DESPEDIDA
UNA mañana se presentó el doctor Efren a decirme que la goleta Chipriota acababa de llegar, había salido un día antes de lo convenido de Gibraltar y había tenido vientos favorables y se había adelantado.
Fuimos el doctor y yo al puerto nuevo, entramos en la goleta y hablamos con el capitán Spiro Sarompas, que era un muchacho de Chipre, muy abierto y que hablaba perfectamente el francés. Me enseñó la única cámara que tenía a popa, que era la que me destinaba a mí. Me dijo el capitán Spiro que el cónsul inglés le había recomendado mi persona. Añadió que fuera al barco después de cenar, porque a la medianoche nos haríamos a la vela.
Salimos de la Chipriota y volvimos a casa. Estaba el puerto lleno con embarcaciones de Marsella, Liorna, Ragusa, Nápoles, Esmirna y Constantinopla.
—Irá usted muy bien —me dijo el doctor—. Este muchacho es muy inteligente y muy buen marino.
—¿Ha ajustado usted el pasaje?
—Sí, ya está pagado. No se ocupe usted de eso.
A la mañana siguiente, la Cayetana me dijo que tendríamos un banquete de despedida; que había invitado al doctor Efren y a su señora, a Isaac Bonaffús y a su hijo, y que vendría, además, el oficial francés y el sargento que me habían salvado de los soldados árabes cerca de la columna de Pompeyo, y el sakolagassi que fue conmigo en la cabalgata.
La comida hubiera sido alegre si no hubiera sido por la actitud de Rosa, que me entristecía; no comía, no escuchaba, se la veía viviendo su sueño interior.
—¡Mientras tanto el bárbaro de Mendi estará tan tranquilo! —pensaba yo.
Bebí un poco de vino de Chipre para alegrarme; se animaron los convidados y brindaron por mi salud y por mi viaje. El oficial francés contó cómo le devolví la paliza al cabo Yusuf delante de la columna de Pompeyo, lo que se celebró muchísimo.
Concluimos de tomar café. Eran las siete de la tarde. Me levanté y abracé a mi patrona y di la mano a Margarita y a Rosa.
—Adiós —me dijo esta—. Sí, le escribe usted… y antes de concluir su frase se echó a llorar.
Bajamos al portal. Un criado de Chiaramonte cogió mi equipaje, y otro un gran farol para alumbrarnos, porque la noche estaba oscura.
En aquel momento se oyó el cañón que anunciaba la retreta.
Echamos a andar todos juntos hacia el muelle. Le dije al doctor Efren que le escribiría y que hiciera el favor de contestarme. Al llegar a la goleta abracé a todos y subí a bordo.
—Adiós. Adiós.
—Addio! Addio!
—Adieu! Adieu!
Hecha la última despedida, saludé al capitán de la goleta y me senté en un banco de la cubierta.