NUESTRO AMIGO MENDI
ESTÁBAMOS hablando de la vida y de las costumbres de Alejandría, cuando se oyeron pasos en la escalera y después en el corredor.
La señora Cayetana se levantó, y en su lengua chapurreada dijo al que llegaba:
—Señor Mendi. Aquí hay otro spagnuolo que va a vivir con nosotros.
Entró el español; yo me levanté para saludarle. Era alto, fuerte, guapo.
No hice más que verle y oír su voz y le dije:
—¿Usted es vascongado?
—Sí. ¿Y usted?
—Yo también.
—¿De dónde es usted?
—De Tolosa.
Nos dimos la mano efusivamente y hablamos en vascuence, produciendo la sorpresa de la familia Chiaramonte, que nunca había oído esta lengua.
Me contó mi paisano que hacía tres meses que estaba en Alejandría, adonde había llegado en un barco de Marsella. Era Mendi nacional de caballería; había servido en Navarra y en la Rioja, como sargento, en la partida de un tal Mantilla, hasta la dispersión de la partida, a la entrada de los franceses de Angulema, en que había tenido que emigrar a Francia.
Me dijo que se apellidaba Basterrica, pero, como al escaparse de España había comenzado a llamarse por su segundo o tercer apellido, Mendi, todo el mundo le conocía por Mendi, y como era más corto y más fácil para los extranjeros, lo había adoptado.
Era Mendi hombre de unos veinticinco años, de gallarda figura. Se expresaba siempre con un aire atento y expresivo, y decía las mayores impertinencias con una impertérrita frescura. Hablaba el castellano bien, pero de una manera afectada; y esta afectación se elevaba de punto cuando se expresaba en francés. Entonces cambiaba de voz y de gestos. Sólo hablando el vascuence parecía natural en la voz y en los ademanes. Como era temprano y no se cenaba hasta las ocho y media, me propuso Mendi dar un paseo; hacía una hermosa noche de luna.
Cogimos nuestros sombreros y marchamos por entre callejuelas. El pueblo estaba a oscuras. No había alumbrado en Alejandría, y donde no entraba la luz de la luna se iba tropezando y metiéndose en basuras.
—Herri zikiña hau —(Este pueblo es muy sucio)— me decía de cuando en cuando Mendi, en vascuence, con su voz ronca.
Salimos a un arenal que estaba lleno de ruinas, y fuimos a sentarnos en un monolito grande, que estaba medio sepultado al lado de otro enhiesto. Debían ser las agujas de Cleopatra. Cerca se levantaba una gran torre. Aquel paisaje, aquella ruina a la luz de la luna, parecía algo de ensueño.
No hacía calor: una brisa fresca y húmeda venía del mar, que murmuraba a pocos pasos.
Mendi se sentó en la piedra y me contó sus vicisitudes en aquel pueblo, donde, según él, no había elementos. Esta era su muletilla. Se había puesto a dar lecciones de música y de piano. ¡Música a aquellos bárbaros! ¡Cosa inútil! No tenía más que pocas lecciones a tres duros: dos señoras, un fraile y unos zarpajuelos de judíos, como decía él.
De pronto Mendi dejaba su voz afectada, y decía en vascuence, con su voz fuerte:
—¡Yo, que vivía allí en Tolosa tan bien, que me llevaban a la cama todos los días un tazón de leche caliente con azúcar! ¡Yo en este país asqueroso donde no hay elementos! Paisano, ¡qué final!
Había oído decir que había chacales en los alrededores de Alejandría.
Se oían aullidos de perros o chacales en el arenal. No me hacía gracia estar allá.
—Vamos a casa —indiqué yo—. Dicen que hay por aquí chacales.
—Chacales —exclamó Mendi, con su voz gruesa—. ¡Qué ha de haber aquí! ¡Unos perros que suelen andar entre las ruinas! Se les pega una patada y echan a correr. Aquí no hay nada.
Mendi me pareció un hombre simpático, pero terco y, sobre todo, ignorante y sin curiosidad ninguna. Apartándole de la música y de otras dos o tres cosas, en lo demás era negado.
Volvimos a casa sin encontrar más alma viviente que algún perro, que nos persiguió con sus ladridos, y nos presentamos a la mesa de Chiaramonte. Pronto comprendí que el amigo Mendi se había hecho el amo de la casa del maltés. Todo el mundo le contemplaba con admiración. Mendi empleaba en su conversación una variedad de tonos: hablando en francés, era redicho y afectado; en castellano, tenía la tendencia a imitar a los andaluces.
A cada paso me decía:
—Eugenio. ¡Eh! ¡Aquella sidra de nuestro país! ¡Aquellos perretxikos! Aquí no hay elementos.
Después de cenar, Mendi pasó a una salita, con un piano, y fuimos todos tras él.
Se puso a tocar, y las niñas Rosa y Margarita cantaron. Las pobres muchachas temblaban, porque el maestro era tan severo, que no les perdonaba la menor falta.
—No, no. Así no es —decía Mendi—; hay que empezar de nuevo.
—No sea usted pesado —le dije yo—; lo hacen muy bien.
—No, paisano, no. Esto hay que hacerlo completamente bien, o no hacerlo.
—Tiene razón —dijeron las chicas—; debe corregirnos mientras no lo hagamos tal como es.
Chiaramonte y su mujer creían lo mismo.
Terminamos nuestra reunión y nos fuimos a la cama.
Cuando iba a entrar en mi cuarto, me gritó Mendi:
—Eugenio, ¡eh!; aquellas sardinas que se comen en nuestra tierra no las encontrará usted aquí. No hay elementos, ya se convencerá usted.
Me acosté, me dormí, y a la mañana siguiente fui al consulado inglés y, después, a casa de Isaac Bonaffús.
Le dije a este que mi fardo lo habían desembarcado, y que, si quería, lo llevaría a su tienda. Me contestó que sí, pero que no lo abriría sin estar yo delante.
Volví a mi casa y me encontré en la puerta con Chiaramonte.
El maltés era un hombre de unos cincuenta años, tostado por el sol. Tenía, indudablemente, sangre de hombre del Norte; el ojo que le quedaba, azul como de porcelana, y el pelo, más claro que la tez.
Me enseñó Chiaramonte su casa, que era grande; tenía hermosas cuadras y grandes almacenes de paja y cebada. Hablamos de caballos, y yo le solté todos los datos que había leído en el libro de Volney sobre los potros del Yemen.
Estando hablando se presentaron las dos hijas, Rosa y Margarita, acompañadas de un criado; volvían de oír misa en el convento de franciscanos. Las saludé, y las dije que la noche anterior no las había visto bien. Eran mucho más bonitas de lo que yo me había supuesto.
Rosa era rubia, con un color tan fino, tan delicado, que maravillaba.
Margarita era un tipo más meridional.
Rosa, al oír mi galantería, se puso un poco encendida, y Margarita se sonrió.
—¡Ah el espagnuolo! ¡Siempre galante! —dijo el padre, riendo, dándome una palmada en la espalda—. Bueno, bueno; vaya usted a almorzar, que no habrá usted almorzado.
Subí al comedor, me sirvieron el desayuno y charlé un rato con las dos hermanas. Me dio tristeza verlas a las dos solas, sin amigas, viviendo casi siempre encerradas.
Hablamos de Mendi, y vi que Rosa se animaba mucho con esta conversación.
Después de la charla volví a casa de Isaac Bonaffús, quien me dijo:
—Ha estado aquí el capitán francés Lasalle y le he hablado de usted. Le he dado sus señas y me ha dicho que irá a verle.
—Bueno. Está bien. ¿Arreglamos el negocio de mis mercancías?
—Sí, cuando usted quiera.
Examinamos el género, que venía intacto; lo tasó Isaac, y yo separé un paquete grande de sedería que no estaba en la factura.
Isaac me abrió una cuenta corriente en su libro de nueve mil y tantas pesetas, y me volví a casa.
Al llegar me dijeron que había venido un capitán francés a preguntar por mí, y que volvería a la hora de cenar.
—Tengo que hacerles un regalo —les dije a las chicas del maltés—. He traído un paquete de sedería, y de él he sacado tres pañolones bordados que están en mi cuarto. Primero elegirá Rosa; después, Margarita, y el que quede será para su madre.
Se hizo la elección, y quedaron todas encantadas.
Cuando entró Chiaramonte le llevaron a ver los pañolones.
—No, no; esto no es posible —dijo el maltés tuerto—, esto vale mucho; yo no puedo aceptar un regalo así.
Le dije que no fuera tonto, que a mí me habían costado poco, y que no molestara a su mujer y a sus hijas con tonterías.
Chiaramonte me dio la mano.
—¡El espagnuolo! ¡Siempre es así! Loco, loco.
Llegó Mendi, que venía de visitar el convento de franciscanos españoles, donde tenía una lección, y nos sentamos a la mesa.
Estábamos a la mitad de la cena cuando se presentó el capitán Lasalle. Le pregunté a Chiaramonte si quería que lo pasara al comedor, y me contestó que sí. Entró el capitán, le convidamos a cenar y dijo que acababa de hacerlo, y que tomaría una taza de café y una copa de licor.
El tal capitán era un mocetón de unos treinta a treinta y cinco años, con el pecho muy abombado, bigote y patillas negras y grandes tufos encima de las orejas.
Hablaba un francés muy gascón, y a cada paso decía: Pardi! Sacre bleu! Me pareció un hombre muy ordinario. Me dijo que era sobrino segundo del general Lasalle. Yo le conté que, en 1809, le había visto pasar a su tío por Burgos.
Lasalle dijo que estaba muy contento en Alejandría; que en tres años había ascendido de sargento a capitán.
Después de cenar tomamos café y pasamos al saloncillo, donde Mendi se puso al piano.
Cantaron Rosa y Margarita. Lasalle, en una postura académica, las elogió, retorciéndose el bigote, con aire de conquistador.
Después quiso cantar él, pero no se pudo poner de acuerdo con Mendi. Este, con su serenidad habitual, le dijo con su francés perfilado:
—Para cantar, como para todo, amigo mío, hay que saber, y usted no sabe.
El capitán se marchó muy amoscado con Mendi, echándole una mirada furiosa.
Yo le dije a Mendi que para qué hablaba el francés así.
—¿Cómo así? —preguntó él.
—Sí, ¿por qué no habla usted más sencillamente, sin exclamaciones y sin gestos? Si no la gente cree que se burla usted.
—¡Pero así se habla el francés! —exclamó él—. Si le quita a usted al francés todo eso de: Ah, non mon ami! Par exemple! Patati patata!, no queda nada.
No le pude convencer de que el francés así pronunciado tomaba un aire de caricatura cómica.
—Ya ve usted, el capitán Lasalle se ha incomodado.
—Que se incomode.
—Hombre. Eso no está bien.
—¿Y para qué ha venido ese fanfarrón aquí? —preguntó Mendi.
—Ha venido a buscarme.
—¿Pues qué tiene usted que hablar con él?
—Yo quiero ver si entro en el ejército egipcio de comandante de escuadrón.
—¡Usted quiere ser soldado! —exclamó Mendi—. ¡Usted quiere andar con esas tropas de turcos sarnosos, asquerosos! ¡Vestido de mamarracho! No lo hubiera creído en un paisano mío.
Me quedé un poco asombrado y confuso.
—Todavía no sé si me aceptarán —dije.
—No quiera usted ser soldado —saltó Margarita—. Se hará usted borracho, malo… ¿Para qué quiere usted ser militar?
La madre, la Cayetana, dijo que ella tenía amor por el ejército, y que si no hubiera visto a su marido de uniforme cuando era joven y no era tuerto aún, no se hubiera enamorado de él. Mendi aseguró que a él le tendrían que prometer que le iban hacer capitán general, bajá de tres colas y casarle además con la hija del virrey para decidirle a que entrase en el ejército egipcio. Se discutió la cosa largamente y nos fuimos a la cama.
Al día siguiente, al levantarme y asomarme a la ventana, le vi a Chiaramonte.
—¡Eh!, señor espagnuolo —me dijo—. ¿Quiere usted beber un vaso de leche de camella?
—¿De camella?
—Sí, sí.
Me alargó un vaso grande y la bebí toda. Era muy buena.
—¿Ahora qué va usted hacer? —me dijo el tuerto.
—Voy a ir a visitarle a ese capitán francés que vino ayer noche.
—¿Tiene usted sus señas?
—Sí. Aquí las tengo escritas.
—Bien. Yo le acompañaré a usted.
Nos encaminamos por entre callejuelas estrechas y sin empedrar, con las casas bajas, sin alineación, con rejas y celosías y miradores que casi se tocaban los de una pared con los de enfrente.
Algunos camellos disformes cargados de odres con agua, y adornados con collares con cuentas de cristales de colores, marchaban despacio, y los árabes flacos, morenos, como si fueran de barro cocido, con una camisa corta, iban de prisa, unos a pie, otros montados en borriquillos, llevando frutas y panes redondos y chatos.
Llegamos hasta un extremo de la ciudad, cerca de una puerta de la muralla, donde había un mercado sucio, de puestos hechos con cañas y esteras, y nos detuvimos en un caserón antiguo y arruinado.
—Aquí es —me dijo Chiaramonte—. Hasta luego, y se marchó.
En el portal me encontré a un soldado, en mangas de camisa y con gorra de cuartel, limpiando dos caballos.
Le pregunté por el capitán Lasalle.
—¿Quiere usted ver al capitán Lasalle? —me dijo, cantando con acento parisiense.
—Sí.
—Está bien. Venga usted.
Entramos en un patio, lo cruzamos, salimos a un jardín muy bien cuidado, y en un ángulo vi un pabellón de ladrillo, de construcción moderna, con una escalera de palomar.
Subimos y apareció otro soldado, a quien el primero dijo que yo venía a ver al capitán Lasalle.
Contestó que esperase un momento, y al poco tiempo apareció el capitán con una bata de percal con florones, un fez en la cabeza y una pipa en la boca.
Hablamos primeramente de mi asunto, y Lasalle me dijo que no tuviera muchas esperanzas. Me contó que el general Boyer, encargado de formar el ejército, en aquel momento en El Cairo, estaba dominado por los ingleses, y que el pachá de Alejandría, aunque buena persona, era un antiguo mameluco. Me habló mucho de Ibrahim Pachá y de sus favoritos. Ibrahim Pachá, el hijo del virrey, era el que disponía en el ejército. Entre su séquito estaban el coronel francés Anthelme Seve, que había renegado y se llamaba Solimán Bey, y era general egipcio. Solimán Bey había sido protegido por un mecánico francés, Gonon, que le presentó a Mehemet Mi y había sido el primer instructor europeo de las tropas. Solimán vivía en aquel momento en El Cairo, donde tenía su harén. Me habló también de Khurchid Pachá, que, como todos los mamelucos, era hombre cruel e invertido, y de un capitán corso apellidado Mari, que se hacía llamar Bekir Aga. Estas eran las personas más influyentes en la corte, sobre todo en cuestión de asuntos militares. Me indicó que si pretendía entrar en el ejército egipcio no dijera que era emigrado constitucional; que no me relacionase con los franceses e italianos que andaban por Alejandría, porque la mayoría eran estafadores y ladrones huidos de Europa, que se hacían pasar por emigrados políticos. Los egipcios que se les reunían eran mamelucos expulsados que los tenían lejos de El Cairo para que no conspiraran.
Después se me puso a hablar de mis patronas.
—¿Es una familia italiana o española, esa con la que usted vive? —me preguntó.
—Es maltesa.
—¿El tuerto es el amo de la casa?
—Sí.
—¿El padre de las chicas?
—Sí.
—¡Qué muchachas más preciosas!
—Sí, son muy bonitas.
—¿Y aquel chusco que estaba tocando el piano?, ¿quién es?
—Es un huésped.
Después de charlar largo rato, Lasalle se levantó y me dijo:
—Le voy a enseñar mi casa y mi familia, estoy hecho un musulmán: he tomado una querida y vivo con ella y con su hermana.
Me presentó a su querida, que era una mulata muy fornida, de unos veinticuatro años, alta, morena, un poco bigotuda, que tenía un hijo de un año. Su hermana, un poco más joven, era por el estilo. Me presentó Lasalle a un escribiente o secretario, que era un sargento francés al servicio del Gobierno egipcio.
La casa era muy mala, con unos cuartos con todos los tabiques torcidos y los suelos inclinados; tenía ventanas con celosías, que caían al jardín; los muebles eran primitivos, y por todas partes había divanes llenos de hierba con mosquiteros encima.
El capitán me invitó a comer con él, y acepté. Nos sentamos a la mesa las dos mujeres, Lasalle, su escribiente y yo.
Las mujeres, que hablaban sólo la jerga de los francos de Alejandría, se pusieron a hacerme preguntas, y como no las entendía no las podía contestar. No se dieron por vencidas, y me agarraban del brazo y, al último, de la cara y del pelo.
Yo le miraba a Lasalle como diciendo: ¿Bueno, yo qué hago?; pero él no se daba por aludido y bebía a grandes vasos el vino de Chipre, que era delicioso.
Se acabó el almuerzo; se fueron las mujeres a su cuarto, manoteando y hablando a gritos, y el escribiente se levantó y se fue. Lasalle mandó al criado que le trajera licores y tabaco, y se tendió en el diván y se puso a fumar y a beber.
—¿Usted no bebe? —me dijo.
—No.
—Hace usted mal; por eso está usted tan flaco y tan descolorido. Míreme usted a mí.
Le vi beberse ocho o nueve copas, y me dijo que tenía que dormir la modorra.
—Usted puede tenderse donde quiera.
—Me voy a ir a casa —le advertí.
—¡Usted está loco! —gritó incorporándose—. Espere usted que venga el asistente y le ensillará el caballo.
—No hay necesidad. Iré a pie.
Me despedí de Lasalle, saqué unos anteojos azules que había comprado en Gibraltar por consejo de un judío, y fui marchando despacio a casa. Verdaderamente hacía calor; el viento traía nubes de arena que quemaban.
No había apenas gente en la calle, más que algunos árabes andrajosos, a quienes parecía no les hacía efecto el sol.
Llegué a mi casa, me mudé y fui al saloncito donde trabajaban Rosa y Margarita. Les conté que había venido de casa del capitán a pie, y me aseguraron que yo estaba loco, que no volviera a hacer aquello, por que si no iba a pescar una insolación.
—¿Ustedes no andan nunca de día? —les pregunté.
—Sí, por la mañana temprano o por la tarde. Vamos al Faro, donde corre una brisa muy fresca.
Me preguntaron qué noticias me había dado el capitán sobre mis pretensiones.
—Malas, muy malas. Voy a tener que renunciar a mi proyecto.
—¿Y qué va usted a hacer? —me preguntaron Rosa y Margarita.
—Me volveré a Europa o iré a Grecia a servir la causa de la libertad.
Entró la Cayetana y habló del capitán Lasalle. Me preguntó cómo vivía, aunque ella lo sabía tan bien como yo, y hasta sabía quiénes eran sus mujeres, y que habían venido de El Cairo.
Quise bromear con Rosa, y le dije que había hecho un gran efecto en el capitán, pero ella palideció e hizo un gesto de repulsión.
A las siete vino Mendi y habló de lo que había hecho con su ingenuidad natural, y después se puso al piano.
Cantó canciones vascongadas, pero tan bien y con tanta gracia que a mí me parecieron no haberlas oído nunca. Cantó Hiru Damatxo, Baratzeko pikuak. Yo me reí a carcajadas. Las chicas me preguntaban:
—¿Qué dice la letra?
—Nada, o casi nada.
Y ellas mismas acabaron por reírse.
Noté que Rosa, que estaba siempre melancólica, se animó, como si le dieran nueva vida al venir Mendi. Este parecía rudo con ella, pero no lo era.
Después de Mendi cantó Rosa; mientras cantaba llegó un médico armenio, que se llamaba Efren Syrox, hombre muy amable, que había estudiado en Bolonia y en Montpellier. Chiaramonte me dijo que Lasalle era un muchacho aficionado al vino y a las mujeres, pero bueno.
—Ahora, que debe usted desconfiar de él, porque si nota que tiene usted dinero le pedirá prestado y no se lo devolverá.
El médico armenio y yo estuvimos hablando largo rato. Era este armenio masón, del rito escocés, y nos reconocimos. El doctor Efren era hombre joven, pequeño, de barba negra, larga, y con unos ojos muy inteligentes. Parecía un mago. Estaba casado con una judía muy bonita, y soñaba con que algún día la Armenia se separase de Turquía. En tanto trabajaba a favor de los griegos. El doctor Efren era un sabio y conocía la historia de Alejandría al dedillo.