XI

FINAL

HABÍA concluido de hablar Aviraneta, y repantigado en la butaca miraba el humo de su cigarro, que se elevaba en volutas en el aire.

—¿Y qué fue de la Conchita? —dije yo.

—Me dijeron muchos años después que se había casado.

—¿Con Pancalieri?

—No.

—Quizá con Gotor, el rival de Mala Sombra.

—Tampoco. Se casó con un propietario rico de Zamora.

—¿Y no tenía nada que ver con Pancalieri?

—No sé. El que me habló de ella aseguraba que el hijo primero de Conchita era el vivo retrato del italiano. Es posible que fuera verdad, es posible que no. Vete a saber…

—Es usted admirable, don Eugenio —le dije—, todavía le quedan a usted historias en el zurrón.

—Qué quieres. Los hombres de mi tiempo no leíamos tantas novelas como los de ahora. Buenas o malas, las hacíamos en la vida.

Y Aviraneta se levantó se frotó las manos y comenzó a pasearse por mi despacho, mirándolo todo con su aire perspicaz y agudo de fuina.

Madrid, marzo, 1917.