ESTÁBAMOS en Tarifa esperando nuestro barco cuando el día primero de diciembre de mil ochocientos veinte y tres lo vimos cerca de la punta de las Palomas. Marchamos a él; Mac Clair y yo subimos a cubierta y avisamos al capitán para que saliesen a recoger el cargamento de fusiles.
Era el Fénix un brik-barca de unas trescientas o cuatrocientas toneladas, sucio, negro y grasiento.
En aquel momento, de sus grandes palos caían sus velas, llenas de remiendos, como harapos puestos a secar. Hacía mal tiempo, llovía y la temperatura estaba baja.
El capitán Willian Clark, un albino malhumorado, y el contramaestre John Porter, un lobo de mar, de nariz fundida al rojo cereza por el alcohol, hombre que arrastraba la pierna e iba acompañado de un perro de lanas tan sarnoso como el barco, y los marineros dieron orden para que el bote, con unos remeros, se acercara a la costa y fuesen trayendo los fusiles.
El Fénix, por sus trazas y por su tripulación parecía un barco pirata. Los hombres reclutados por la Sociedad Filohelena, de Londres, no tenían un aspecto completamente distinguido.
No hubieran podido formar parte del club Watier londinense, ni figurar al lado del dandi Jorge Brummel. Iban todos muy derrotados, con trajes harapientos, y llevaban muchos gorro griego. Era en lo único que se les conocía su filohenismo.
Vi entre ellos a mi amigo Flinders, el gran literato. Este había abandonado su baúl de obras maestras, y después de arruinarse definitivamente iba a Grecia a probar fortuna.
Le saludé, hablamos y me dijo pestes de Will Tick, a quien acusaba de haberle engañado miserablemente.
No era muy cómoda la estancia en el Fénix, no había sitio, y el coronel Mac Clair y yo nos tuvimos que acomodar de mala manera en el sollado.
A las pocas horas de estar en el barco, supimos que iba con nosotros una dama inglesa de gran posición, miss Elisabeth Barnett.
Esta señora era una solterona que viajaba con una criada y un criado. Miss Elisabeth tenía el mejor camarote del barco y monopolizaba la toldilla de popa.
Esta dama, según se decía, era sobrina de lady Esther Stanhope, la reina de Tadmor, la pitonisa del Líbano, de esta mujer extraordinaria que fue hace unos años a vivir a la Siria, donde intentó fundar un reino y vivir como una emperatriz antigua, dominando a los hombres con la violencia y haciendo el papel de adivina.
Nuestra inglesa quería hacer algo parecido.
Sin duda, el caso de lord Byron y el de lady Stanhope iba trastornando el juicio a las mujeres de Inglaterra.
No sé si miss Elisabeth Barnett pretendía emular las glorias de lady Esther. Miss Elisabeth no tenía condiciones para ello; esta solterona era una cómica y una cómica mala. Algunas veces, vestida con una túnica blanca, se presentó entre nosotros y nos lanzó una alocución hablando de la Grecia inmortal, pero lo hizo de una manera tan afectada y con unos gestos tan poco naturales, que produjo la risa en lugar del entusiasmo.
La única popularidad que consiguió en el Fénix fue debida a que repartió algún dinero entre los voluntarios que iban a Grecia.
Uno de los filohelenos, Flinders, le dedicó una poesía titulada «Al hada del Fénix». Y en broma la llamábamos todo así: el hada del Fénix.
La criada de miss Barnett era una francesa guapetona, una mujer de unos treinta años, rubia, de cara ancha y juanetuda, un tanto chata, que tenía mucha gracia y mucho desparpajo.
Los filohelenos andaban tras ella a todas horas, y se produjeron entre los nuestros riñas tremendas.
Seríamos sesenta o setenta los pasajeros del Fénix, la mayoría ingleses, escoceses e irlandeses; algunos alemanes y franceses y unos cuantos italianos.
Como era natural, Mac Clair y yo nos reunimos al grupo de los ingleses. Se desarrolló en seguida una rivalidad y un odio entre los diversos grupos nacionales, incomprensible. Dentro de todos ellos reinaba la cizaña. Flinders contó en el grupo inglés que mi padre y yo éramos disecadores, y con este motivo se hicieron mil chistes y se acostumbraron a llamarme Vientre de Paja. Como abusaron un tanto de la gracia, tuve que administrar unos cuantos puñetazos a un estúpido paisano mío, serio y de ojos de rana, que desde entonces cesó en el empleo abusivo de este chiste.
A Mac Clair le comenzaron a llamar el Sepulturero y a decir que daba la mala suerte al barco.
Afortunadamente, no pasó nada en la travesía, porque si no Mac Clair hubiera estado muy en peligro de ser echado al mar.
Nuestro grupo de ingleses era alborotado, pero no lo era menos el de los escoceses, irlandeses, alemanes, franceses e italianos. Los escoceses e irlandeses se emborrachaban, tocaban la gaita y bailaban, y gritaban como salvajes.
—Allá tendremos que batirnos —decían—; mientras que podamos, bebamos y divirtámonos.
Los franceses e italianos, que eran en conjunto siete u ocho, jugaban a las cartas. Un gascón, que parecía hombre ilustrado, se dedicaba a insultar a todos los pasajeros.
Les llamaba viejos caimanes, carroña, montón de cerdos. Les decía que no comprendían la misión que llevaban a Grecia, que no tenían idea de la grandeza de este país, de la Hélade, y adornaba sus discursos con sus Te!, Pardi! y Sacredieu!
La verdad es que entre aquellos filohelenos, al menos de nombre, no había ninguno que tuviese una idea aproximada de Grecia, ni de su historia.
Ninguno de nosotros sabía gran cosa de la antigüedad clásica, y absolutamente nada de la historia griega moderna. Unos se habían enganchado por miseria y por desesperación, otros, por espíritu de aventura.
Cada cual se formaba una idea distinta de Grecia; unos soñaban en los tesoros, otros en las mujeres, algunos aspiraban a ser generales. Muchos tenían la preocupación constante de ser empalados por los turcos, preocupación que llegó a borrarse a fuerza de bromas. Muchas veces se discutía en el barco acerca de turcos y griegos; cosa extraña, todo el mundo tenía más simpatía por los turcos que por los griegos. Para la mayoría, los turcos eran hombres fuertes, robustos, gente valiente, con unas barbas grandes, unos pantalones anchos y unas cimitarras corvas.
De los griegos no se tenía tan buena idea. Se suponía que eran como los tipos de las estampas que corrían por Europa; unos hombres delgados, de bigotes finos, con unos trajes llenos de lentejuelas.
Acerca de lord Byron corrían extraños rumores. Para muchos era un misántropo y un anglófobo; para otros, una especie de Manfredo desesperado, altanero, que vivía fuera de la sociedad, que mandaba matar al que le disgustaba; algunos lo tenían como un Don Juan terrible, un pirata, que conquistaba mujeres y bebía el vino en una calavera; para los más cultos era principalmente un revolucionario. La verdad es que no sabíamos lo que nos esperaba. No conocíamos ni Grecia, ni el jefe que nos iba a mandar.
Lo único que yo veía cierto era que la tropa que marchaba de Europa era bastante mala, y que a no ser que hubiera una organización casi perfecta en Missolonghi, con el elemento aquel no haríamos gran cosa de provecho.
Así fue esta expedición una de las más célebres del siglo XIX, principalmente por la intención, porque por lo demás apenas hicimos nada.
A los dos días de navegar por el Mediterráneo el tiempo empezó a mejorar, y de repente comenzaron unos días espléndidos. Este mar y este cielo tan azul, al principio me producían cansancio; me parecía su belleza una belleza monótona. Los días de viento había únicamente un poco de cabrilleo en las olas.
De noche teníamos luna llena. ¡Qué cosa más extraordinaria! La luna, redonda, con su luz de plata, iluminaba una gran faja del mar, que parecía un ancho camino blanco, en el cual se agitaran ondinas y tritones.
Algunas veces las nubes avanzaban por el cielo, y la luna, oculta, filtraba los rayos por algún agujero de los nubarrones y dejaba un vago cabrilleo misterioso sobre las olas a larga distancia.
A medida que la luna fue menguando el blanco camino de plata por donde se paseaban, sin duda alguna, las sirenas y los tritones fue estrechándose hasta desaparecer por completo.
He pasado los días mirando el Mediterráneo, intentando ver si se me ocurre algo nuevo en la contemplación de un mar tan bello. Sólo cuando se van articulando los lugares comunes en la cabeza es cuando se empieza a discurrir, vulgarmente, cierto, pero únicamente entonces.
Antes de esa articulación de lugares comunes por el solo ímpetu del espíritu no hay ideas. ¡Es lástima! He escrito unas cuantas frases en mi cuaderno, pero no tienen ninguna originalidad.
Cuando se entra en el Mediterráneo, desde el Océano, parece que se pasa de un mundo a otro, de un mundo de actividad y movimiento a un mundo más suntuoso, más inmóvil y más muerto.
En el Mediterráneo hay la belleza de la proporción y de la línea; en el Océano el vago encanto de lo ilimitado; el Mediterráneo tiene islas de mármol; el Océano, islas de esmeralda; en el Mediterráneo, sobre la onda azul, se destacan las costas blancas y amarillas, los montes plutónicos, la lava, los olivos, los cipreses y los naranjos; en el Océano, sobre la linfa verde, apenas se marcan las pálidas dunas, las abras y los acantilados sin color y sin dibujo. En el Mediterráneo las cosas brotan duras, cuajadas, sobre el agua espesa y salina, bajo la atmósfera limpia y transparente; en el Océano, los paisajes están hechos de niebla, de humedad, de formas confusas y vagas.
En el Mediterráneo todo parece tradición e historia; en el Atlántico, todo parece improvisación y novedad; en el uno todo está constituido, en el otro todo por constituir. Esas puntas amarillas que avanzan en el mar bajo la extensión azul del mar latino parecen huesos, fuertes destruidos, puentes rotos, conventos, ciudades en anfiteatro suntuosas, fastuosas, siempre algo del pasado.
En el Mediterráneo no hay marea, y el agua alcanza siempre en la costa casi el mismo nivel; en el Océano las mareas son grandes.
El Mediterráneo no respira apenas, y su ola no tiene pulsación; el Atlántico respira con una fuerza salvaje, se hincha y se deshincha, mostrando en el reflujo sus fondos de roca y en los ríos el légamo negruzco, sobre el que se tienden las barcas de los pescadores.
El Mediterráneo es paz y armonía; el Atlántico, lucha y contradicción.
El Atlántico tiene una mitología hórrida, resto de la época en que el mar era un gran peligro: el pulpo del Maëlstrom, las arañas de los Kraken, la isla del Fuego con sus piratas; el Mediterráneo tiene una mitología más clara y más solemne, sirenas, ninfas, delfines, y otros seres fantásticos dirigidos por el tridente del Poseidón.
El Mediterráneo es Oriente, Eneas y Palinuro, la leyenda del vellocino y el gorro colorado; el Atlántico es el caos, los vascos pescadores de ballenas, los vikingos, los normandos conquistadores, y, al mismo tiempo, la Atlántida y el Jardín de las Hespérides; el Atlántico es la alta piratería, los grandes naufragios, el bergantín negrero, el marino con un anillo en la oreja y una cacatúa en el hombro.
El Mediterráneo es un mar clásico y, al mismo tiempo, realista; el Atlántico se un mar romántico y turbulento.
El Mediterráneo es más constante, más parecido a sí mismo; el Atlántico es la eterna variación, el eterno cambio. El Mediterráneo es, y sobre todo ha sido estética, y socialmente ha llegado a su devenir; el Atlántico está siendo, está todavía en su iniciación.
El hombre del Mediterráneo es la expresión correcta, las fórmulas hechas; el hombre del Atlántico es el ímpetu, aun sin moldearse.
El Mediterráneo sugiere la idea de la tarde y la del crepúsculo; el Atlántico, la de la mañana.
Si cada mar tuviese que tener sus reyes, el Mediterráneo tendría que dividirse en dos reinos: el Mediterráneo oriental para Homero, el Mediterráneo occidental para Virgilio; hacia Troya, Ulises; hacia Cartago, Eneas.
En el Atlántico los poetas genuinos son los bardos, el sentimiento antes de la ciencia y del arte.
A Shakespeare y a Byron les correspondería el estrecho de Gibraltar; allí donde se mezcla el brío del Océano con la armonía clásica del Mediterráneo.
Estuvimos en Nápoles un día, que aprovechamos el coronel Mac Clair y yo en recorrer la ciudad en un calessino desvencijado. El cochero nos dijo si queríamos conocer unas muchachas. Mac Clair contestó sacando la Biblia y poniéndose a leer. Luego aseguró que Nápoles es una ciudad aburrida y monótona.
—Hombre, no —le dije yo.
—¿Cómo quiere usted comparar esto con Edimburgo?
Mac Clair no es más que un occidental, y para comprender los pueblos hay que ser occidental unas veces, y oriental otras, y tener el alma con muelles como los coches de doble suspensión.
En lo único que quedamos conformes Mac Clair y yo fue en que esa frase de Vedi Napoli e poi mori no era nuestro ideal. No sentimos ni él ni yo el menor deseo de morirnos después de ver Nápoles.
Salimos de Nápoles con buen tiempo, pasamos al amanecer por el estrecho de Mesina, y vimos la ciudad respaldada en una alta sierra.
Todo el mar estaba lleno de velas latinas de las barcas de los pescadores.
Cruzado el Estrecho seguimos adelante, y la niebla se nos echó encima entre los escollos de Scila y Caribdis.
Mac Clair tampoco creía gran cosa en Scila y en Caribdis.
Nuestra barca llevaba cartas para lord Byron, y pensando que el poeta se encontraba en Argostoli, nos fuimos acercando a la isla de Cefalonia.
Entramos en el puerto de Argostoli y nos dijeron que hacía ya tres días que el lord había salido para Missolonghi.
Me hubiera gustado echar una ojeada a la isla, pero no había tiempo. Me contenté con mirar con el anteojo de Mac Clair una montaña, en parte cubierta de pinos, y en parte de maleza, y las casas bajas de Argostoli como dados blancos con pequeñas ventanas. La tierra, por los alrededores, era blanca, resquebrajada, con aspecto de lava, con algunos matorrales oscuros por donde triscaban rebaños de cabras.
Por todas partes la costa era de piedras secas que parecían ruinas.
Nos hicimos a la mar, y de noche, con gran cuidado, nos fuimos acercando al golfo de Patras. El cielo estaba muy estrellado. Los marineros iban cantando canciones patrióticas. Nos cruzamos con una fragata turca, apagamos el farol y arriamos las velas; todo el mundo calló y la fragata pasó sin vernos. Al amanecer cruzamos con algunos místicos griegos, que al ver nuestra bandera inglesa aplaudieron con gran entusiasmo y algazara.
Por la mañana estábamos delante de Missolonghi. El mar tenía un brillo de cristal, y algunas nubes rojizas, que al principio tomé por montes, se dibujaban en el cielo.
Esperamos Mac Clair y yo con ansia a que comenzara el día.
Eran los comienzos del mes de enero; el sol tardó en salir.
Apareció entre brumas, como un disco rojo, por encima de las altas rocas de un monte pedregoso y estéril, el monte Aracinto, y fue iluminado un paisaje de tierras blancas, calcáreas, sin vegetación.
Al pie de la sierra, a orillas de un lago muy azul, vimos una aldea. Era Missolonghi.
Cerca de Missolonghi había varios barcos griegos, y, entre ellos, el Cefaloníota, el místico de lord Byron. El capitán nuestro fue a ver a lord Byron en el bote y volvió al poco rato con dos oficiales de marina.
No parecía sino que éramos deportados por lo mal que nos recibieron.
Al mediodía nos dieron la orden de bajar a tierra. El sol apretaba de firme. El cielo estaba azul y el mar tan azul como el cielo.
Mac Clair y yo experimentamos una gran decepción al saltar a Missolonghi. Aquello era una aldea miserable. El paisaje de los alrededores no podía ser más triste. Montes calcinados, atormentados, sin árboles, arenales, un pueblecillo polvoriento, sin jardines, sin nada verde, quemado por el sol. Yo mismo quedé defraudado. A pesar de que me había dicho repetidas veces que no debía entusiasmarme, llevaba en la imaginación la idea de una ciudad formada por pequeños partenones.
Era el espejismo de los nombres sonoros. Bajamos en Missolonghi y fuimos todos formados a una barraca donde había dos oficiales ingleses de la brigada del coronel Stanhope, que nos tomaron la filiación.
Luego nos hicieron una serie de recomendaciones y nos dijeron que no intentáramos tener relaciones con el elemento civil, porque estaba prohibido.
Missolonghi, entonces pequeña ciudad, sin abolengo y sin historia, contaría unos cuatro o cinco mil habitantes, de los cuales unas ochocientas familias eran griegas.
Fundado por pescadores, estaba asentado sobre un terreno pantanoso; en algunas partes, más bajo que el mar.
La situación de Missolonghi, al borde de una laguna, hacía que algunos griegos entusiastas la compararan con Venecia.
Esta laguna, a medias pantano de agua dulce, y a medias marisma, ocupaba una gran extensión y aumentaba de tamaño desde hacía tiempo a expensas de las tierras de labor.
Limitando la laguna de Missolonghi por el lado del mar había un cordón de islas, roto aquí y allá: los Procopanistos. Las olas batían constantemente esta línea de peñascos que separaban la albufera missolonghiota del mar Jónico.
Entre los arrecifes de los Procopanistos había algunos islotes grandes, como el de Basilades, Aisosti, Scilla y Cleisovo. En estos islotes, ya de algún tamaño, se levantaban torres, y alrededor estacadas para defender las entradas de la laguna.
En la isla de Basilades había un fuerte de piedra, y en la de Aisosti una capilla aspillerada que servía de defensa.
La laguna de Missolonghi se extendía bordeando el monte Aracinto y tenía, a medida que avanzaba en la tierra, un seno más estrecho.
Al comienzo de este seno, en que se hacía más angosta la laguna, se hallaba un pueblo colocado en una isleta, llamado Anatólico.
Anatólico parecía un barco encallado en las rompientes.
Las orillas de la albufera de Missolonghi eran áridas, cubiertas de algas y musgos verdes, que se corrompían en las mareas bajas, produciendo emanaciones pestilentes.
Afortunadamente, el viento del mar soplaba con fuerza y purificaba el aire; si no, no se hubiera podido vivir en las inmediaciones.
Mirando desde el mar al monte Aracinto, se veía una mole seca, pedregosa, terrenos plutónicos, con ruinas de murallas y de pueblos.
Al pie del monte y al borde de la laguna había un mal camino, que tenía a la orilla algunas miserables cabañas de pescadores, camino que, con la lluvia, se convertía en un arroyo pantanoso.
Varias veces recorrí este camino con el caballo hundido hasta los ijares, mientras los patos salvajes pasaban revoloteando por encima de mi cabeza.
A un lado de Missolonghi, ya fuera de la laguna, en las estribaciones del Aracinto que daban hacia el mar, había una planicie que se llamaba la llanura Lelante o Anachaida, que estaba cruzada por un río, el río Fidaris o Ebenus, seco si no llovía y torrencial cuando caían unos cuantos chaparrones.
Este río tenía dos afluentes: el de Galata, que pasaba por un pueblo en ruinas del mismo nombre, y el de Hypochori.
Al borde del río Ebenus se veía un pueblo en ruinas, con restos de castillo y murallas, a quien los naturales llamaban Plevrone, porque había una segunda Plevrone, también en ruinas, en la parte del Aracinto, que daba a la laguna, entre Missolonghi y Anatólico.
A poca distancia de la llanura Lelante, en una pequeña bahía, estaba Barasova, pueblecillo con una vieja torre ruinosa.
Estos lugares próximos a Missolonghi fueron el teatro de nuestra acción, que, ciertamente, no tuvo nada de extraordinaria ni de heroica.
Después de ser alistados e identificados, Mac Clair quedó en la brigada de Stanhope como oficial de ingenieros, y yo como ayudante suyo.
No estaba la legión extranjera de Missolonghi tan disciplinada como nosotros pensábamos; había una porción de oficiales y jefes franceses, ingleses, alemanes e italianos en disponibilidad, porque no tenían tropas que mandar. Los ingenieros y artilleros eran los más solicitados y los que más pronto encontraban plaza vacante. Los que venían de la Europa occidental con sus documentos de haber servido como oficiales de caballería, no encontraban puesto, porque los griegos no los querían.
Había entre nosotros tres mandos diferentes: el de los comités griegos, el del coronel Stanhope y el de lord Byron.
Stanhope estaba en completo desacuerdo con lord Byron. El coronel reprochaba al lord, que quería hacer una guerra literaria, lo que le parecía una ridiculez. En parte, el militar estaba en lo justo, porque la guerra parece que debe tener una técnica; pero el poeta tenía su razón también, porque, gracias a su prestigio literario, había conseguido que Europa entera se preocupara de su expedición y se dispusiera a ayudar a los griegos.
El coronel, por lo que nos dijo, pretendía que Byron no interviniera para nada en detalles de cuestiones militares, pero el poeta se creía omnisciente y pretendía entender de milicia tanto como de poesía.
Desde su desembarco, el 5 de enero, el lord estaba trabajando sin descanso en contratar un empréstito en Inglaterra, quería reformar la sociedad inglesa de los filohelenos y estudiaba, al mismo tiempo, los medios de humanizar la guerra entre turcos y griegos, pensamiento noble, pero, por entonces, perfectamente irrealizable.
Su plan militar consistía en fortificar Missolonghi y en organizar un pequeño ejército de ataque.
Este ejército estaría formado por dos mil quinientos griegos al mando de sus jefes, por las legiones extranjeras a las órdenes del coronel Stanhope, que no se sabía a punto fijo con qué número de soldados contaría, y por un batallón de suliotas, que quería mandar el mismo lord en persona.
Con estas fuerzas pensaba Byron atacar el castillo de Lepanto.
La hada del Fénix, miss Barnett, tuvo mal éxito en su empresa. Lord Byron se empeñó en no verla, y, por más cartas, avisos y recados que le envió, el poeta no quiso acceder a hablar con ella.
El coronal Stanhope la recibió muy fríamente. Un hombre como el coronel, que tenía a Byron por poco práctico, naturalmente, tenía que mirar con desdén la fraseología poética de segunda mano de miss Barnett.
El elemento militar griego con que se contaba era muy malo. Estaba formado por montañeses, algunos verdaderos bandidos, y pescadores.
A los montañeses, a unos llamaban palikaros y a otros suliotas. Los palikaros eran los de la parte de Morea, y los suliotas de Suli.
Unos y otros despreciaban profundamente a los griegos, sobre todo a los griegos cultos, a los que llamaban phanariotas. Los palikaros y los suliotas tenían costumbres parecidas a los turcos. Unos y otros eran pésimos soldados, insubordinados y rebeldes. Al morir Marcos Botzari en el Epiro, recomendó a lord Byron un pelotón de suliotas. Byron quiso aceptarlo como su guardia, y le asignó mil duros al mes; pero eran los cuarenta suliotas tan turbulentos, tan mentirosos, tan enredadores, que Byron los despachó, los incorporó al resto del ejército y les siguió dando su asignación.
El gobernador de Missolonghi pensó que dar tanto dinero a los suliotas era un absurdo, e intentó emplearlo en otros fines, pero los suliotas se le sublevaron.
Mac Clair y yo fuimos destinados a la fortificación de Missolonghi.
Missolonghi era una aldea pobre y sin ningún atractivo. Mac Clair y yo pensamos en ir a vivir al pueblo, suponiendo lógicamente que los habitantes tendrían entusiasmo por los extranjeros llegados allá para defender el país, y nos encontramos con todo lo contrario.
Los griegos nos odiaban.
En vista de esto, y con el consentimiento del coronel Stanhope, nos instalamos en una barraca de madera, que llegamos a convertir en una habitación confortable.
A los pocos días comenzamos a trabajar en los planos de la fortificación de la ciudad.
Se había pensado en rodear Missolonghi de murallas y de baluartes.
Desde el comienzo de la guerra de la Independencia griega, Missolonghi había sido atacada varias veces por los turcos con poca fortuna.
La situación de la plaza era muy buena para el defensor y mala para el agresor. Además de esto, los turcos habían tenido la desgracia en el último sitio de ser diezmados por la peste.
Cuando comenzó este último sitio, los griegos no habían hecho más que comenzar a fortificar la ciudad y a guarnecer las murallas de tierra, con torres y baluartes. Estando en esta labor se les presentó a atacarles Omar Vrione, capitaneando un ejército numeroso, y se colocó en la falda del monte Aracinto.
La guarnición de Missolonghi se encontraba con muy pocos medios de resistencia. El caudillo griego Marcos Botzari, en quien se tenían grandes esperanzas, acababa de morir en el Epiro.
Su hermano Constantino entró en Missolonghi con su gente y se aprestó a la defensa. Al cabo de dos meses de sitio, cuando la resistencia de Missolonghi comenzaba a desfallecer, fue cuando se declaró la peste en el ejército otomano, pero de una manera tan fuerte que Omar Vrione tuvo que abandonar inmediatamente los alrededores de Missolonghi.
Al mismo tiempo, otro caudillo griego, Maurocordato, entraba en la laguna de Missolonghi con algunos barcos hydriotas, y la ciudad quedaba libre por tierra y por mar.
Entonces se pensó que Missolonghi podía ser el baluarte de la independencia griega, y se la quiso poner en condiciones de sostener un sitio en regla. Los oficiales de artillería y los ingenieros, entre ellos Mac Clair, hicieron los planos de las nuevas fortificaciones y se comenzó a trabajar.
Primeramente se restauró la muralla por la parte de tierra y por la del mar, revistiendo los sitios débiles con piedras y argamasa.
Durante más de dos semanas tuve yo que ir al monte Aracinto con los trabajadores griegos a unas canteras a sacar piedra.
Un italiano del Piamonte, Josué Magnani, que llevaba algún tiempo allí, y un joven alemán, Werner, iban conmigo de intérpretes.
El trabajo se prolongaba mucho, porque los missolonghiotas no eran partidarios de un esfuerzo asiduo y constante. Los franceses, alemanes e ingleses, que hubieran sido buenos obreros, no querían hacer estos trabajos pesados.
Herman Werner, el alemán que me acompañaba, era un muchacho muy instruido. Sabía el griego antiguo y estaba aprendiendo el moderno, y tomaba notas de todo cuanto veía.
Werner me explicaba las ideas y las preocupaciones de los griegos.
Me dijo que estos consideraban el monte Aracinto como un lugar misterioso, poblado por seres imaginarios, faunos, panes, egipanes y tityros. Comentando las hazañas de estos monstruos u oyendo cantar a los tordos los griegos pasaban demasiado tiempo sin hacer nada.
En el monte Aracinto había una ermita sobre una roca, dedicada al profeta Elías. A esta ermita se subía por una escalera pendiente, cuya pared de roca estaba llena de exvotos. Cerca de esta ermita, en un grupo de árboles, solíamos almorzar Magnani, Werner y yo. Muchas veces oíamos a los zagales que tocaban una flauta de caña rodeados de sus cabras.
Nos contó Magnani que un viejo ladrón de Anatólico fue un día a la ermita con un saco y se llevó todos los objetos de oro, de plata y de pedrería que había allí.
El ladrón anatolicense decía:
—Virgen soberana, permite que te despoje de esta corona que te ofreció un canalla, ladrón y usurero; deja que me lleve esta alhaja, regalo de un asesino, manchado con mil crímenes. ¡Malditos sean!
El ladrón anatolicense llenó su saco y se fue; pero al ir a vender las alhajas fue preso, y el gran visir le mandó ahorcar.
El alemán se reía al oír esto a carcajadas.
Magnani, Werner y yo recorrimos el Aracinto a caballo, y llegamos, en nuestras excursiones, a una sierra de montañas, llamada Rachi, y pasamos el desfiladero de Cleisura.
Werner solía leernos un trozo de la Ilíada en griego y luego nos lo traducía.
En vista del terrible fracaso de miss Barnett, decidió marcharse de Missolonghi a Siria a buscar a su tía lady Stanphone. La criada Susana no quiso seguirla. Susana decidió hacer una barraca junto a la nuestra y poner una cantina. A mí me pidió mi opinión.
—Sí —le dije yo—. Estaría bien si esto durara, pero yo no veo que esto vaya a durar. El mejor día nos tendremos que marchar todos.
—¿Por los turcos?
—No, porque no nos pagarán.
Susana no tomó en cuenta estas razones y se decidió a quedarse, y consiguió que los soldados le hicieran un barracón de madera, cubierto de tejas, donde puso su cantina.
Una mujer como aquella, guapetona, valiente y que estaba dispuesta a hacerse rica, tuvo un gran número de pretendientes. Según la voz general, Werner y yo hubiéramos sido los favorecidos, pero Werner leía demasiado a Homero, y yo demasiado a Schelley y a Goethe para entusiasmarnos con la cantinera.
Los tres rivales de la bella Susana eran Magnani, un jefe de policía de Missolonghi y un armatola o capitán de los palikaros, que era un hombre bruto, feroz, que le gustaba amenazar a las gentes.
Este armatola andaba con unos soldados harapientos, todos armados hasta los dientes.
Una noche estábamos de tertulia en la cantina de Susana el policía, Werner, Magnani y yo, y otros dos o tres, cuando fueron entrando los palikaros con sus fusiles y se apoderaron de la tienda.
Después entró su armatola. Venía envuelto en una gran capa de lana blanca. Estaba borracho. El policía se acercó a él a preguntarle qué significaba aquella invasión. El armatola no le contestó, le dio un empujón y le escupió a la cara. Después, acercándose a Susana, la agarró de la cintura. La cantinera no se inmutó y se defendió sin dar importancia al ataque.
El capitán de los palikaros se acercó a Werner y a mí con intenciones agresivas. Yo tenía la pistola cargada dentro del bolsillo. El palikaro, al ver nuestra impasibilidad, cambió de aspecto, se sentó en una mesa y pidió café. Magnani y el policía habían desaparecido. El jefe palikaro se puso a tomar café, ceñudo y sombrío; sus soldados se fueron marchando. Era el armatola hombre joven, moreno, vestía una blusa de mangas abiertas, pantalones anchos, polainas, un gorro rojo y un cinturón de cuero, donde llevaba el pañuelo, la bolsa, un puñal y una pistola.
Iba Susana a cerrar la cantina y nosotros a salir cuando apareció de nuevo Magnani y el policía griego. Magnani venía con un aire torvo, con los dientes apretados y los ojos brillantes.
El policía griego avanzó con aire amable, se acercó al palikaro, le quitó el puñal y la pistola, y, de pronto, le dijo algo feroz y terrible y le escupió en los ojos.
El palikaro se levantó, pero Magnani le dio un empujón y le hizo sentarse de nuevo.
—¡Ladrón! ¡Cobarde! —le gritó el griego al palikaro—, insultas cuando estás entre los tuyos, ¡perro!
—Y solo también contra ti.
—Vamos ahora mismo —gritó el griego.
—Vamos.
Salimos todos de la cantina. Era todavía de noche. Una fila de luces de las barcas de los pescadores se veía en el mar oscuro, y se oía el ruido de las olas, que se estrellaban acompasadas en la costa. Amaneció. Werner trató de que se hiciera un desafío en regla, pero el griego y el palikaro no querían esperar.
Se les dio a cada uno un sable y se les puso frente a frente.
En aquel momento sonó un tiro, y el palikaro cayó muerto con la cabeza abierta.
No nos quedó duda de que entre Magnani y el policía griego habían preparado la muerte del montañés. Al poco tiempo, Magnani desaparecía de Missolonghi. Susana la cantinera siguió dando esperanzas y buenas palabras al policía, hasta que un día traspasó la cantina y se marchó con un comerciante turco a Constantinopla.
Cuando se concluyó de sacar piedra, volvimos a trabajar en la muralla. Cada uno de los baluartes que se construiría llevaría el nombre de algún héroe o de algún personaje relacionado con la independencia griega. El primer baluarte se denominó de Marcos Botzari. Comenzando por este, y dando la vuelta al recinto fortificado, estarían la torre de Coray, la batería del general Norman, la batería Miauli, el baluarte Franklin, la batería Tokeli, la torre de Guillermo Tell, la torre de Kosciusko, la batería Kiriaculi, la tenaza de Montalembert, la batería de Rhigas, la luneta de Orange y la batería Macris.
Estos baluartes y fortines quedarían próximos uno de otro; por el lado de tierra habría un gran foso para defender la entrada de la ciudad.
Ocupados en esta obra, apenas nos enteramos de lo que ocurría en Missolonghi.
Todo el mundo iba a ver a lord Byron, a hablarle de sus asuntos, a exponerle sus quejas; yo no quería molestarle, y así sucedió que no le llegué a conocer.
El poeta, al parecer descontento, determinó bajar a tierra lo menos posible y recibía las visitas y las comisiones en su barco.
Byron pretendió poner un poco de orden en la anarquía griega y dar fin a las rivalidades de los jefes.
La cosa fue imposible; la discordia era cada vez mayor y estallaba a cada paso, hasta dentro de la misma brigada que mandaba el lord, entre los suliotas que le había recomendado Marcos Botzari a su muerte.
Al parecer, se seguía pensando en la expedición contra Lepanto, pero los preparativos eran muy lentos.
En esto comenzó a correr la voz de que la salud de Byron se hallaba muy quebrantada, por los repetidos ataques de fiebre y por los continuos disgustos.
La mayoría de la gente pensaba que el poeta no duraría mucho. Un día de abril se dijo que había hecho una salida a caballo, se había mojado y que guardaba cama.
Una semana después, nuestro lord moría, a consecuencia de una inflamación cerebral. Se le hicieron grandes exequias, y todos los jefes griegos aparecieron muy unidos… y muy contritos.
Dos días más tarde, Mac Clair, que seguía enfermo, me pidió que fuera a ver al coronel Stanhope, para preguntarle qué íbamos a hacer.
Stanhope me dijo que, probablemente, reembarcaríamos, y añadió:
—Yo me he comprometido con lord Byron a dirigir la campaña, porque el poeta era un inglés de cuya palabra se podía uno fiar; pero no me pasa lo mismo con los jefes griegos que hoy afirman una cosa y al día siguiente la contraria.
Le pregunté si tendríamos barcos para todos y me contestó que era una dificultad que había que resolver como se pudiera.
—¿El coronel Mac Clair y yo tenemos entonces libertad para marcharnos, si encontramos ocasión? —le pregunté.
—Desde luego.
—¿Quedamos desligados de nuestro compromiso?
—En absoluto.
Como yo sabía el espíritu de contradicción y de suspicacia que había entre los griegos y su poca simpatía por los extranjeros, hice la gestión ante el comité, para que nos reconocieran a Mac Clair y a mí nuestros grados. El comité rechazó la petición y nos encontramos libres para abandonar Grecia.
Solía ir desde entonces todos los días al puerto a averiguar si llegaba algún barco. Un día vi bajar de una lancha a un caballero elegante, de frac azul, con botones dorados, pantalones de paño gris y chaleco blanco de piqué.
Era el hombre rubio de la Sala de Cortes de Sevilla, que me habían dicho que había sido capitán del Empecinado.
—Yo le conozco a usted de Sevilla —le dije.
—¡Es verdad! ¡Qué extraña casualidad! —exclamó él, al decirle dónde le había conocido.
Nos estrechamos la mano. Le conté mi historia y él me contó la suya.
Este hombre era Aviraneta. Me dijo que había ido a ver a un consignatario, para tomar una plaza en la corbeta Egina, que iba a partir, de un momento a otro, con rumbo a Nápoles. Pedimos pasaje Mac Clair y yo en ella, y nos dieron dos de tercera, porque ya no había otros.
Le preguntamos a Aviraneta dónde vivía en aquel momento.
Nos dijo que en una barca griega, en la que había venido desde Alejandría, y que estaba esperando órdenes para salir de Missolonghi. Le indicamos que hiciera gestiones para que fuéramos Mac Clair y yo a la barca griega. El capitán de la Chipriota, después de muchas dificultades, aceptó, y Mac Clair y yo nos trasladamos a este barco.
Si mi aventura de Missolonghi no había sido ni muy lucida ni muy brillante, la de Aviraneta, aunque con más éxito personal, no fue tampoco de gran interés. He aquí lo que me contó don Eugenio:
He salido de Alejandría hará próximamente un mes, en la goleta Chipriota, al mando del capitán Spiro Sarompas. Llegamos aquí hace unos veinte días. El capitán Spiro traía unos pliegos para lord Byron, fue a verle y le dijo que venía con un oficial español.
El lord le contestó que fuera yo inmediatamente a su barco y que no tocara en tierra.
Me puse de gala, y en la lancha fui al Cefaloniota.
A un oficial le dije que me había mandado ir su excelencia y que tenía que darle una carta.
—Démela usted a mí.
Se la di y esperé un cuarto de hora.
—Pase usted.
Lord Byron me recibió y me dio la mano. Me chocó la impresión de la mano; llevaba guantes de seda de color de carne. Vestía bata y gorro griego rojo. Su figura era hermosa, sobre todo la cabeza, pero no tenía aire de serenidad ni de fuerza; parecía una mujer. Sus rasgos eran demasiado correctos, y su cuello, que llevaba desnudo, me pareció excesivamente redondo.
—Siéntese usted —me dijo.
Me senté.
—¿Habla usted inglés?
—No, sólo francés.
—¿No ha leído usted mis versos?
—No, excelencia.
—No ha perdido usted nada —dijo él riendo.
—Creo que sí —le contesté yo—; pero mi vida ha sido muy activa y mi educación descuidada.
—El cónsul de Alejandría me recomienda a usted eficazmente. ¿Qué quiere usted de mí? Entonces yo me levanté, me cuadré e hice la señal de reconocimiento como masón del rito escocés. A su vez se levantó él y me correspondió.
—Cuénteme usted un poco su vida.
Yo le conté mi vida.
El cura Merino, el Empecinado, los carbonarios de París, las conspiraciones, la lucha contra Angulema, la escapada hasta Gibraltar, la vida en Tánger y en Alejandría.
—¡Y todo eso con poco dinero! Sin medios —exclamó el lord, y añadió en español chapurrado de italiano—: Per Bacco! ¡Que es usted un hombre!
Al hablar, el lord mezclaba juramentos de todos los países.
Me preguntó si había llevado mi equipaje al Cefaloniota. Le dije que no. Me encargó que lo trajera inmediatamente y que no dijera a nadie que era español, y mucho menos emigrado constitucional, y que no saltara a tierra. Tocó un timbre, llamó a un oficial y habló con él en inglés.
Acompañado de este oficial, bajé a un bote que llevaba la bandera inglesa, y me senté a popa sobre un tapete de seda. Llegamos a la goleta Chipriota. Subí. El capitán Spiro desembalaba unas cajas de fusiles y pistolas.
A bordo había dos comisionados del gobierno griego, de grandes bigotes negros, acompañados de cuatro soldados con fusiles.
—Son de la policía política —me dijo el capitán Sarompas—, y si no fuera porque pasa usted por inglés y tiene usted tanta influencia con lord Byron, le detendrían. Las cosas están muy embrolladas en tierra.
Volví al Cefaloniota y me llevaron el equipaje a un camarote. Lord Byron estaba conferenciando en aquel momento con unos comisionados griegos de Missolonghi. Concluida la conferencia, salieron los comisionados y el lord a cubierta. Entonces noté la cojera de Byron. Se acercó a mí.
Estaba jovial.
—Ahora vamos a almorzar, señor guerrillero —me dijo.
Comían a su mesa su segundo, un médico, el doctor Bruno y el oficial de guardia, todos de uniforme.
El lord me habló de las cosas de España, de Sevilla y de Cádiz, de una corrida de toros que había visto, y me recitó, como un inglés puede recitar en español, trozos de Garcilaso de la Vega y de los romances del Cid.
Me preguntó también si la clerigalla (esta fue su palabra) seguía mandando en España.
De cerca, lord Byron daba la impresión de un hombre raro, medio afeminado, pero no débil, ni mucho menos. En el almuerzo apenas comió más que golosinas, unas coles en vinagre, unas sardinas, frutas y un pedazo de queso inglés. En cambio, bebió bastante vino de Asti.
Como vio que yo no bebía vino, dijo:
—¡Qué extraño! Estos españoles ni comen ni beben. Con una aceituna y un vaso de agua con azucarillo, ya están despachados.
Después de almorzar nos sirvieron café, y como vio que yo lo tomaba a gusto, hizo el lord que me sirvieran más.
Después de almorzar nos levantamos y nos hicimos todos grandes reverencias. Su excelencia fue a despachar sus asuntos y nosotros a fumar a la cámara de oficiales.
Me presentaron a unos y a otros, y nos saludamos solemnemente.
Toda esta ceremonia inglesa me fastidiaba un poco.
Después de fumar, me avisó el criado Tita que fuera a ver a su excelencia. Entré en su habitación.
—Veo, por lo que me ha contado usted —me dijo el lord—, lo que ha sufrido usted por la libertad. Usted ha andado por países civilizados, por países como España, donde queda una gran cultura de sentimientos; aquí, no; aquí no queda nada de la Grecia antigua. Soy de la opinión de San Pablo, que decía que no hay diferencia entre los judíos y los griegos. El carácter de los dos es igualmente vil. El griego actual no es sólo envidioso, malo y vengativo, sino que es abandonado y sucio. Es un degenerado. No tiene fe en nada. Allá en España confiaban ustedes en el compañero; aquí no se puede confiar en nadie. Aquí se tiende usted a dormir en el campamento, y al día siguiente le han robado el reloj o el pañuelo, si es que no le han cortado la cabeza. Además de esto, los patriotas griegos tienen una gran hostilidad contra el extranjero, y hasta a nosotros mismos, que hemos venido aquí a luchar por su libertad, nos odian.
—No me diga más, su excelencia —le indiqué yo—; si esto es así, me voy inmediatamente.
—No —me contestó él—. Espere usted. Es usted el único español que ha acudido a secundar mi empresa, y no quiero que pueda decir que no he hecho por él todo cuanto esté en mi mano. Quédese usted aquí unos días en el barco. Supongo que le convendrá descansar, porque, indudablemente, está usted débil.
Todo el mundo, al verme delgado y pálido, suponía lo mismo. En los días sucesivos ocurrió lo propio. Byron me hizo mil preguntas, se rio, recitó versos; y cuando yo le decía si había pensado algo para mí, me contestaba que esperase.
Un día me preguntó claramente:
—¿Qué echa usted de menos aquí o qué le estorba? Dígamelo usted claramente, dígamelo usted con la franqueza de un nieto del Cid.
—Excelencia —le contesté yo—. Para mí hay aquí demasiada etiqueta.
Lord Byron se echó a reír a carcajadas. Como vi que lo tomaba alegremente, añadí:
—Tanto ponerse la corbata y cepillarse la levita a todas horas, y saludar al superior y al inferior, y dejar que pase antes por una puerta y esperar a que se siente, a mí, que he vivido entre campesinos, me cansa.
—Es usted un hombre original, guerrillero —me dijo.
—¿Y así ha vivido usted?
—Así he vivido quince días en compañía de Byron, hasta que este ha enfermado y ha muerto, y entonces me he trasladado a la Chipriota.
—¡Qué suerte la de usted!
—¿Pues?
—Usted no tiene idea lo que es para mucha gente haber vivido en la intimidad de lord Byron. Ya ve usted, la mayoría de los ingleses que estábamos en Missolonghi no hemos cruzado ni una vez la palabra con él.
—Pues era un hombre amable y muy asequible; a veces, de una gran afabilidad.
—Sí, para la gente original y extraña como usted. Un guerrillero español que ha guerreado a las órdenes de un cura no se encuentra todos los días. Para nosotros, paisanos suyos sin historia, no era tan asequible el lord, ni mucho menos.
—Sí, claro; esto se explica.
—¿Y de qué hablaban ustedes?
—Principalmente, de España y de los guerrilleros. Le interesaba mucho la vida y el carácter de Merino, del Empecinado y de los otros cabecillas españoles, las ideas, la manera de guerrear, sus odios, sus antipatías y demás detalles.
—¿Y qué vida llevaban ustedes?
—A las cinco de la mañana tocaban los pífanos y tiraban un cañonazo. Era la señal de levantarse todo el mundo. Yo me vestía de prisa, salía al instante del camarote, para que lo limpiaran, y luego volvía a vestirme de etiqueta.
—¿A qué hora se levantaba el lord?
—Al amanecer. Solía estar leyendo y escribiendo hasta las ocho en punto, en que llamaba. Lo hacía todo con una exactitud cronométrica.
—¿Sí? ¡Qué extraño! ¡Con la fama de hombre irregular que tenía!
—Pues era ordenadísimo. A las ocho tocaba el timbre; entraban Tita, el criado y Fletcher, el ayuda de cámara. Estaban media hora. A las ocho y media tres secretarios, con sus cartapacios, pasaban un cuarto de hora. Luego venía el oficial de guardia, otro cuarto de hora. A las diez menos cuarto, Fletcher, con dos teteras de plata en una bandeja, y Tita, con otra bandeja con tazas y un azucarero de china. A las diez, el médico. A las diez y cuarto, los comisionados griegos.
—¿Y todos los días lo mismo?
—Todos los días lo mismo.
—Es curioso que usted haya visto sólo por dentro lo que yo he visto sólo por fuera. ¿Qué pensaba Byron?
—Byron tenía ideas de poeta. Creía que era necesario para Europa que Grecia se reconstituyera.
Afirmaba que los griegos iban a ser con el tiempo lo que fueron en la edad antigua. Para este resultado quería no sólo trabajar, sino sacrificarse.
—¿Qué importa mi vida? —me decía.
—Y usted, ¿qué le contestaba?
—Hombre, yo no tengo esa religiosidad ni esa pasión por Grecia. Yo no soy poeta. Yo me callaba.
—¿Y, prácticamente, qué quería hacer?
—Quería inculcar espíritu de unión a los jefes y desterrar la barbarie. Por lo que me indicó, había muchas disidencias entre los griegos. Parece que el comité de Missolonghi y el gobernador de esta ciudad le invitaban a que fuera al Congreso de Salamis, y Maurocordato le excitaba para que fuera a Hydra. Una y otra facción le enviaban cartas, mensajes, e intrigaban y se denunciaban.
—Y del coronel Stanhope, ¿qué opinaba?
—No le he oído hablar de él nunca.
—¿Era un incrédulo de verdad en cuestiones religiosas?
—No sé. Algunas veces le he oído decir: soy una oveja descarriada, pero no tanto como cree el mundo.
Cuatro días después de mi encuentro con Aviraneta, se presentó a la vista de Missolonghi la corbeta Egina, que salía para Nápoles.
Fuimos Mac Clair y yo por la mañana y entramos en la lancha y nos dirigimos a la corbeta. La mayoría de los pasajeros eran militares franceses muy bulliciosos.
El capitán de la corbeta, Jorge Belisarios, fue designando a cada uno su camarote y entregándole una chapa con un número y fijando otra chapa de hoja de lata en las puertas de los camarotes.
A Mac Clair y a mí nos tocaron los peores.
Poco después de embarcar nosotros, llegó a la Egina una lancha que conducía al comisario griego de Missolonghi, a su señora, sus hijos y varios criados con una porción de bultos.
Aviraneta me preguntó qué tal estábamos instalados, y le dije que mal.
—Yo le veré al capitán —indicó—. Con la recomendación especial que me dio en vida lord Byron me atiende mucho.
Aviraneta explicó al capitán del barco lo que ocurría; pero este aseguró que tenía los demás camarotes ocupados y que únicamente, si el comisario griego quería trasladar su equipaje, se podría conseguir el desocupar uno.
—Vamos a ver al comisario griego —dijo Aviraneta—; lo conozco por haberle visto en compañía de lord Byron, y supongo que nos atenderá.
Se avisó al comisario y bajamos a la cámara del barco, y esperamos.
El comisario era un hombre de unos cincuenta años, gordo, pesado, con la nariz de cuervo, el pelo negro, el bigote largo y unas ojeras de color morado oscuro.
Este comisario era un phanariota. Los phanariotas, habitantes del barrio griego de Constantinopla que llaman el Phanar, no son griegos puros, sino mixtos de otras razas; son como los judíos, gente de comercio que han vivido siempre entregados a la usura y a los negocios.
Aviraneta explicó en francés al comisario lo que ocurría. El comisario, al principio, no parecía dispuesto a ceder, pero Aviraneta le dijo claramente que no le parecía digno que a un coronel que había ido a defender la independencia de Grecia, enfermo de cuidado, se le dejara abandonado en un rincón infame.
El comisario se avino a razones y dispuso que uno de sus criados desalojase un camarote. Como este camarote era pequeño, Aviraneta no quiso que fuera allí Mac Clair y cedió el suyo yendo él al pequeño.
El que cedió era el mejor del barco.
Instalé a Mac Clair en la cámara. Por la noche nos hicimos a la vela y comenzamos nuestra navegación.
Cruzamos con muchos barcos, grandes y pequeños, y nos acompañó durante algún tiempo un corsario griego, el Vigilante. Íbamos muy cerca, y se les veía a los corsarios con su facha de bandidos.
—¿Cómo no les persiguen los turcos? —le pregunté a un marinero.
—Los marineros turcos son muy malos —me dijo—. Nombran capitanes a gente que no sabe nada de náutica, no se ocupan de sus barcos y creen que sus cañones son buenos si meten mucho ruido.
Al día siguiente se nos acercó un bergantín mercante. Izamos bandera inglesa; ellos, francesa.
—¿A dónde van? —nos preguntaron.
—A Nápoles. ¿Y ustedes?
—A Chipre. ¿De dónde vienen?
—De Missolonghi.
—¿Qué se sabe de lord Byron?
—Ha muerto.
La noticia produjo un gran efecto en el barco; la popularidad del lord poeta era extraordinaria.
Tuvimos en la travesía un tiempo muy bueno. Yo dormía en el sollado y, la mayor parte de los días, sobre cubierta.
Los franceses se reunían a almorzar y a comer en una mesa, debajo de un toldo, y allí bebían y charlaban por los codos.
Como en esta época no había simpatía entre franceses e ingleses, y los oficiales franceses iban en una clase inferior a la del comisario griego y a la de Aviraneta, no nos reuníamos unos con otros.
Yo bajé varias veces a la cámara, que se había convertido en gabinete de lectura. El comisario griego leía a Píndaro; Aviraneta, los libros de la biblioteca del barco.
Aviraneta y yo hablábamos mucho de España.
Como hacía ya mucho calor, solíamos ir por la tarde a la toldilla de popa y allí comenzaron a ir el comisario, su mujer y su cuñada.
Estas dos damas eran hijas de un coronel francés del Imperio, y la casada no tenía más distracción que leer las memorias de los generales de Napoleón.
Charlamos con ellas acerca de política y de literatura.
El barco se detuvo en Nápoles. Como Mac Clair se ponía cada vez peor y quería volver a su patria, cuanto antes nos embarcamos en una polacra que iba a Gibraltar.
La polacra se llamaba la Santa Chiara, y era su capitán el capitán Buonaccorsi. Eran nueve marineros, el contramaestre y un grumete.
Se levaron las anclas y salimos del puerto.
Hicimos con el capitán muy buenas amistades. Era un hombre amable y complaciente y cedió una cámara próxima a la suya a Mac Clair.
De día solíamos charlar constantemente, porque el capitán era hombre instruido, y seguíamos nuestras conversaciones de noche, sentados en un banco, próximo al timón. Buonaccorsi era carbonario y con este motivo intimó con Aviraneta.
Solíamos hacer unas comidas espléndidas. Aviraneta había hecho provisiones en Nápoles.
Buonaccorsi levantaba una trampa de la toldilla de popa, y solía sacar de un arcón café molido, azúcar, galletas, tarros de manteca y aguardiente.
Después de comer los marineros, comíamos nosotros y, a veces, teníamos verdaderos banquetes.
El grumete Beppo nos servía la comida y solíamos reírnos con sus ocurrencias, porque era un chico listo y gracioso.
El pobre Mac Clair era el que no participaba de estos banquetes.
Tres días después de salir de Nápoles, tuvimos un tiempo de calma chicha. Nos dedicamos a pescar desde el barco, y cogimos unas hermosas doradas.
Buonaccorsi nos preguntó si sabíamos nadar. Yo le dije que sí.
Aviraneta también. Nos desnudamos y nos echamos al agua. El capitán mandó a un marinero y a Beppo, el grumete, que estuviesen con el bote cerca.
Nadamos durante una hora, y, al volver, nos encontramos con la desolación en el barco.
Al grumete Beppo se le había ocurrido desnudarse y echarse a nadar; pero, fuera que se hubiese enredado en algunas hierbas marinas, o que algún pulpo se le había enganchado, el caso es que se hundió y no apareció.
Al ocurrir esta desgracia, Mac Clair había salido del camarote y estaba en la borda mirando el mar. Los marineros de la Santa Chiara aseguraron que Mac Clair le había dado la jettatura al pobre grumete.
Después de la calma chicha, tuvimos un temporal violento, que los marineros atribuyeron también al mal de ojo que daba Mac Clair al barco.
El espíritu de la tripulación se fue haciendo cada vez más hostil a nosotros, y Buonaccorsi nos participó que no iba a tener más remedio que desembarcarnos en el primer puerto.
Así lo hizo, y un día de mayo desembarcamos en Ondara.