OTRO día paseábamos por el Retiro Aviraneta y yo, y hablábamos de los prestigios políticos de nuestro país, cuando don Eugenio me dijo: Varias veces me he asombrado yo, al leer en las historias que se publican de mi tiempo, cómo muchos hombres de talento y de energía han quedado oscurecidos, y cómo, en cambio, otros, vulgares y adocenados, han tenido el relieve de primeras figuras. Yo jamás hubiera pensado, por ejemplo, que mi amigo don Bernardo Borja Tarrius fuera hombre que pasara por la vida sin dejar el menor rastro, ni el más pequeño recuerdo.
Borja Tarrius era para mí, al menos, un sabio. Conocía seis o siete idiomas a la perfección; tenía una memoria prodigiosa; había viajado mucho y leído más. Era una enciclopedia viviente. Como muchos hombres del tiempo, sentía una gran inclinación por la economía política, y estaba afiliado a la escuela de Jeremías Bentham. Vivía de dar lecciones, porque, a pesar de su talento, no encontró nunca protección oficial.
A Borja Tarrius le conocí la primera vez en Madrid, en una logia, antes del movimiento de Riego de 1820. Su inteligencia y su sensatez eran reconocidas por todo el mundo.
Por esta época, Borja Tarrius y don José María de Larreategui, que era el comisario de Guerra de la división del Empecinado, me llevaron a casa del brigadier Palarea para ver si nos poníamos de acuerdo en el movimiento revolucionario.
No llegamos a nada en esta conferencia.
Tres o cuatro años más tarde encontré a Borja en Gibraltar. Llegaba yo a esta plaza huyendo de Algeciras, como te he contado, y me metí en una posada, en donde se comía mal y se dormía en el suelo, pues no había camas.
En esta posada se encontraban don Bernardo Borja Tarrius y el diputado por Córdoba don José Moreno Guerra. Al verme, me acogieron los dos con amabilidad y formamos un grupo para comer.
Era difícil ver juntos dos tipos tan diferentes como Borja y Moreno. Los dos tenían aproximadamente la misma edad, de cuarenta a cincuenta años. Borja Tarrius era un hombre grueso, rubio, pacífico, calvo y con patillas; Moreno Guerra, alto, huesudo, cetrino, con un hablar gutural; Borja Tarrius tenía el aire de un holandés flemático; Moreno Guerra era un moro.
En sus ideas se notaba una parecida divergencia. Borja se mostraba siempre equilibrado, siempre sereno, coma la sensatez personificada; Moreno Guerra se caracterizaba por sus extravagancias. Era este hombre de sorpresas, osado, y al mismo tiempo cobarde, inteligente, y al poco rato, necio, amable y sin transición soez. Asiduo lector de Maquiavelo, de los libros del famoso florentín quería sacar consejos para la práctica política española. Entre sus muchos proyectos absurdos, Moreno Guerra había tenido la idea de hacer de Cádiz una ciudad republicana independiente, a estilo de Hamburgo y Brema.
Reunido con Moreno Guerra y Borja Tarrius, iba pasando mal que bien el tiempo en la posada gibraltareña, cuando un día, instigados por el diputado andaluz, que estaba enfermo del hígado, salimos él, Borja y yo a respirar el aire libre. Hacía un calor sofocante. Al cuarto de hora de nuestro paseo se nos presentaron tres policías y nos pidieron la boleta de residencia.
No la teníamos y tuvimos que confesarlo.
—Bueno, vengan ustedes —nos dijo el jefe de los policías. Les seguimos, nos llevaron al muelle y nos dejaron allí como si quisieran dedicarnos a la contemplación y al estudio de la bahía de Algeciras.
Había en el muelle grupos de españoles que se lamentaban porque no tenían qué comer ni qué beber. El sol daba de plano, y el calor era insufrible.
Los marineros de los barcos mercantes del puerto trajeron baldes de agua para aplacar la sed de la gente; pero no bastaba el agua que acarreaban para tantos.
Llegó la noche y refrescó mucho. Yo no quería dormirme, por miedo a enfriarme, y me senté sobre una estera y apoyé la espalda en un cañón empotrado en el suelo, que servía para amarrar los cables. Encendí un cigarro y me puse a reflexionar mientras contemplaba las luces de Algeciras.
—¿Qué voy a hacer? —pensé—. Mucha de esta gente quiere ir a Inglaterra; pero van a andar muy mal; aquí habrá que esperar el barco…; luego, allá, hasta que se pueda vivir, se tardará un tanto; la cuestión sería ir a un sitio próximo y esperar una semana o dos hasta que esto se desocupara…
Estaba discurriendo así, cuando oí a mi lado hablar de Tánger en voz baja.
—¡Tánger! Esta sería una solución —me dije a mí mismo, y decidí ir a la ciudad africana. Pensé todas las eventualidades posibles y me pareció la mejor la de Tánger.
Amaneció, y vi en el muelle solos a Borja Tarrius, a Moreno Guerra y a dos hombres que no conocía; uno de ellos, el más joven, con uniforme de miliciano nacional.
La demás gente se había metido en los buques mercantes que había en el puerto y en un barracón del muelle.
Les dije a Borja Tarrius y a Moreno Guerra lo que había pensado.
—¿No sería mejor ir a Marsella o a Londres? —me preguntó Moreno Guerra.
—¡Ah!, si se encontrara barco en seguida, sí; pero como puede suceder muy bien que no se encuentre barco y haya que pasarse cinco o seis días aquí en el muelle, yo prefiero ir a Tánger y esperar allí.
—Es verdad, tiene usted razón —dijo Borja Tarrius—. Es una idea buena.
—Así, ¿qué les parece a ustedes la idea, aceptable?
—Sí, sí.
—Bueno, pues yo voy a ver si encuentro una lancha.
Me entendí con un patrón inglés, que me pidió diez duros por el pasaje, y me volví al sitio de los amigos. Estos me dijeron que venían con nosotros el miliciano nacional y su padre, que había pasado la noche en el muelle a nuestro lado.
—Bueno —dije yo—. Está bien. ¿Usted les conoce? —le pregunté a Moreno Guerra.
—Sí.
—¿Quiénes son? El viejo parece gitano.
—Lo es. Son de Baza, padre e hijo. Al padre le llaman el Esquilaor, y al hijo, el Niño de Baza. El padre va convencido de que su hijo va a hacer mucha suerte en África, porque tiene una piedra imán la barlachí, como dicen ellos. La historia de estos es curiosa. El Esquilaor, que ha sido un buen mozo, le hizo un chico a una muchacha de Baza, y ella no se quiso casar con él.
—¡Qué extraño! ¡Ella!
—Sí, ella dijo que no, que no se casaba, que él quería vivir a su costa, y que no. Y así está en la casa el Esquilaor como criado.
—¿Y el Niño de Baza es el hijo?
—Sí, un chico mimado, voluntarioso. Ha sido estudiante de cura.
Les observé con atención.
El padre era un hombre muy flaco, muy negro, con los ojos verdes, oscuros; el hijo era muy parecido al padre, con un gran fulgor en la mirada.
Bajamos los cinco por la escalera del muelle a la lancha, y nos fuimos acomodando.
Antes de salir le dije yo a Borja Tarrius:
—Somos seis con el patrón. Como es posible que nos encontremos con algún barco en el Estrecho que quiera detenernos, lo mejor es que en esta corta travesía mande uno solo. Las vacilaciones son lo peor en estos casos. ¿Quiere usted mandar como jefe de nuestra barca, Borja?
—No, no, Aviraneta. Mande usted.
—Sí, mande usted —dijo Moreno Guerra.
—Bueno.
Se lo advertí al patrón, y este dijo que estaba bien, y añadió que la medida era muy prudente, porque en el mar no había que andarse con dudas sino decidir las cosas pronto.
Salimos, se largó la vela, fuimos pasando por delante de la ciudad de Algeciras y de la isla Verde, hasta divisar la costa de África.
El día estaba espléndido.
El Niño de Baza, al poco rato de salir, escogió el mejor sitio y se tendió. Estorbaba un poco para la maniobra.
—¡Eh, tú! —le dije yo.
—¿Qué hay?
—Estás estorbando. Aquí no se duerme.
—Ez que mi niño, zabe uzté, ze marea… —dijo el padre.
—No ha tenido tiempo de marearse; que se ponga como todo el mundo y esté atento, por si se le tiene que mandar algo.
—¿Y uzté por qué me tiene que mandá a mí? —dijo el gitanillo.
—Porque sí; aquí mando yo, y si no estás conforme ahora mismo tocaremos en tierra y te dejaremos en ella, si es que no te pego un puntapié y te tiro al mar.
Hubo un fulgor en los ojos del Niño de Baza.
El viejo gitano comenzó a hacerme reflexiones y a adularme, con la clásica desvergüenza de la raza. Moreno Guerra celebraba sus frases y le contestaba algo en caló.
En cinco horas llegamos frente a Tánger y se detuvo la lancha. Unas cuantas barcas y botecillos se nos acercaron con moros y cristianos, vestidos con harapos de colores, y se puso toda aquella gente a hablar y a chillar en una algarabía infernal. En esto nos atracó una lancha, con dos remeros negros y tres moros limpios, y uno de ellos nos preguntó en chapurrado:
—¿Qué son ustedes?
—Españoles.
—¿De dónde vienen?
—De Gibraltar.
—¿Traen ustedes pasaporte?
—No.
—Pues no pueden ustedes entrar.
—¿No se podría avisar al cónsul de España?
—¿Qué quiere usted avisarle?
—Que aquí hay un diputado español, que viene fugitivo, que quisiera entrar en Tánger, y un médico.
—¡Tebib! ¡Tebib! —dijeron los moros.
—Bueno. Esperen ustedes. Le avisaré al vicecónsul. El capitán del puerto y este moro del rey —y nos mostró uno de sus dos compañeros— les vigilarán.
Estuvimos una hora con un sol de fuego, hasta que apareció un europeo, el vicecónsul, en compañía de tres moros fastuosos, vestidos de blanco. El vicecónsul preguntó por el diputado; se destacó Moreno Guerra y hablaron los dos. El vicecónsul era un siciliano, y los moros, empleados subalternos del gobernador de la plaza.
Como Moreno Guerra era tan moro como los otros, con sus ademanes y sus gestos les convenció y se decidió que fuéramos a tierra. Les dijo que Borja Tarrius era un gran médico.
Nos acercamos a la playa, y después nos agarró a cada uno un negrazo de aquellos, y, atravesando el fango del arenal, nos dejó en tierra firme.
—Vamos a casa del gobernador —nos dijo el vicecónsul.
El gitano y su hijo se escabulleron sin saludarnos.
Marchamos por una callejuela, tropezando a cada paso con burros cargados y seguidos por moros, que gritaban:¡Balac! ¡Balac! Atravesamos el zoco, y llegamos a un viejo caserón destartalado; pasamos dos patios, y, en una sala que daba a un hermoso huerto, vimos al gobernador, o caíd, sentado en el suelo y apoyado en unos almohadones. Era un viejo de aire respetable; le saludamos, nos invitó a sentarnos y nos trajeron una tazas pequeñas de café sin azúcar, dulces y bollos.
Habló Moreno Guerra con su aire de santón, y el caíd inclinó varias veces la cabeza, como diciendo que estaba conforme.
Salimos de nuevo a la calle, le dimos las gracias al vicecónsul y le preguntamos dónde podríamos alojarnos.
—Aquí no hay fondas ni posadas —nos dijo— donde se esté bien. Algunos franceses e italianos tienen huéspedes, pero los explotan. Los contrabandistas españoles suelen meterse en sus rincones, donde no se puede vivir. Aquí tendrán ustedes que dirigirse a los judíos.
—Sí, pero nosotros no conocemos a nadie…
—Bien, yo preguntaré.
El vicecónsul fue a ver al rabino Samuel Silva, le explicó el asunto, y el rabino le encaminó a casa de la señora de Toledano, viuda de un comerciante, que vivía con cuatro hijas y dos criadas.
Fuimos a ver a la viuda de Toledano, y nos encontramos con que hablaba muy bien el español.
Se llamaba esta mujer Mesoda Ben Asayag y era viuda de un comerciante al por menor, también judío.
El vicecónsul le indicó lo que pretendíamos, y la viuda aceptó; dijo que tenía en la casa la planta baja desocupada, con cuatro cuartos bastante grandes, y que viéramos si nos acomodaba.
—Vamos allá —dije yo.
Nos enseñó las habitaciones, anchas y limpias.
—Esto está muy bien —le dijimos—. Pónganos usted una cama en cada cuarto, y en el otro una mesa y unas cuantas sillas.
Dijo que lo arreglaría en seguida, nos explicó qué comida nos iba a dar, y añadió que nos llevaría dos pesetas por cada uno.
Dimos las gracias más efusivas al vicecónsul, por habernos llevado allá, y el hombre nos indicó que contáramos con él para lo que necesitáramos y que, después de comer, fuéramos a su casa a pasar el rato.
A las cinco de la tarde una criada nos avisó para que subiéramos a comer. Subimos y encontramos la mesa puesta; el mantel limpio, platos de loza de color y cubiertos de madera. En vez de sillas, había bancos. Entró la señora de Toledano con sus cuatro hijas, de muy modesto porte y muy bonitas. Hablaban todas el castellano con un acento medio andaluz, pronunciando las eses como zetas, un acento que no dejaba de tener gracia.
La mayor tendría unos veinte años, y la menor, unos catorce. Todas eran morenas, menos la segunda, Sara, que era rubia, casi pelirroja. Las saludamos amablemente. La madre se sentó con dos de sus hijas a un lado y dos al otro, y nosotros en lo restante de la mesa.
Después de comer fuimos a ver al vicecónsul, hombre abierto de genio, que tenía una familia numerosa muy simpática, y nos dio una porción de indicaciones concernientes a las costumbres que había que seguir allí. Le pedimos un poco de papel, nos lo dio y volvimos a casa. Conferenciamos con la señora de Toledano acerca de la manera de tener luz; nos trajo un velón de cuatro mecheros, enviamos a la criada por aceite, encendimos el velón, lo pusimos encima de la mesa y nos sentamos alrededor.
Borja Tarrius estaba contento.
—Creo que en Tánger podemos pasarlo bien y muy barato —dijo—, y habrá cosas curiosas que ver.
Moreno Guerra estaba taciturno.
—¿Qué le pasa a usted? —le dije.
—Esto es una cartuja —exclamó él—; aquí no va a haber con quién hablar. ¡Luego estas calles sucias, con estos moros asquerosos!
Me indignó tan importuna queja y no dije nada.
A las nueve nos volvieron a llamar para comer, y tomamos té con hierbabuena, pan y manteca.
Le pregunté a la dueña cuándo se podría escribir a Gibraltar, y me dijo que tuviera la carta preparada para las diez de la mañana del día siguiente.
Escribí a la posada de Gibraltar en donde habíamos estado Borja Tarrius, Moreno Guerra y yo, pidiendo al amo que nos mandara la cuenta, diciéndole que yo había dejado allí una maleta y una manta, y que si recibía una carta para mí, la enviara a Tánger.
Al día siguiente, por la mañana, le di la carta a la dueña y fui a llamar a Borja Tarrius y a Moreno Guerra; ninguno de los dos habían dormido, preocupados, sin duda, con el porvenir.
Por la tarde anduve yo por la ciudad; vi el Zoco, la Alcazaba, y salí por las afueras a pasear por el Marshan. Al volver me encontré con Borja y Moreno, que charlaban en el cuarto, y, por la noche, la dueña me trajo contestación a mi carta de Gibraltar. Según decía el posadero seguía allí la aglomeración, y no se sabía qué hacer con los emigrados.
Fuimos a cenar. Moreno Guerra estaba tan alicaído que la dueña le preguntó:
—¿Está usted malo?
—Sí. Más malo de espíritu que de cuerpo. Me falta la vida, las amistades, la sociedad… No sé si me podré acostumbrar al trato de estos moros.
—¡Y qué diría usted —dijo la viuda de Toledano— si viviese bajo la condición que vivimos nosotros los hebreos! Nos insultan, nos apedrean, nos tiran lodo a la cara, y, como no tenemos autoridades ni cónsules, nos callamos.
Moreno Guerra se encogió de hombros. Parecía mentira que un hombre tan grandón, que tenía fama en España de valiente y atrevido, fuera tan pusilánime y tan blando.
—No hay que acobardarse —repuso la señora de Toledano—. Si se mete usted en esa habitación de abajo, en la oscuridad, sin ver a nadie, le entrará a usted la melancolía. Suba usted al cuarto donde trabajamos mis hijas y yo, y allí hablaremos.
—Tiene usted razón, señora —dijo Borja Tarrius—; no hay que apocarse. En Tánger hemos sido recibidos con una caridad y un afecto que agradecemos en el fondo del alma; estamos perfectamente hospedados y mantenidos: no podemos desear más. Ahora, a mi amigo Moreno Guerra le sucede que ha vivido en esta última etapa en un ajetreo constante y en una constante inquietud, y al venir aquí a esta soledad queda aplastado.
—Sí, lo comprendo —dijo Mesoda—; por eso le digo que suba al taller donde trabajamos nosotras, para entretenerse; suele venir el rabino de Tánger a visitarnos, y como es un hombre culto hablará con ustedes.
Fuimos al taller y charlamos, mientras las chicas y la madre y dos o tres aprendizas trabajaban en bordar con sedas de oro y plata babuchas, bolsas para dinero, cinturones, arneses de caballo, etc.
Borja Tarrius, curioso por todo cuanto fuera industria, hizo a Mesoda y a sus hijas una serie de preguntas acerca de cómo trabajaban y dónde vendían sus productos.
—En general se venden en Gibraltar, y los llevan a Túnez, a Trípoli, a Fez, y pasan por bordados hechos por moras —contestó la señora Toledano.
Borja Tarrius, que sabía mucho, examinó los bordados y dijo primero que el dibujo era un tanto defectuoso, y después indicó a Mesoda y a sus hijas que perdían mucho tiempo haciendo cada una todas las labores que exigía un bolso, o una babucha; que debían hacer la división del trabajo: una cortar, otra coser, otra bordar, etc.
Para demostrar su tesis, explicó con toda clase de detalles cómo se fabricaban los alfileres en las fábricas de Europa.
Como hablaba con tanta persuasión, las convenció.
Al día siguiente se hizo la prueba de la división del trabajo, y, efectivamente, se produjo casi el doble.
La señora de Toledano estaba maravillada.
Mientras trabajaban las bordadoras, Borja Tarrius les habló de la historia de Tánger y de Cartago, y del pueblo judío, y nos tuvo a todos entretenidos.
Al cuarto día de estar en Tánger apareció en casa el Niño de Baza. Venía bien vestido, limpio y perfilado. Era un muchacho guapo. Tenía el tipo del andaluz bonito, una cara de medalla romana y los ojos de gitano. Me dijo con mucha zalamería que le perdonara si había estado grosero en la barca, pero era que se encontraba entonces cansado, enfermo, sin dormir. Se había quedado solo en Tánger; su padre había marchado a España, y él andaba buscando un sitio donde trabajar.
Las chicas de casa le vieron al entrar y salir.
—¿Quién es ese muchacho? —me preguntaron Sara y Rebeca.
Yo le dije a Mesoda:
—No he querido traer a ese joven aquí, donde hay tantas muchachas. No vaya a ser un gavilán entre palomas.
—Pues ¿qué ha hecho?
Le dije que me parecía un muchacho violento, vengativo, que su padre era gitano…
Nada de esto le parecía muy grave a Mesoda.
—Si a usted no le importa, por mí puede venir a casa.
—¡Ah! Pues que venga.
Al día siguiente volvió a presentarse el Niño de Baza.
—Bueno —le dije yo—, con estas chicas, nada.
—No tenga usted cuidado.
—Ya sabemos que eres irresistible.
—No tanto, don Eugenio.
El Niño de Baza no comprendía la ironía, afortunadamente para él.
Este mismo día apareció el rabino de Tánger, el señor Samuel Silva, en casa de Mesoda, y hablaron él y Borja Tarrius. El rabino llevó la conversación a cuestiones de historia bíblica, donde se consideraba, sin duda, fuerte; pero Borja Tarrius sabía de esto mucho y le hizo unas observaciones al rabino sobre el libro de Esdrás y el de Job, y el Eclesiastés, que quedó el hombre asombrado. Yo, como no he leído la Biblia, porque, la verdad, me ha aburrido desde el comienzo, no seguí la discusión en todos sus detalles.
Mientras tanto, el niño de Baza cambiaba unas miradas incendiarias con las chicas, que se reían y coqueteaban con él. Sobre todo, Sara, la roja, era una mujer de cuidado.
Los días siguientes, desde la mañana hasta la noche, los pasamos en el taller de Mesada, Moreno Guerra, Borja, el Niño de Baza y yo; ayudábamos a las muchachas a cortar el cuero de tafilete, a preparar las agujas, los hilos de seda de oro y plata y a pulimentarlos con colmillos de jabalí.
Borja Tarrius pidió al vicecónsul un diccionario viejo de antigüedades, con un atlas, que había visto en su casa. El vicecónsul se lo prestó y Borja estuvo tomando notas e hizo una porción de modelos con nuevos adornos y nuevas grecas. Dibujó hasta diez modelos. Se hicieron estos, unos más complicados, otros menos, y se enviaron a Gibraltar con sus precios respectivos.
En cada bolsillo se venía a sacar tres pesetas de beneficio, según el cálculo de Borja Tarrius.
Días después, el hijo de Mesoda envió cuarenta duros; había vendido los diez bolsillos inmediatamente a un comerciante de Argel, que le encargó veinte docenas más de la misma clase en dos remesas. Los que se le enviaron los vendió a cinco duros. En cada uno se ganaron trece pesetas.
Mesoda y sus hijas estaban locas de contento. Las chicas llamaban papá a Borja Tarrius, y pensaban en arreglar la casa y en hacer viajes.
Cuando se mitigó la alegría, Mesoda dijo a Tarrius:
—¿Qué hacemos? Usted disponga.
—¿Usted tiene dinero?
—Sí.
—Vamos a hacer el presupuesto para los doscientos cuarenta bolsos.
Borja Tarrius tomó un papel e hizo una porción de números.
—Se necesitan unos cincuenta duros de material —dijo.
—¿Nada más?
—¿Le parece a usted poco? ¿Los tiene usted?
—Sí, sí.
—¿No habrá dificultad en adquirirlo?
—Ninguna.
—Después, lo que se necesita son cuatro o cinco obreras. ¿Habrá aquí buenas bordadoras?
—Sí, pero cobran mucho.
—¿Pues, cuánto cobran?
—Seis y siete reales al día.
—¡Bah! Eso no es nada. Se puede pagar el doble.
—¿Y si se enteran y copian los dibujos de los bordados?
—No; no tienen tiempo. Usted les dice que es un encargo que ustedes tienen y les da los bolsillos ya dibujados.
Al día siguiente se compró el material y comenzó a cortarse el tafilete. Tarrius tenía la alta dirección. Moreno Guerra y yo calcábamos los dibujos, los agujereábamos con un alfiler y, después, con una muñequita llena con polvo de carbón, estampábamos y perfeccionábamos los dibujos con lápiz.
Al día siguiente Mesoda trajo cinco obreras judías, que las llevó a la sala del piso bajo, que antes ocupábamos nosotros.
Moreno Guerra y yo seguimos dibujando; el Niño de Baza cortaba; Agar y Raquel, la hija mayor y la pequeña, cosían, y Sara y Esther quedaron al frente del bordado. Las nuevas obreras eran mejores trabajadoras que las de casa.
Se envió la primera remesa a Gibraltar y llegó el dinero en seguida. Cerca de quinientos duros.
La viuda de Toledano quedó loca de contenta. Quería dar dinero a Tarrius, pero le dolía desprenderse de él. Le hacía continuas zalamerías. ¡Era tan bueno! Sus hijas y ella no se olvidarían nunca de lo que había hecho en su obsequio.
Mesoda tenía la angustia de ganar, y no se preocupaba de nada más.
Yo veía al Niño de Baza que intimaba mucho con Sara la roja, pero también lo veía la madre y parecía que no daba importancia a la cosa. A Borja Tarrius le llegaban enfermos que iban a consultarle. Borja se limitaba a recomendar prácticas higiénicas.
Llevábamos veinte días en Tánger, cuando recibí una carta de un señor Gargollo, representante de mi tío Ibargoyen, el mejicano. A este Gargollo le había escrito yo al llegar a Gibraltar. Me decía que había girado a mi nombre a esta plaza cinco mil pesetas a la casa de Banca de Benolié y Compañía, y que al mismo tiempo me recomendaba a este banquero. Le escribí al señor Benolié diciéndole dónde estaba, y a los dos o tres días apareció en mi casa un judío viejo, con un aire muy venerable, a ofrecerme de parte de Benolié lo que necesitara. Se llamaba este judío Samuel Lione.
La patrona mía se quedó maravillada; dijo que Samuel era el hombre más rico de Tánger, y que cuando iba a Fez visitaba al sultán.
Debíamos ser nosotros gente de una gran importancia cuando Samuel Lione venía a nuestra casa.
Pregunté qué era, y la señora de Toledano dijo que era banquero y tratante de esclavos.
—¿Y gana mucho con esto?
—Muchísimo. Todos los años manda una o dos caravanas a Tumbuctu, en las que ganará muchos miles de duros.
El Niño de Baza oyó esto con los ojos brillantes. Al día siguiente me dijo:
—Oiga usted, don Eugenio.
—¿Qué hay?
—¿No va usted a visitar a ese viejo judío Samuel?
—Pues, ¿por qué?
—Porque si va usted, yo quisiera acompañarle.
—¿Para qué?
—Para ir en una caravana a comprar esclavos.
Me quedé asombrado.
—Bueno, bueno. Ven mañana por la mañana y le visitaremos.
Al día siguiente se presentó el Niño de Baza muy elegante y atildado; yo me vestí, y con un chico de la vecindad fuimos a casa de Samuel.
La casa era de aspecto más humilde que la de Mesoda. Nos recibió el señor Samuel en un despacho muy mísero de la planta baja, con grandes saludos y zalemas, y nos hizo sentarnos. Este Shylock hablaba de una manera balbuceante y lacrimosa. Nuestra santa nación, nuestra tribu, el patriarca Abraham estaban a cada momento en su boca. Durante su charla se interrumpía para dar una indicación a dos escribientes que tenía, los dos, sin duda, judíos, de cara atormentada y labios gruesos.
Le avisaron para almorzar, y yo me levanté con intención de marcharme; pero Samuel me agarró de la mano.
—No, no; venid —me dijo—; que venga con vos este joven cristiano; comeréis conmigo, la miseria que uno tiene.
Subimos una escalera estrecha y llegamos a un comedorcito pequeño que daba a un patio, con una puerta, lleno de macetas con flores. Estaban en el comedor la mujer y una hermana de Samuel, dos hijas de unos cincuenta años, un hijo y una porción de nietos, entre los cuales había una muchachita de unos diecisiete o dieciocho años, muy bonita.
Entre todas estas caras judaicas había el tipo correcto y muy perfilado y el tipo un poco repulsivo del judío narigudo, con los labios gruesos y abultados y los ojos pequeños.
Había en toda la casa un olor a cerrado y al mismo tiempo a estoraque, o alguna otra cosa aromática, que no me hizo ninguna gracia.
Sirvieron el almuerzo, que consistió en té con leche, tostadas con manteca, miel y un líquido dulce, con gusto a naranja. En lugar de pan, nos dieron unas tortas redondas y muy delgadas, sin sal.
El Niño de Baza estuvo de conquistador con la nieta de Samuel. Sabía que la chica era rica, y preparó en seguida sus baterías.
Después de almorzar volvimos de nuevo al despacho y hablamos.
—No creáis que tengo una fortuna grande… —nos dijo Samuel Lione—. No, no…, una pequeñez, un mediano pasar. No hagáis caso de lo que os digan en Tánger acerca de mí. No, no. ¡Por el patriarca Abraham! ¡Qué más quisiera yo!
Le dije que no me habían hablado de él en Tánger, y que había ido a verle para saludarle y para presentarle aquel joven español que, habiendo oído hablar de que él organizaba caravanas al centro de África, quería ir en una de ellas.
Samuel Lione sonrió al Niño de Baza y le alabó su afición al comercio. Después nos explicó sus negocios. Se dedicaba principalmente a la trata de esclavos, que compraba en Tumbuctu, y a veces en el Sudán.
En Fez, en Mezquínez y en Marrakech tenía depósitos de esclavos. Nos dijo que él proveía al sultán y a los principales magnates del imperio de esclavas negras para los harenes, que hacía venir del interior de África; negras que eran de una raza especial muy fea para nuestra vista por sus morros salientes y su nariz chata, pero que a los moros les parecían huríes de Mahoma.
Añadió que recibía remesas de cuando en cuando de veinte o treinta niñas, de diez a doce años, en Tafilete, donde tenía un gran depósito, y, a manera de hospital, que allí apartaba las que tenían lepra, les curaba a las otras la sarna, las demás enfermedades y los parásitos; luego, con baños, purgas y frotaciones y mucho alimento, las engordaba y las ponía lucidas como los cristianos engordan esos animales, que son la abominación de Jehová y que se llaman, con perdón, cochinos.
Mudaban enteramente de piel y de pelo las negras, y se ponían relucientes como espejos. A los catorce años las llevaban al mercado, y acudían los corredores a comprarlas, procediendo a un reconocimiento escrupuloso antes de cerrar el trato.
Los compradores las conducían con mucho cuidado a su destino, en una especie de jaulas, que colocaban en camellos, y muy cubiertas con toldos para que no les diese el sol, ni las viesen los curiosos.
Este comercio era el más productivo para él; ¡pero había tanto gasto! En Tumbuctu tenía una factoría exclusivamente destinada para sus compras.
Era el único comerciante dedicado a este honrado tráfico.
También recibía de Tumbuctu oro en polvo, marfil y plumas de avestruz, y enviaba, a cambio, telas que compraba a poco precio en las almonedas de Gibraltar.
Lione me dijo que a los veinticinco años había hecho dos viajes a Tumbuctu, la lejana ciudad de África, atravesando el gran Desierto. Entonces era Tumbuctu tan misteriosa que algunos dudaban de su existencia.
Samuel Lione, con esa rápida efusión que suelen tener a veces las gentes que viven aisladas, nos contó sus viajes a Tumbuctu con cierto énfasis. Nos habló con entusiasmo del Desierto, de las caravanas de cientos de camellos, que apenas dejan huella en la arena dura; de la forma del terreno arenoso, siempre igual y siempre distinto, como el mar; de las angustias al no encontrar los oasis con agua; de tener que beber a veces la sangre de los camellos… Todas estas dificultades y penas estaban compensadas, porque en dos o tres viajes se podía uno enriquecer.
Mientras hablaba Samuel se veía la mezcla del miedo con el deseo de la ganancia.
Unía cierta elocuencia florida al acento llorón y sibilante.
En medio de toda su blandenguería se notaba que el buen Samuel era un águila para el comercio y que hubiera vendido hasta a su padre. Luego Lione nos habló de sus antepasados, que eran españoles, que habían vivido en Medina del Campo y habían sido expulsados de Castilla en tiempo de Felipe III. Su apellido verdadero era León, o de León, y al refugiarse en Francia lo afrancesaron y lo convirtieron en Lione. Tenía todos los papeles y títulos de pertenencia de la familia y hasta la llave de la casa de Medina.
Respecto a la pretensión del Niño de Baza, dijo que fuera por allí, y que ya vería.
Después de cuatro horas de charla me volví a casa de Mesoda.
Al día siguiente pasé de nuevo por el despacho de Samuel Lione, que me prestó cien duros. Le dije a Borja Tarrius y a Moreno Guerra que me marchaba a Gibraltar y que les escribiría. Borja Tarrius me indicó que le habían encargado aquel mismo día de la educación de los hijos de varios cónsules europeos de Tánger; que ya tenía medios fáciles de vida, y que preferiría un país templado como aquel que un país frío como Inglaterra, y que se quedaba definitivamente allá.
Moreno Guerra me dijo que le avisara adónde iba y lo que hacía.
Comimos, charlamos mucho, me despedí de la familia judía, me acompañaron Borja y Moreno hasta la lancha, y me fui a Gibraltar.
Después de bastantes años, le vi a Borja Tarrius; me dijo que el Niño de Baza se había casado con la nieta de Lione y había tenido un hijo con la Sara. El Niño de Baza, hecho un completo bandido, llegó a ser hombre de fama en el país, y en una de las expediciones al centro de África le mataron en el desierto.
Respecto a Sara la roja, se escapó con un inglés rico, y vivía por entonces en Inglaterra hecha una princesa. Moreno Guerra murió misteriosamente, poco después de ir a Tánger. Según algunos le envenenaron en el viaje de Gibraltar a Londres.