos se levantase y atizase el fuego antes de que tocaran diana. Y cuando, alguna vez, el encargado de la calefacción se quedaba dormido, se veía inmerso en una lluvia de insultos que podía durar hasta la noche siguiente.
Al final de una tarde, a mediados de diciembre, tuvieron un inesperado momento de respiro. Después de las prácticas de tiro, como tenían tiempo libre, bajaron todos juntos hasta la desembocadura de un río cercano para pescar salmones. El sol del oeste, detrás de las colinas, devolvía al cielo una luz rosada. Se introdujeron en el agua helada, mojando sus uniformes hasta los muslos y, apoyados en las rocas, bromeando y armando jaleo, intentaron torpemente agarrar alguno de los peces que quedaban atrapados en los remolinos. Consiguieron capturar cuatro enormes salmones, monstruos escamados de boca retorcida que Frank mató golpeándolos contra un tronco. Por la noche los asaron en la chimenea de la casa. Aimé hizo de improvisado cocinero y colocó gruesas patatas en las brasas. Slaz, acompañado de Faron y Frank, organizó una incursión a la cocina de los polacos, ausentes de su casa, para robar alcohol. Laura propuso invitar a las noruegas, lo que hizo que Gordo se pusiera hecho un manojo de nervios.
Aquella noche, en su propia cocina, sentados en torno a la inmensa mesa de madera, convirtieron la guerra en un bonito momento, al abrigo del mundo, perdidos en la Escocia salvaje, comiendo, riendo y bromeando, hablando alto, mirando a las noruegas. Estaban algo bebidos. David, el intérprete, y el teniente Peter se unieron a ellos; Peter contó cosas de la India, hasta muy tarde, ya de madrugada, mientras que David fue acaparado por Gordo, sentado entre dos noruegas, para traducir su cháchara.
Al día siguiente, cuando volvieron a empezar los entrenamientos y se borró la sensación de haber recuperado una vida normal, Palo sintió un ataque de soledad y se sumergió en sus pensamientos; pensamientos sobre su padre, malos pensamientos de olvido y tristeza. Por la noche, ya en la casa, en lugar de ir a cenar con sus compañeros, se quedó solo en su habitación para estrechar contra él la bolsa que le había preparado su padre. Inspiró las páginas de los libros y la tela de la ropa, se impregnó de olores, acarició la cicatriz sobre su corazón y abrazó aquella bolsa como hubiese deseado que su padre lo abrazase. Y se echó a llorar. Cogió un papel y comenzó a escribir una carta a su padre, una carta que no recibiría nunca. Inmerso en sus propias palabras, no oyó a Key entrar en la habitación.
—¿A quién escribes?
Palo se sobresaltó.
—A nadie.
—Está claro que estás escribiendo una carta. Está prohibido escribir cartas.
—Está prohibido enviar cartas, no escribirlas.
—Y entonces, ¿a quién escribes?
Palo dudó un momento antes de responder, pero Key tenía un tono de sospecha y él no quería que lo tomasen por un traidor.
—A mi padre.
Key se quedó paralizado y palideció.
—¿Le echas de menos?
—Sí.
—También yo echo de menos a mi padre —murmuró Key—. Le robé sus gafas antes de venir aquí. A veces me las pongo y pienso en él.
—Yo me traje sus libros —se sinceró Palo.
Key se sentó en la cama y suspiró.
—Me fui como quien se va de viaje. Pero ya no lo veré nunca más, ¿verdad?
Cómo le abrumaban los remordimientos. Había robado las gafas de su padre para engañar a su desesperación.
—¿Cómo podemos sobrevivir lejos de nuestros padres? —preguntó Palo.
—Me lo pregunto cada día.
Key apagó la luz. Desde fuera, solo el espectro claro de la vaporosa llovizna iluminaba la habitación.
—No se te ocurra volver a encender la luz —ordenó Key.
—¿Por qué?
—Para que podamos llorar en la oscuridad.
—Lloremos entonces.
—Lloremos a nuestros padres.
Silencio.
—Creo que Rana es huérfano, lloremos también por él.
—Sobre todo por él.
Y no hubo más que un largo murmullo, una queja apagada: Palo, Key y los demás, hasta Rana, el huérfano, eran los hijos malditos, los hombres más solos del mundo. Se habían marchado a la guerra y habían besado apresuradamente a sus padres. Se había formado un vacío en lo más profundo de su alma. Y en la noche inglesa, en la oscuridad de una pequeña habitación de militares con olor a moho, Palo y Key se arrepentían. Juntos. Amargamente. Pues quizás habían vivido ya los últimos días de sus padres.