LA CASA DE CHIARAMONTE, EL MALTÉS
ME invitó el cónsul a desayunar en su casa. Tomé una taza de café con leche y un poco de dulce, y fumamos un cigarro.
—Dígame usted ahora qué piensa hacer. Yo voy a trabajar —me dijo.
—Quisiera que me indicaran las señas de un judío, Isaac Bonaffús, a quien estoy recomendado.
—¿Bonaffús? Lo conozco —me dijo el cónsul—. Un criado mío le acompañará a usted a su tienda. Deje usted la maleta aquí, y luego pueden venir a buscarla.
Me despedí del cónsul, y con el criado bajé al portal. Salimos. Atravesamos unas callejuelas y llegamos a una calle hermosa y recta, con aceras, la calle de los Francos, y, como a la mitad, nos paramos en una casa de un piso, que tenía una tienda pintada de rojo, que cogía toda la fachada.
Entramos en ella. Un dependiente nos advirtió que el principal no estaba en aquel momento en casa.
El criado del consulado dijo, con el despotismo del inglés, que era asunto del cónsul de su majestad británica, y que lo llamaran.
Al cuarto de hora apareció el señor Isaac Bonaffús, un hombre rechoncho, de barba negra, de mechones muy blancos, con una cara del color de una vejiga de manteca, vestido con una túnica azul y gorro griego.
El señor Bonaffús me preguntó secamente en qué podía servirme; pero cuando le dijo el criado que era asunto del cónsul inglés se deshizo en cortesías.
Le di una propina al criado del cónsul, que la tomó, a pesar de su aire de caballero de la Tabla Redonda, y me quedé en la tienda de Bonaffús.
Saqué mi cartera, y de ella la carta de Benolié. La leyó este, la examinó y me dijo:
—Yo estoy obligadísimo a Benolié, y usted me manda. ¿Qué quiere usted hacer?
—Primero quisiera tomar un cuarto en una fonda o donde sea.
—Hombre, aquí fonda buena para estar mucho tiempo, no hay.
—Entonces, ¿será mejor una casa de huéspedes?
—Sí, yo creo que sería mejor. Casa de huéspedes… Casa de huéspedes… Ya tengo una. Es de un maltés que ha vivido en Gibraltar, hombre rico, que sabe el español. Si quiere usted, yo le acompaño.
—Bueno. Vamos.
Recorrimos la calle de los Francos y fuimos por una callejuela de casas blancas, con puertas y ventanas herméticamente cerradas. Antes de llegar al barrio árabe nos detuvimos en una casa baja y muy larga, con celosías pintadas de verde. Llamamos varias veces con el aldabón, y apareció en una ventana un tipo de bandido italiano con la cara tostada por el sol, tuerto, y con una cicatriz que le cogía media cara.
—Buon giorno, amico Chiaramonte! —dijo Bonaffús.
—Buon giorno! Ah! Dove andate, amico Bonaffús?
—A casa vostra.
—Ah! Bene. Bene.
—E la signora Cayetana, come sta?
—Bene. Bene. Andate ad aprir la porta —gritó Chiaramonte a alguno.
Un criado abrió la puerta y pasamos adentro. Subimos por una escalera pequeña donde estaba Chiaramonte, y entre el judío y el maltés se entabló una conversación chapurrada en la lengua de los francos de Alejandría; una jerga mixta de turco y de griego.
—Este señor es español —dijo Bonaffús.
—¡Ah! ¿Es español?
—Sí —repuso Isaac Bonaffús—, es un español recomendado por Benolié, el banquero de Gibraltar, y por el cónsul inglés de aquí. Quiere quedarse en Alejandría algún tiempo, y yo le he indicado la casa de usted, por si ustedes le pudieran tomar de huésped.
—En este asunto mi mujer y mis hijas son las que deciden; yo no me ocupo más que de mis caballos —dijo el maltés.
—Bueno; pues llame usted a la señora Cayetana y a sus hijas.
El maltés llamó a su mujer y a sus dos hijas. La madre era una mujerona con aire un poco africano, el pelo negro ensortijado, los ojos grandes y los labios rojos. Las hijas eran muy bonitas.
La patrona puso dificultades sobre la asistencia, y únicamente se avino a tomarme de huésped a condición de que yo comiera con toda la familia y a las horas en que ellos acostumbraban.
—Estoy conforme —le dije yo—; únicamente me gustaría ver el cuarto.
Me enseñaron una sala grande, con una alcoba blanqueada, que tenía ventanas cerradas con celosías que daban a la calle.
—Por el precio no reñiremos —me dijo la patrona—; tengo otro español, y a él le llevo dos pesetas al día, porque por ahora gana poco, y tiene un cuarto pequeño. A usted le llevaré tres pesetas.
—Muy bien.
Cerramos el trato, y el maltés mandó a un mozo suyo a que recogiera mi maleta en el consulado inglés, y yo salí con Bonaffús.
—¿Qué clase de pájaro es este Chiaramonte? —le pregunté en la calle.
—Es buena persona. Se puede usted fiar de él. Es tratante de caballos y hace contrabando. Las chicas son un bocato di cardinale, y tendrán sus doscientos mil francos cada una de dote. Ahora que, como son católicas, aquí no encontrarán novios de su religión. Nosotros, los hebreos, no queremos bodas mixtas. Pero para usted que es católico, si no es ya casado…
—No, no estoy casado.
—Entonces no le digo a usted más.
Al llegar a la tienda del señor Isaac, le consulté acerca de mi ancheta y le enseñé la factura. El comerciante la estudió artículo por artículo, y me dijo que, como no había pagado flete, ni pagaría aduanas, ganaría el doble de su precio.
—Mas no creo que haya usted venido en un barco de guerra sólo para traer un cajón de sedería o cosas por el estilo —añadió Bonaffús.
—No; mi objeto es entrar al servicio del virrey de Egipto, que va a organizar un ejército a la europea.
—Ya sabe usted que hay un general francés que lo dirige todo.
—Sí.
—¿Trae usted alguna carta de recomendación para él?
—Sí.
Se la enseñé, la leyó, y me dijo:
—Yo le puedo servir a usted de algo. Viene a mi casa un capitán francés, Lasalle, que es de Auch y se dice sobrino del general Lasalle. Este Lasalle está en Alejandría y parece que es un comisionado del virrey para recibir a los militares europeos.
—¿Y qué clase de hombre es?
—Pues, como todos los franceses, es muy patriota. Lasalle hace lo posible para favorecer a sus paisanos y poner toda clase de dificultades a los que no lo son. Hace tiempo vinieron aquí muchos jefes y oficiales que habían servido con Murat; luego han venido otros italianos de los constitucionales del general Pepé y no han podido entrar aquí, y se han marchado a servir a los griegos.
—¿Así que esto no está bien?
—No está nada bien. Al que no le quieren, aunque tenga buenas recomendaciones, le aceptan y le ponen en una sección de disponibilidad; luego le envían a cualquier rincón del alto Egipto o de Siria, y allí tiene que vivir, con un sueldo de un franco cincuenta, o dos francos al día.
—Entonces me parece que me he equivocado al dirigirme a esta tierra.
Me despedí de Isaac Bonaffús, que quiso acompañarme. Encontramos a Chiaramonte a la puerta de su casa, y él y Bonaffús se embromaron el uno al otro sobre sus respectivos negocios.
—Nostro amigo Chiaramonte —me dijo Bonaffús— es molto rico. ¡El contrabando!
—¡Bah! ¡Bah! —repuso Chiaramonte—. E voi? Sempre esta facendo denaro —me dijo—. Questos judíos son maravigliosos. Oh! Che canaglia!
—E lei es molto más rico que yo —exclamó Bonaffús.
No me interesaban mucho estas gracias de comerciantes, y subí al piso principal.
Salió la Cayetana, la mujer de Chiaramonte, y me pasó a una salita en donde se hallaba ella en compañía de sus dos hijas, que estaban haciendo labores. Este saloncito era muy bonito; tenía un gran mirador colgado sobre la calle, con muchas flores, el clásico diván, con sus almohadones bordados a estilo oriental, unas cuantas sillas de Damasco, un piano y varios grabados antiguos. Alrededor del salón había un estante y en él se veían libros de Chateaubriand, Walter Scott y la Historia de los caballeros hospitalarios de San Juan de Jerusalén, por el abate Vertot, en una edición de lujo. Las dos muchachas me parecieron verdaderamente encantadoras en la intimidad. Sobre todo Rosa era muy bonita. Hablaban muy bien el castellano y sabían el italiano y el inglés. Habían sido educadas en una pensión de Gibraltar.