4.

La lluvia, británica y puntual, empezó a caer sobre Wanborough Manor: una lluvia fría, pesada e interminable; el cielo entero chorreaba. El suelo se saturó de agua, y los aspirantes, empapados hasta lo más profundo de sus carnes, vieron cómo sus pieles adoptaban un tinte pálido, mientras su ropa, sin tiempo para secarse, enmohecía.

Además del entrenamiento físico y los ejercicios militares, la formación dispensada en las escuelas preliminares del SOE englobaba todo lo que podía ser útil sobre el terreno. Los ejercicios físicos se complementaban con diferentes cursos teóricos y prácticos. Poco a poco, los aspirantes fueron recibiendo las nociones básicas de comunicación: señales codificadas, morse, lectura de mapas o utilización de una emisora de radio. También aprendieron a moverse en campo abierto, a permanecer inmóviles durante horas en el bosque, a conducir un coche e incluso un camión, a veces sin demasiado éxito.

Al principio de la tercera semana, bajo el aguacero, llegó el turno de las lecciones de tiro, con revólveres Colt de calibre 38 y 45 y pistolas Browning. La mayoría de ellos manejaba un arma por primera vez y, alineados frente a un talud de tierra, disparaban, concentrados, con más o menos habilidad. Ciruelo era un verdadero desastre: estuvo a punto de dispararse en un pie, después casi abatió al instructor; Faron, en cambio, apuntaba con mucha precisión, alcanzando el centro de los blancos de madera con sus balas. Coliflor se sobresaltaba con cada detonación, y Rana cerraba los ojos justo antes de tirar. Al final de su primera jornada de tiro, todos escupieron una mucosidad espesa y negra, cargada de pólvora. El teniente Peter aseguró que era perfectamente normal.

Terminaba noviembre, y Palo sentía que el fantasma de la soledad seguía acechándole. No dejaba de pensar en su padre. Le hubiese gustado tanto escribirle, decirle que iba bien y que le echaba de menos… Pero en Wanborough tenía prohibido escribir a su padre. Sabía que no era el único que sufría de soledad, que la sufrían todos, que no eran más que mercenarios miserables. Ciertamente, cada día que pasaba endurecía sus cuerpos: la bruma parecía menos bruma, el barro menos barro, el frío menos frío, pero sufrían moralmente. Entonces, para sentirse mejor, denigraban a los demás para no denigrarse a ellos mismos. Se burlaban de Claude el piadoso, asestándole patadas en el trasero cuando rezaba arrodillado; patadas que no dolían en el cuerpo sino en el corazón. Se burlaban de Stanislas, que deambulaba con un amplio camisón de mujer durante los momentos de descanso porque intentaba secar su ropa. Se burlaban de Ciruelo, el tartamudo incapaz, que disparaba de cualquier forma y daba en todas partes menos en el blanco. Se burlaban de Rana y de sus preguntas existenciales, que no se mezclaba nunca con los demás para comer. Se burlaban de Coliflor y de sus grandes orejas que adoptaban un tono púrpura cuando eran azotadas por el viento. «¡Eres nuestro elefante!», le decían al tiempo que le daban dolorosos pescozones en los lóbulos. Se burlaban también de Gordo, el obeso. Todo el mundo se burlaba a la fuerza, al menos un poco, para sentirse mejor; incluso Palo, el hijo fiel, y Key el leal; todos salvo Laura, dulce como una madre, y que nunca se reía de los demás.

Laura no dejaba a nadie indiferente. En los primeros días en Wanborough Manor, todos habían puesto en duda sus capacidades, la única mujer entre tantos hombres, pero ahora los aspirantes se morían secretamente de placer cuando, en el comedor, se sentaba con ellos a la mesa. Palo la contemplaba a menudo, le parecía la mujer más bonita que había visto nunca: resplandecía por su aspecto alocado y su sonrisa magnífica, pero sobre todo emanaba de ella un encanto, una forma de vivir, una ternura en la mirada que la hacían especial. Nacida en Chelsea, de padre inglés y madre francesa, conocía bien Francia y hablaba su lengua sin el menor acento. Había estudiado literatura anglosajona en Londres durante tres años, antes de verse atrapada por la guerra y ser reclutada por el SOE en la universidad. Numerosos aspirantes habían sido captados en los bancos de las facultades inglesas, sobre todo los de doble nacionalidad, que ofrecían la seguridad de ser ingleses pero sin resultar completamente extranjeros en los países a los que se les iba a enviar.

Con frecuencia, cuando un aspirante del que se habían burlado se aislaba del grupo, era Laura la que iba a consolarle. Se sentaba cerca de su compañero, le decía que no importaba, que los demás solo eran hombres y que mañana todos habrían olvidado los malos resultados en tiro, la debilidad de espíritu, los pliegues grasientos o el tartamudeo que tanto les habían hecho reír. Después sonreía, y aquella sonrisa curaba todas las heridas. Cuando Laura sonreía, todo el mundo se sentía mejor.

Decía a Gordo, el hombre más feo de toda Inglaterra: «A mí no me pareces tan gordo. Eres fuerte, y creo que tienes mucho encanto». Entonces Gordo, durante un instante, se veía deseable. Y más tarde, bajo la ducha, frotándose sus enormes montículos de grasa, se juraba que después de la guerra, no volvería a ir de putas.

Decía a Ciruelo, el tartamudo: «Creo que utilizas palabras muy bonitas, poco importa cómo las pronuncies porque son bonitas». Y Ciruelo, durante un instante, se creía un orador. Bajo la ducha pronunciaba largos discursos impecables.

Decía a Claude el cura, el piadoso difamado: «Afortunadamente crees en Dios. Ruega y vuelve a rogar por todos nosotros». Y Claude acortaba su ducha en beneficio de unos cuantos avemarías.

En cuanto a Rana, al que denigraban porque quería estar solo para expresar su tristeza, Laura le confesaba que ella a menudo también estaba triste, por culpa de todo lo que ocurría en Europa. Pasaban un momento juntos, hombro con hombro, y después se sentían mejor.

Una mañana de la tercera semana, mientras Palo, Ciruelo, Gordo, Faron, Frank, Claude y Key fumaban según su costumbre sobre la destemplada colina, se cruzaron en la bruma con la silueta de un zorro, largo y sarnoso, que les saludó con un aterrador grito ronco. Claude intentó una respuesta amistosa, poniendo las manos a modo de embudo para imitarle, pero el zorro salió huyendo.

—¡Maldito zorro! —exclamó Frank.

—No te preocupes —dijo Gordo.

—Quizás tiene la rabia.

—¿Cómo puedes asustarte de un zorro, y no sentir miedo de los alemanes?

Frank entrecerró los ojos para ofrecer un aspecto malvado y no pasar por un cobarde.

—No tiene nada que ver… Quizás tenga la rabia.

—Él no —le tranquilizó Gordo—. No Georges.

Todos se volvieron hacia Gordo, incrédulos.

—¿Quién? —preguntó Palo.

—Georges.

—¿Le has puesto un nombre a ese zorro?

—Sí, me lo cruzo a menudo.

Gordo tiró el cigarrillo, como si no pasara nada, contento de que se interesaran por él.

—No se puede llamar Georges a un zorro —dijo Key—. Georges es un nombre de humano.

—Llámalo Zorro —sugirió Claude.

—Zorro no me gusta —refunfuñó Gordo—. Prefiero llamarlo Georges.

—¡Yo tengo un primo que se llama Georges! —declaró Slaz, indignado.

Y se echaron todos a reír.

Resultó, efectivamente, que Georges solía rondar cerca de la mansión en busca de comida, y que se lo podía ver al alba y al crepúsculo bajo un gran sauce que tenía el tronco vacío. Y en Wanborough Manor aquel día se habló mucho del zorro de Gordo. Laura se mostró muy interesada en saber cómo había conseguido domesticar a un zorro, lo que llenó al gigante de una inmensa satisfacción. «No se puede decir que lo haya domesticado, solo le he dado un nombre», dijo con modestia.

A la mañana siguiente, todo el grupo fue a fumar, pero no sobre la colina habitual, sino a pocos pasos del famoso sauce, con la esperanza de ver a Georges. Gordo, convertido por las circunstancias en guía masái del safari, comentaba: «No sé si vendrá… Hay demasiada gente… Seguro que se asusta…». Y se sintió muy importante, y le pareció formidable sentirse muy importante, porque era un sentimiento de felicidad extrema, el de los ministros y los presidentes.

Durante dos mañanas seguidas, Georges se mostró a los fumadores, siempre bajo el gran sauce. Y, observándolo bien, constatando que el raposo, sentado sobre el trasero, mascaba continuamente, Slaz comprendió que encontraba comida en el tronco hueco.

—¡Está comiendo! —clamó susurrando, pues la consigna de Gordo era susurrar para no espantar a Georges.

—¿Qué es lo que come? —preguntó uno de ellos.

—No lo sé, no lo veo.

—¿Gusanos, quizás? —sugirió Claude.

—¡Los zorros no comen gusanos! —corrigió Stanislas, que conocía bien a los zorros por haber participado en alguna montería—. Comen cualquier cosa, pero no gusanos.

—Creo que es su despensa —declaró Gordo con tono erudito—. Por eso viene siempre aquí.

Todos asintieron, y Gordo se sintió importante de nuevo.

Pero Georges el zorro no acudía bajo el sauce por casualidad: desde hacía diez días, Gordo dejaba allí, para atraerlo, los restos que se guardaba en los bolsillos durante las comidas. Primero lo había hecho para poder contemplar al animal; lo había esperado, al acecho, por su propio placer. Pero desde hacía dos días, se felicitaba por aquella idea, que había convertido al zorro y a sí mismo en el centro de atención general. Y al alba, aglutinados todos a su alrededor para ver al zorro, Gordo bendijo con amor a su noble raposo vagabundo, en realidad un zorro enclenque y enfermo, cosa que tuvo buen cuidado de no revelar.

El último día de la tercera semana, el teniente Peter concedió una tarde de descanso a los aspirantes, que estaban rendidos. La mayoría de ellos fueron a acostarse a sus dormitorios: Palo y Gordo entablaron una partida de ajedrez en la sala, cerca de la estufa; Claude se fue a la capilla. Faron, celoso por la agitación en torno a Gordo y a su zorro, aprovechó el tiempo libre para ir a buscar al zorro a su madriguera, justo debajo de la granja.

En dos ocasiones, el coloso había observado que el animal desaparecía detrás de una tabla baja: no le costó nada levantarla, y localizó la entrada de una pequeña cavidad poco profunda. El zorro estaba allí. Faron sonrió, satisfecho de sí mismo: no todo el mundo era capaz de encontrar zorros. Con ayuda de un palo largo, empezó a dar violentos golpes hasta el fondo del escondite. Deslizó el brazo dentro del túnel de la madriguera y golpeó el fondo lo más fuerte que pudo hasta tocar al animal, que gemía. Cuando Georges, herido y sin otra escapatoria, intentó salir para huir, Faron comenzó a darle patadas y pisotones y lo mató sin dificultad. Gritó de alegría: era tan fácil matar… Se levantó y lo contempló, un poco decepcionado; de cerca era mucho más pequeño de lo que había pensado. Contento a pesar de todo, llevó su trofeo hasta la sala desierta, donde Palo y Gordo se inclinaban sobre el tablero de Stanislas. Faron entró en la habitación, triunfal, y lanzó el cadáver del zorro a los pies de Gordo.

—¡Georges! —gritó Gordo—. ¿Has…, has matado a Georges?

Y Faron sintió cierto placer al descubrir en los ojos abiertos de Gordo un reflejo de terror y desesperación.

Palo, temblando, dejó estallar su rabia. Lanzó el tablero a la cara de Faron, que se carcajeaba y, tras correr hacia él, lo derribó en el suelo, gritando: «¡Eres un hijo de puta!».

Faron, con el rostro repentinamente enrojecido por la cólera, se levantó de un salto y agarró a Palo con un movimiento firme, uno de los que habían aprendido allí y, retorciéndole el brazo, sirviéndose de él como una palanca, le aplastó la cabeza contra la pared. El coloso, los ojos amarillentos de furia, cogió después a Palo por el cuello, con una sola mano, lo levantó por encima del suelo y empezó a golpearle con el puño libre. Palo se ahogaba; intentó zafarse, pero en vano; no podía hacer nada contra aquella fuerza prodigiosa, salvo cruzar los brazos contra su cuerpo y su rostro para protegerlos un poco.

La escena duró apenas unos segundos, el tiempo que necesitó el teniente Peter para correr a interponerse, alertado por los ruidos de la pelea, seguido de David y del resto del grupo que llegaban desde los dormitorios.

Palo había recibido una sarta de golpes, su propia sangre le quemaba la garganta y su corazón latía tan fuerte que pensó que se iba a parar.

—¡Qué está pasando aquí! —exclamó el teniente tirando de Faron por el hombro.

Le ordenó que se marchase al instante, después ordenó a los aspirantes dispersarse, amenazándoles con retomar los entrenamientos si no volvía la calma de inmediato. Palo se encontró entonces a solas con Peter, y pensó por un segundo que quizás él le iba a pegar también, o a enviarlo a prisión por haber sido vencido tan fácilmente. Se puso a temblar, quería volver a París, volver con su padre, no abandonar nunca más la Rue du Bac, y poco importaba lo que pasaba fuera, poco importaban los alemanes y poco importaba la guerra, mientras estuviese con su padre. Era un hijo sin padre, un huérfano lejos de su tierra, y quería que todo acabase. Pero el teniente Peter no le levantó la mano.

—Está sangrando —dijo simplemente.

Palo se secó los labios con el dorso de la mano y se pasó la lengua por los dientes para asegurarse de que no se había roto ninguno. Se sentía triste, humillado, había manchado el pantalón con un poco de orina.

—Ha matado al zorro —dijo Palo en su mal inglés, señalando la piel ensangrentada.

—Lo sé.

—Le he dicho que era un hijo de puta.

El teniente se rio.

—¿Me van a castigar?

—No.

—Teniente, no se debe matar a los animales. Matar a los animales es como matar a los niños.

—Tiene razón. ¿Está herido?

—No.

El teniente posó una mano sobre su hombro, y Palo sintió que sus nervios le abandonaban.

—Echo de menos a mi padre —sollozó, los ojos brillantes de lágrimas.

Peter asintió con la cabeza, compasivo.

—¿Eso hace de mí un débil?

—No.

El oficial dejó un poco más su mano sobre el hombro, y después le ofreció su pañuelo.

—Vaya a echarse agua en la cara, está sudando.

No sudaba, lloraba.

En la cena, Palo no consiguió probar bocado. Key, Aimé y Frank intentaron reconfortarle. Claude propuso contarle algunos grandes episodios bíblicos para cambiarle las ideas, Ciruelo balbuceó bromas incomprensibles y Stanislas le propuso jugar al ajedrez. Pero ninguno podía hacer nada por Palo.

Se separó de los demás. Se escondió detrás de la capilla, en un lugar que solo él conocía, un escondite entre dos muros de piedra que protegían de la lluvia. Apenas se instaló apareció Laura. No dijo nada, simplemente se sentó a su lado y plantó su bonita mirada en la suya; sus ojos verdes reían en silencio. A Palo le pareció tan dulce que se preguntó por un momento si estaba al corriente de la paliza que le había dado Faron.

—Me ha arreado una buena tunda, ¿verdad? —murmuró, incómodo.

—Eso no importa.

Ella le hizo una seña para que se callase. Y fue un bonito instante. Palo cerró los ojos e inspiró secretamente: Laura olía tan bien; su cabello lavado olía a albaricoque, su nuca emanaba un delicado perfume. Se perfumaba, ¡estaban en plena escuela de guerra y se perfumaba! Escondido en la oscuridad, acercó su rostro hacia ella sin que se diera cuenta y volvió a inspirar. Hacía tanto tiempo que no había sentido un olor tan agradable…

Laura golpeó amistosamente con la mano el brazo de Palo, para que se sintiese mejor, pero él no pudo evitar un gesto de dolor. Al subirse la manga, descubrió a la luz de su mechero dos enormes hematomas violáceos en su antebrazo, causados por los golpes de Faron. Ella posó con ternura las manos frescas sobre las heridas.

—¿Te duele?

—Un poco.

Era horriblemente doloroso.

—Ven a mi habitación dentro de un rato. Te curaré.

Y con esas palabras se marchó, arrastrando por el inmenso parque de Wanborough Manor los efluvios de su delicado perfume.

Como Palo ignoraba cuánto tiempo significaba dentro de un rato, aprovechó el hecho de que todo el mundo estaba todavía ocupado en el comedor para ir a cambiarse al dormitorio. Examinó su rostro en un trozo de espejo, se puso una camisa inmaculada y registró las bolsas de sus compañeros buscando perfume, pero no encontró nada. Después se deslizó hasta la habitación de Laura, con cuidado de que los demás no le vieran. Nadie entraba en la habitación de Laura, y ese privilegio le hizo olvidar por un momento la humillación que le había hecho sufrir Faron.

Llamó a la puerta; dos golpes. Se preguntó si dos golpes no sería demasiado insistente. O quizás demasiado impersonal. Hubiese debido dar tres golpes, algo más ligeros. Sí, tres golpecitos, como tres pasos apagados, furtivos y elegantes. Pam pim pum, y no el terrible pam pam que había aporreado. ¡Ay, cómo se arrepentía! Laura abrió, y Palo penetró en el sanctasanctórum.

La habitación de Laura era idéntica a las otras, amueblada con las mismas cuatro camas y el mismo gran armario. Pero aquí solo se usaba una cama y, a diferencia de los demás dormitorios, roñosos y llenos de desorden, esa estancia estaba bien cuidada.

—Siéntate aquí —dijo ella señalándole una de las camas.

Él obedeció.

—Súbete las mangas.

Palo volvió a obedecer.

Laura cogió de una estantería un frasco transparente que contenía un ungüento de color claro, se sentó a su lado y con las yemas de los dedos aplicó la crema en sus antebrazos. Cuando movía la cabeza, su pelo despeinado acariciaba las mejillas de Palo sin que ella se percatara.

—Esto debería calmarte el dolor —murmuró.

Palo ya no escuchaba, contemplaba sus manos: tenía unas manos tan bonitas, tan cuidadas a pesar del barro cotidiano. Y sintió ganas de amarla, sintió ganas desde el primer segundo en que le tocó el brazo. También tenía ganas de gritar a Claude que viniese a ver, que no estaban acabados si Laura existía, en esa sórdida casa de entrenamiento para la guerra. Luego recordó que Claude quería ser cura, así que no dijo nada.