A los tres días de salir de Ondara llegamos, en la barca del Farestac, a la vista de Marsella.
Hicimos nuestras señales, y vino, por la mañana, a bordo de nuestro lanchón la falúa de sanidad, con un médico.
Urbina, la Clavariesa y yo embarcamos en la falúa y fuimos al lazareto.
Nos introdujeron en una sala y nos examinaron y tomaron el pulso.
Luego nos llevaron delante de un tribunal, y el presidente nos declaró libres de contagio. Nos fumigaron las maletas y quedamos libres.
La Clavariesa y Urbina fueron al mejor hotel de Marsella, y yo a un modesto garni de tres francos. Al día siguiente me presenté en la mensajería real y tomé un asiento en la berlina de la diligencia de Burdeos. Iban conmigo dos compañeros que dormían como troncos. Yo, que nunca he podido dormir en coche, me dediqué a fumar.
Anduvimos toda la noche; amaneció un hermoso día, y mis compañeros, que se despabilaron, me saludaron en mal francés.
—Estos son españoles —pensé yo—, y les hablé en castellano.
—¿Cómo ha conocido usted que éramos españoles? —me preguntó uno de ellos.
—En el acento y en el tipo. Hasta aseguraría que este señor —y señalé al de mi izquierda— es vascongado.
—Cierto. Soy de Tolosa, y mi compañero, de la Rioja. Y usted, ¿de dónde es?
—Soy nacido en Madrid, pero hijo de guipuzcoanos y criado en Guipúzcoa.
—¿Es usted comerciante?
—No, emigrado.
—¿Liberal?
—Sí.
—Yo también —me dijo el riojano—. He sido cura beneficiado de Haro, y, como me manifesté partidario de la Constitución, los realistas y la gente de iglesia me hicieron tal guerra, que me tuve que escapar a Francia.
El beneficiado Pinedo —así se llamaba el cura— parecía un buen hombre; el guipuzcoano, que se apellidaba Urmendia, era hombre de más conchas.
Llegamos a Nimes, nos hospedamos en un buen hotel, y, después de descansar, el beneficiado Pinedo y yo recorrimos la ciudad y vimos los monumentos. Urmendia desapareció y no le vi hasta las diez de la mañana del día siguiente, en que tomamos la diligencia para Tolosa de Francia.
Hablamos Urmendia y yo de Basterrica, a quien conocía, por ser del mismo pueblo, y a quien creía en América. Le dije yo que estaba en Alejandría de Egipto.
—¿Y cómo lo sabe usted? —me preguntó él.
—Porque he estado con él en Alejandría.
Conté mi viaje con todos sus accidentes, cosa que les interesó mucho; Urmendia me dijo que había supuesto si yo sería algún militar de los del ejército de Mina.
Nos detuvimos en Montpellier, y el beneficiado y yo vimos la ciudad, la catedral, el paseo de Peyrou y algunas otras cosas.
Urmendia se nos escapó; le pregunté a Pinedo qué hacía mi paisano, y el cura me confesó que su amigo era un empresario de casas de juego y que estaba preparando el negocio en aquellos pueblos con otros jugadores franceses. El beneficiado era también accionista de la empresa.
Regresó Urmendia a la fonda, y me despedí de él y del beneficiado. Tomé la diligencia, llegué a Toulouse, donde no hice más que comer, y continué hasta Burdeos, donde me apeé en el Hotel Richelieu.
Escribí un billete a don Juan José Zangroniz, comerciante y corresponsal de Alzate e Ibargoyen, de Méjico, anunciándole mi llegada y el hotel en que me encontraba, y lo despaché con un mozo de la fonda. A la hora de haberlo recibido se presentaron en la fonda Zangroniz y mi primo Berroa, a quien no había visto desde que yo tenía ocho años, en Irún. Berroa me dijo que nuestro tío Ibargoyen llegaría al cabo de quince días o un mes. Como yo tenía pasaporte como súbdito inglés, le dije a Berroa y a Zangroniz que pensaba utilizarlo para ir a América.
Berroa me dijo que no lo hiciera, que entre los comerciantes de Méjico un inglés era siempre mirado como un hereje, y que preguntase a don José Ignacio de la Torre de Veracruz, a Ibarrondo el de Guadalajara de Méjico, a Íñigo y a otros comerciantes mejicanos que estaban en aquel momento en Burdeos, y vería cómo me decían lo mismo.
Efectivamente, tanto La Torre, como Ibarrondo, me dijeron que si iba como súbdito inglés me perjudicaría mucho entre los mejicanos y los españoles, que me mirarían como un luterano o un calvinista.
Zangroniz se encargó de poner en regla mi pasaporte como español, y lo arregló pronto.
Llegó el buque que se esperaba, y mi tío Ibargoyen no apareció; pero Berroa recibió una carta suya diciendo que no saldría hasta el otro correo, lo que hacía que no pudiera llegar hasta pasado mes y medio.
Berroa dijo que pensaba ir en el intervalo a Irún a ver a sus parientes y, de allí, a San Ignacio de Loyola, pues había hecho la promesa de hacer ejercicios, durante una terrible tormenta que le cogió en el Pacífico.
Berroa me instó a que yo hiciese lo mismo. Como mi primo era muy bruto, no quise discutir con él acerca de los ejercicios espirituales, y le dije que no me convenía entrar en España, y que, únicamente, si mi tío Sebastián Ignacio de Alzate me escribiera diciendo que no corría ningún peligro en San Sebastián, entraría.
Mi primo Berroa escribió al tío Alzate, que le contestó y le envió una carta para mí, diciéndome que podía ir a San Sebastián sin ningún cuidado.
En vista de esto, acepté, y Zangroniz se encargó de pedir los pasaportes para Berroa y para mí.
Salimos de Burdeos y llegamos a Irún. El cura Errazu me recibió muy amablemente, y me hizo que le contara mis andanzas.
Mi primo quedó en Irún y me dijo que le esperara diez días más tarde, en San Sebastián, para ir a Loyola.
—Sí, sí —le dije yo—, esperaré.
De Irún marché a San Sebastián y fui a ver a mi tío Alzate. Este era secretario del Ayuntamiento y absolutista, pero no muy fanático. Creía que la política no tenía que ver gran cosa con la vida.
—No tengas ningún cuidado —me dijo—; a pesar de ser absolutistas, estamos dando más ejemplos de tolerancia que vosotros. Hemos tenido constitucionales en el pueblo y han vivido sin que nadie se meta con ellos. Además, eres mi sobrino, y basta.
—Necesitaré algún papel de la policía —le indiqué.
—Te lo darán en seguida. El subdelegado es amigo nuestro. No sé si te acordarás de él: Carrese.
—Sí, sí. Ya lo creo.
—Le avisaré.
Vino Carrese a verme.
Este Carrese era un agente de negocios de Madrid, amigo de mi padre y mío. Cuando yo iba a la corte, por los años del 1816 al 20, y, después, en el período constitucional, solía acudir de tertulia a su casa, con un hermano del marino Churruca, y algunos otros. Estaba agradecido a mí, porque, en los tres años de Constitución, no dejamos los amigos de ir a visitarle, a pesar de ser él un fanático realista.
Carrese me recibió muy amablemente y me dio una tarjeta de seguridad.
Estuve seis días en San Sebastián, y, al cabo de este tiempo, marché a Irún a la fonda de Ramón Echeandia, compañero de mi niñez.
De los amigos de la infancia muy pocos vivían ya en Irún.
Todo el Aventino había desaparecido: unos habían muerto en la guerra de la Independencia, otros se habían embarcado para América.
El pueblo, a pesar de esto, era mayor, había llegado mucho forastero y tenía más tiendas que en mi época y dos o tres cafés.
Estaba entretenido en Irún, recordando los tiempos antiguos; había hecho nuevos amigos y solía charlar de política con completa libertad.
Un día estaba paseándome en la plaza, cuando aparecieron por la cuesta de San Marcial, que sube al pueblo desde el barrio del Bidasoa, tres hombres a caballo.
Uno de ellos se acercó a mí y me preguntó:
—¿Qué hora es?
Saqué el reloj y le dije la hora.
—¿No me conoce usted? —me preguntó desde el caballo.
—¡Diablo! Usted es un cervato.
—Sí; Bienvengas, el de Villar.
—Es verdad. ¿Y qué hace usted aquí?
—Voy a la fonda de Echeandia.
—Vaya usted. Allí nos veremos a la hora de comer.
Seguí paseando con los amigos y fui a la fonda. Me encontré con los tres caballistas, que me pasaron a su cuarto.
Eran cervatos de Villar del Ciervo, y habían servido con el Empecinado.
Los tres cervatos eran contrabandistas y se habían sublevado con el Empecinado y conmigo en la Ribera del Duero, a principio de 1820.
Dos de los cervatos se quedaron a arreglar el ganado, y Bienvengas me dijo:
—Don Eugenio, usted está dejado de la mano de Dios.
—Pues, ¿por qué?
—¡Usted en España! ¿Sabe usted lo que le ha sucedido al Empecinado?
—Sí; sé que está preso en Roa.
—¡Pero cómo lo tratan! El corregidor don Domingo Fuentenebro lo tiene preso en un calabozo inmundo, y los días de fiesta lo saca y lo manda exponer al público, en una jaula, para que los realistas le insulten y le escupan.
Yo palidecí, como si me hubieran pegado una puñalada.
—La madre de Martín llora delante de la jaula de su hijo, y la querida, aquella muchacha que vivía con el Empecinado, se pasea delante de la jaula del brazo de un oficial de voluntarios realistas.
—¡Qué final! Es que el Empecinado es terco. Yo le escribí dos veces desde Gibraltar, diciéndole que no se fiara de la capitulación de Extremadura, que fuera a reunirse conmigo…, y no hizo caso.
—Quizá no recibiera la carta. Y él sin usted está perdido.
—¿Y qué harán con él?
—Matarlo; piensan darle garrote.
—¡Si se pudiera hacer algo por ese hombre!
—¡Qué se va a hacer! Lo único que debe usted hacer es marcharse ahora mismo a Francia. Yo le acompañaré y, como conozco a los de la aduana, no le dirán nada.
—Es que tengo la maleta aquí en la fonda.
—Yo diré que se la manden a usted; pero váyase usted. Hágame usted caso.
Me trajeron uno de los caballos, y Bienvengas y yo fuimos camino de Behobia. Pasamos el puente sin dificultad y entramos en un fonducho.
—Ahora que está usted a salvo —me dijo Bienvengas—, le voy a decir por qué le he traído aquí en seguida. Es que hay entre nosotros uno que ha vivido en Roa y es realista, y ese es muy posible que le conozca a usted.
Comimos y, durante la comida, hablamos mucho y me dio noticias de los amigos. La mayoría de los oficiales del Empecinado estaban libres. Larreategui vivía en Madrid; Casimiro de Gregory estaba en París; los hermanos del general, Juan, Antonio y Hermógenes se habían escapado. De los vaqueros, el teniente Gotor estaba en Portugal y el sargento Juan de Dios en América.
Juan de Dios, según me dijo Bienvengas, había estado a punto de ser fusilado, pero le salvó un soldado de Merino, antiguo amigo mío y compañero de la guerra de la Independencia, Gil de Aguilera. El Chiquet se había marchado a Cataluña.
Mientras me hablaba, yo recordaba, como si los tuviera delante, a todos estos amigos; pero lo que más me obsesionaba era el pensamiento del Empecinado metido en la jaula.
Lo estaba viendo en su casa, cuando iba a buscarle para ir a cazar liebres con galgos al páramo de Corcos. ¡Era tan ingenuo, tan bondadoso!
El Empecinado tenía una casa de campo a orillas del Duero, cerca de Nava de Roa, en un sitio llamado el Salto de Caballo.
Era casi un aduar de moro pobre, con las ventanas pequeñas y sin ninguna comodidad. Tenía un viñedo hermoso, que lo trabajó, y una bodega casi a orilla del río y del camino de Peñafiel. El vino de su bodega era de excelente calidad y valía siempre hasta dos reales más en cántara que los de los pueblos inmediatos.
—¿Y de mí qué se dijo? —le pregunté a Bienvengas, para librarme del recuerdo del Empecinado en la jaula.
—Entre nosotros ha corrido la noticia de que usted había sido fusilado en las playas de Andalucía. Respecto a su casa de Aranda, ya no queda en ella nada, porque la han saqueado los realistas.
—Y vosotros, ¿qué habéis hecho?
—Pues nosotros, después de la capitulación de Extremadura, nos dispersamos. El Empecinado se marchó a su tierra y nosotros a Ceclavin a hacer contrabando con Portugal. Así estuvimos algún tiempo, hasta que unos cuantos ceclavineros formamos una sociedad para hacer contrabando, y nos pusimos en relación con políticos de Madrid y con comerciantes de Pamplona, Valladolid y Zaragoza. Hacemos el contrabando con Francia y con Portugal. Hemos metido ahora dos cargamentos de muchos millones por la parte de Navarra, y vamos hacia la línea del Ebro, para ponernos de acuerdo con los jefes de carabineros que pertenecen a la asociación. Bueno. ¡Adiós, don Eugenio! Hasta la vista. La maleta se la enviaré a usted en seguida —y Bienvengas me abrazó y me puso una bolsa en la mano.
—¿Qué me das aquí?
—Nada, una bicoca. Usted necesitará dinero. Ahí tiene usted veinte onzas.
—No, no las necesito. Si las necesitara, las tomaría, como si me las diera un hermano o un hijo, pero no las necesito. Muchas gracias.
El cervato me volvió a abrazar, y montó a caballo y se fue. Por la noche recogí mi maleta.
Salí de la posada de Behobia y encontré una muchacha que iba a Bayona en un caballo con cacolet, y me entendí con ella para hacer el viaje.
A pesar de que la chica era sonriente y alegre y le gustaba hablar, el recuerdo de la jaula donde estaba metido el Empecinado, expuesto a los insultos de la canalla, no se me podía borrar de la imaginación.
Hice una porción de proyectos todos inútiles y sobre el vacío. Llegué a Burdeos, y, para olvidarme de la impresión penosa de la jaula de Roa, me suscribí a un gabinete de lectura y me dediqué a leer.
Le escribí al general Mina a Inglaterra, contándole lo que pasaba con el Empecinado, pero no recibí contestación.
De allí a algunos días, se presentó de vuelta mi primo Berroa. Desde su llegada, observé en su semblante gran mudanza; sin duda, le habían dicho que yo era un revolucionario peligroso.
Pocos días después me dijo Zangroniz, en confianza, que Berroa hablaba de mí como de un hereje amigo de Mina y del Empecinado.
Dos meses después de mi llegada a Burdeos apareció mi tío Ibargoyen. Fuimos Zangroniz y yo a verle a Royán; venía en una fragata. Yo no le conocía a mi tío. En el tiempo en que yo estuve en Veracruz él se hallaba viajando.
Mi tío Ibargoyen era un hombre de más de sesenta años, alto, grueso, sonrosado, jovial, franco, generoso y amigo de francachelas. Toda la vida la había pasado en el comercio de la China con Nueva España, habiendo comenzado su carrera de piloto en las Naos de Acapulco.
En Méjico le llamaban el Chino. Había ganado millones y se los había gastado alegremente.
El tío Ibargoyen se hizo muy amigo mío, le conté yo las vicisitudes de mi vida y le hablé del triste final del Empecinado, metido en una jaula en Roa.
—¿Dónde está Roa? —me preguntó.
Le enseñé en el mapa de España dónde se encontraba este pueblo.
—Imposible —dijo él—; si estuviera encerrado en una prisión de un pueblo de la costa, yo era capaz de armar un barco para socorrerle; pero ahí, tan dentro de tierra, es completamente imposible.
Lo comprendí yo también así, y tuve que olvidar la suerte lamentable de mi general y mi amigo.
Desterrando el recuerdo de lo pasado, me dediqué a pensar en el porvenir.
Mi tío determinó hacer las compras de un cargamento, para venderlo en el mercado de Veracruz y en algunos otros pueblos de la costa mejicana. Se encargaron de la operación Zangroniz y mi primo Berroa; compraron grandes partidas de sedería francesa y varios miles de cajas de vinos de Burdeos y de Champagne. El valor del cargamento subió cerca de cien mil pesos.
Por entonces, un naviero vizcaíno, llamado Maíz, establecido en Burdeos, acababa de construir un bergantín, y se decidió hacer la expedición en él. El San Pablo era un hermoso barco. Lo mandaba el capitán Vander Weyer, marino holandés, y tenía una tripulación mixta de holandeses y franceses. Hecho el cargamento por Zangroniz y Berroa, el resto del cargamento lo realizaron La Torre, Íñigo, Ibarrondo y otros comerciantes amigos de mi tío, que tenían sus negocios en la costa mejicana. A petición de Zangroniz se me nombró a mí sobrecargo del San Pablo.
Embarcado todo el cargamento y listo el buque, fuimos una mañana todos a la catedral de Burdeos a oír la misa de partida.
Seguidamente, nos encaminamos al muelle, y, en una lancha grande, nos embarcamos el armador Maíz y los demás interesados en la expedición. En el bergantín estaba puesta la mesa sobre cubierta, porque hacía un tiempo delicioso. Íbamos de pasajeros un comerciante establecido en Santo Tomás, tres jóvenes que le acompañaban, mi primo y yo. Comimos, hubo sus discursos de rúbrica, se levaron las anclas y comenzamos a navegar por el Garona abajo, hasta Royán.
Nos despedimos de todo el mundo, pasamos la barra y nos pusimos en franquía.
Un año después, estando en Alvarado, en Méjico, con un ataque reumático en cama, leí el terrible final del Empecinado en un periódico francés.
El guerrillero, al ser conducido de la prisión de Roa al cadalso, había roto las cuerdas que le ataban, y, arrancando la espada de las manos del jefe de la escolta, había intentado abrirse paso entre los esbirros. Los voluntarios realistas se habían echado sobre él y le habían cosido a bayonetazos. El corregidor, don Domingo Fuentenebro, mandó subir el cadáver al tablado y ordenó colgarlo por el cuello.
Itzea, febrero, 1920.