PANCALIERI
EN la casa del capitán Mala Sombra estaba expuesto su cadáver.
Había llegado su madre, una vieja campesina de un pueblo próximo, y lloraba rodeada de las mujeres de la vecindad.
Estuvimos allí todos los oficiales de la guarnición, comenzando por el Empecinado; se encontraban también los dos italianos, Corti y Pancalieri. Pancalieri estaba triste y cariacontecido.
—¡Qué folia! —me dijo—. Este hombre se ha matado.
—Sí; mientras usted abrazaba a su novia él se ha matado por ella —le dije yo, en voz baja.
—¡Ma ché! No. Sería demasiado idiota.
—Pues no le quepa a usted duda. Los que le han visto de frente me han dicho que al levantar la mirada al balcón donde estaban ustedes se le demudó el rostro, y entonces dejó de sostener la cabeza del toro y se dejó matar.
—¡Ah povero! ¿Pero usted cree que se habrá matado por ella?
—Sí.
—¿Por la signorina Conchita?
—Sí.
—¡Oh, no; Maché! ¡Qué folia! Questa signorina está bien para pasar el rato ma nada más.
—Amigo —le dije yo—, esa muchacha que para usted no sirve más que para pasar el rato, para este pobre hombre, era toda la vida…
Y mientras decía esto, la mirada de Mala Sombra, terrible y trágica, parecía confirmar mis palabras.