I

EL VIAJE A EGIPTO

PUESTO que deseas que siga la narración de mi vida, amigo Pello —dijo Aviraneta—, la seguiré.

A mediados de noviembre de 1823 salí de Tánger y llegué a Gibraltar, donde me esperaban en el muelle el hijo de la señora Toledano y el dependiente principal de Benolié, el banquero.

Me llevaron a casa de un judío que me cedió un gabinete muy bonito, y me dieron una carta de residencia del Estado Mayor de la plaza.

El señor Benolié era hombre rico, banquero de mucha influencia, y vivía muy en grande en una casa a la inglesa. Me presenté a él, me trató muy amablemente y me dijo que fuera a su casa cuando me pareciera.

Fui una vez por cumplir y no volví. Me cansé en seguida de Gibraltar. Ya no tenía allí amigos.

Los liberales españoles se habían marchado. Aquello me parecía un sitio estrecho, de lo más antipático del mundo.

Un día que estaba en mi gabinete, tendido en el sofá divagando, apareció el señor Benolié.

—¿Qué le pasa a usted? —me dijo—. ¿Está usted enfermo?

—Sí, algo enfermo debo estar, pero principalmente estoy aburrido; yo no puedo vivir así. Me he acostumbrado a otra vida.

El señor Benolié quizá creyó que le quería decir que tenía hábitos más fastuosos, y sonrió suponiendo que era una fanfarronada de español.

—¿Pues cómo ha vivido usted? —me dijo con ironía judaica.

Yo le conté brevemente mis andanzas de guerrillero y de conspirador, y como vi que le interesaban di detalles y más detalles. El señor Benolié se quedó tan asombrado, que creo que si le hubiera dicho que yo no era un hombre, sino un trasgo o un gnomo, no hubiera tenido tanto asombro.

—¡Pero usted ha vivido de esa manera! —exclamó varias veces.

—Sí.

—Es extraordinario. Yo tenía otra idea de los guerrilleros. ¿Y para qué ha vivido usted así? ¿Ha ganado usted mucho con eso?

—Nada. El poco dinero que tenía lo he perdido.

A Benolié no le cabía esto en la cabeza.

—Con la actividad y la energía que ha desplegado usted inútilmente, puesta en el comercio se hubiera usted hecho millonario.

Esta observación de judío le parecía a él un argumento irrebatible.

—Sí, es posible —contesté yo—; pero en el comercio no hubiera puesto tanta energía. Ser rico no me interesa. Yo no necesito más que el dinero imprescindible para comer y tener un rincón donde dormir. Esto se me cae encima. Yo necesito campo, peligros, intrigas para estar bien.

Benolié y yo nos miramos como podrían mirarse un lobo y un castor.

—Sin embargo, ¿usted piensa marcharse a Méjico a ser comerciante, según me ha dicho?

—Sí, si no encuentro otra cosa mejor.

—No hay nada mejor que el comercio, señor Aviraneta —replicó él sonriendo—. Yo creo que usted no se ha dado cuenta de ello. Yo quisiera que usted probara a trabajar en mi casa.

—Probaré.

—Yo le daré a usted el máximum de sueldo y el máximum de comisión.

—Pues nada, empezaré.

Comencé a acudir al escritorio, y fui tan puntual y ordenado como pudiera serlo el primero. Al cabo de un mes, Benolié me llamó a su despacho.

—Indudablemente, señor Aviraneta —me dijo—, no sirve usted para la vida sedentaria. No come usted, no bebe usted, no habla usted, y se va usted poniendo más amarillo que un limón.

—Sí. Es cierto.

—¿Qué ha pensado usted hacer?

—Yo había pensado ir a Grecia y hacer la campaña contra los turcos; pero como todo el mundo me habla aquí mal de los griegos, he decidido ir a Egipto y ofrecerme al gobierno del virrey como oficial.

—Bueno, bueno, como usted quiera. Si trata usted de ir a Egipto, yo le proporcionaré a usted barco.

El señor Benolié se mostró muy generoso, me entregó cincuenta libras esterlinas, entre sueldo y comisión, por el trabajo que había hecho durante un mes en su casa. Al pensar en ir a Egipto, se me ocurrió llevar una mercancía a vender por allí, e hice mi ancheta y la metí en un gran cajón.

El día 6 de diciembre apareció un bergantín en el puerto de Gibraltar, que marchaba a Alejandría. Era un bergantín nuevo, sin nombre. Iba tripulado por la marina de guerra inglesa; lo llevaban para entregarlo al virrey de Egipto.

Bajaron el capitán, sir John, y dos oficiales, y fueron a visitar a Benolié. Benolié les habló de mí, y el capitán sir John le dijo que con mucho gusto me llevaría en su barco hasta Alejandría, puesto que era liberal y amigo suyo.

Al día siguiente se condujo al barco mi cajón de mercancías, al que le pusieron precintos de plomo y una etiqueta con el escudo de Inglaterra.

El capitán sir John dijo que, para ir a bordo, debía marchar vestido de guardia marina.

Benolié me envió a su sastre, para que me hiciera un traje completo de guardia marina, que se componía de chaqueta y pantalón azul, chaleco de grana y polainas. Me trajeron también a casa un kepis, un sombrero redondo de hule y un capote de goma.

Benolié me entregó la víspera de mi partida dos cartas de recomendación: una para el general Boyer y la otra para un comerciante judío de Alejandría, corresponsal suyo, que se llamaba Isaac Bonaffús.

A las seis de la mañana del día 10 de diciembre, en un lanchón de Benolié, me dirigí al bergantín, en compañía de Toledano. El bergantín había levado anclas y extendido algunas velas.

Estreché la mano de mi amigo, quien volvió en una lancha, y me dirigí, acompañado de un mozo, a mi camarote.

A las seis y media zarpó el bergantín, con viento fresco, y dejamos al poco rato de ver Gibraltar y las costas de África.

Al mediodía el viento se hizo más fuerte, y, al comienzo de la tarde, se desarrolló un ventarrón furioso. Se recogieron las velas y casi a palo seco fuimos marchando por el mar, sin rumbo.

Yo llevaba días sin dormir bien, y no sé si por el medio mareo que tenía o porque bebí un poco de vino, el caso fue que me eché en la cama y no desperté hasta el día siguiente a las once. Al salir vestido a cubierta, sir John, el capitán, comenzó a reír al verme y me dijo:

—Usted es un lobo de mar.

—Pues, ¿por qué?

—Porque ha podido usted dormir cuando todo el equipaje andaba mareado. Hemos tenido un huracán terrible.

Pasé con sir John a la cámara de oficiales, donde vi que había dos tenientes, echados de bruces sobre la mesa, estudiando un gran mapa.

Aunque yo no los entendía, porque hablaban inglés, comprendí que estaban buscando la posición y el derrotero del barco.

Sir John, a quien le gustaba hablar francés conmigo, me dijo que íbamos a tener mal tiempo, porque el barómetro seguía bajando.

No sé a punto fijo hacia dónde navegamos; yo no me atrevía a preguntárselo a nadie, pero sí sé que por la tarde del tercer día se nos presentó el viento de proa y empezamos a dar bordadas.

A eso de las once de la noche comenzó una tormenta espantosa: una de rayos, de truenos, de granizo, que no paraba un momento.

El capitán y los oficiales estaban de observación en la cámara; los marineros esperaban órdenes en el puente.

Yo no podía hacer allí nada más que estorbar. Antes de meterme en la cama, agarrándome a lo que pude, llegué a la cocina y le compré al cocinero víveres. Desde nuestra salida de Gibraltar no se había encendido la cocina. El cocinero me puso en un talego una docena de galletas, medio queso, dos tarros de mermelada, dos botellas de vino de Jerez y un frasco de aguardiente. Llegué a tientas a mi camarote, cerré la puerta, porque entraba agua, y me dije:

—Hay que entregarse al destino.

Comí un trozo de queso y unas galletas con dulce, bebí un vaso grande de Jerez, luego una copa de aguardiente, encendí un cigarro y a la media hora estaba dormido. Nunca he tenido sueños más raros.

A la mañana siguiente me desperté. Había agua en el suelo del camarote. Cuando abrí el ventanillo y miré al mar me dio el vértigo con aquel resplandor y aquella blancura de la espuma.

Me pareció que el mar se hallaba más agitado, pero el aire más tranquilo, y supuse que esto era buena señal. No salí del camarote; estuve haciendo gimnasia, y al anochecer tomé mi trozo de queso, mis galletas con dulce y dos vasos grandes de Jerez, y dos copas de aguardiente.

Tardé en dormirme, pero me dormí. Al día siguiente, al despertar con la cabeza un poco pesada, vi que había amainado el temporal. Abrí el ventanillo y vi el mar más tranquilo, y me volví a tender en la cama. Estaba dormitando cuando entraron en el camarote el capitán y el cirujano del barco.

—No he visto otro parecido —dijo el cirujano señalándome a mí—. Este es un hombre grande. ¡Y luego hablan de la flema inglesa!

El capitán sir John se reía.

—Levántese usted —me dijo—, porque tienen que limpiar todo esto.

—¿En dónde nos encontramos? —le pregunté yo.

—Nos estamos acercando a la costa francesa, a las islas de Hyeres.

Me levanté, me vestí y salí a cubierta, con la cabeza un tanto pesada.

Antes del mediodía llegamos a la isla de Porquerolles, donde anclamos. Examinaron los oficiales y el contramaestre el casco del barco, que tenía alguna avería insignificante; lo limpiaron los marineros por dentro y por fuera, secaron el velamen y a las veinticuatro horas estaba el bergantín tal como había salido de Gibraltar.

Se compraron víveres, se encendió la cocina, y comimos por primera vez caliente y de una manera espléndida.

La marinería tuvo también un gran banquete, con carne fresca y pan del día, y el capitán regaló a los marineros una pipa de vino.

A media noche nos hicimos a la vela con un tiempo hermoso, y a los doce días de dejar las costas de Francia estábamos a la vista de Alejandría.

En todo el trayecto, el capitán, sir John, tuvo para mí muchas consideraciones, sentándome a su mesa en unión de los oficiales y del médico.

Tenía sir John algunos libros, y me prestaba los que le pedía. Me dejó el libro de Volney, sobre Egipto y Siria, y los viajes de Alí Bey.

Al llegar a la vista del puerto de Alejandría la organización y la etiqueta del barco variaron. El capitán dejó su familiaridad y se convirtió en un jefe frío y desdeñoso. Su cámara quedó convertida en el palacio de un sátrapa con su correspondiente guardia.

La etiqueta era más rigurosa que en China. Yo tuve que salir de mi hermoso camarote y marchar a la cámara de los pilotos. Uno de ellos, que tenía un álbum de vistas grabadas, sacó una del faro de Alejandría y me mostró una torre asentada sobre una roca, con un brasero humeante en la punta.

Aquel era el antiguo faro, que se consideraba como una de las siete maravillas del mundo, dibujado conforme a las descripciones de los antiguos, porque ya no existía, y, en su lugar, estaba el castillo que hizo construir el sultán Solim en el siglo XVI.

Por la mañana, al amanecer, me levanté de la cama y me asomé a la borda. No se veía más que la costa baja, amarillenta, iluminada por el sol; la ciudad, vagamente, y la columna de Pompeyo, que se destacaba con claridad.

Estuvimos mucho tiempo parados delante de Alejandría. Yo sentía impaciencia y un gran deseo de bajar a tierra; pero como allí, en el barco, todo se hacía siguiendo el protocolo, tuve que esperar.

Al día siguiente nos acercamos al puerto al amanecer; por la mañana llegó el cónsul inglés de Alejandría, fue a visitar a sir John y tuvo con él una larga conferencia.

Pudimos contemplar la ciudad iluminada por el sol, que me pareció un montón de ruinas; las fortalezas, el faro, las torres y los mástiles de los barcos.

Después de la entrevista el capitán me avisó que si quería saltar a tierra podía entrar en Alejandría, en compañía del cónsul, como súbdito inglés, sin que en la aduana me molestasen.

Fui a dar las gracias a sir John, que me escuchó impasible, y me hizo un saludo militar como si no me conociera, y bajé a la lancha del cónsul. Pasamos por delante del faro actual; una bastilla, con una torre para señales, y alrededor de la fortaleza una muralla con sus cubos, que rodean la isla.

Entramos en el puerto de Eunostos y desembarcamos cerca de la aduana. Yo subí en un coche que esperaba al cónsul y fui con él hasta su casa.