IX

CONCHITA AGUILAFUENTE

LA decisión de Mala Sombra fue durante algunos días el tema de todas las conversaciones de Ciudad Rodrigo. Su decisión romántica hacía mucho efecto. Las mujeres tenían gran curiosidad de conocer al paladín enamorado. Yo sentía curiosidad de ver a la dama de sus pensamientos, y me la mostraron. Era Conchita Aguilafuente una muchacha de unos diez y siete años, morena, pálida, de ojos muy negros y muy grandes. No tenía muy buena fama; se decía de ella que era muy coqueta.

Debía ser un temperamento ardiente.

Por lo que me dijeron, era de estas mujeres que tienen días en que se les ve desfallecer, que tan pronto están animadas, con la mirada brillante, como pálidas y ojerosas; mujeres en que el sexo es como una llama abrasadora que les consume. Yo la vi cuando iba a misa con una mantilla negra, que le sentaba maravillosamente; al pasar cerca de ella el Chiquet y yo le dirigimos unos piropos, y ella nos miró con una mirada relampagueante.

La madre, que la acompañaba, era una mujer todavía joven: una jamona de buen ver que producía grandes entusiasmos en la calle.

—El pobre Mala Sombra va a tener que bregar más con esta chica que con el toro del domingo —le dijo yo al Chiquet.

Mi asistente celebró la gracia, porque, como buen catalán, era muy torero.

Hubiera dado cualquier cosa porque el domingo hubiera estado lloviendo; pero, por el contrario, amaneció con un sol espléndido.

Ya muy de mañana los aldeanos de los contornos comenzaron a acudir al pueblo y a ocupar las gradas que se habían instalado en la plaza.

Se hicieron los últimos preparativos, que los dirigió el Buñolero.

Las cigüeñas, que habían llegado a su nido de la torre municipal días antes, miraban como preguntándose: «¿Qué extraños preparativos serán estos?»

Después de la misa mayor comenzaron a llenarse los balcones de la plaza. Había una lucida representación de señoras y señoritas, de caballeros de negro y de militares de uniforme. Estaba aquello de gran gala.

El sol era espléndido y los abanicos temblaban en el aire. Yo no quería presenciar la corrida para hacer causa común con el Empecinado; pero tenía gran curiosidad de ver lo que hacía Mala Sombra, y también grande de observar la actitud de Conchita Aguilafuente.

Estuve en el salón de la casa Ayuntamiento, paseándome arriba y abajo, mientras la gente se asomaba a los miradores abiertos.

Una de las señoras que nos había oído hablar a un teniente y a mí de Conchita me dijo:

—Ahí está Conchita con su madre y ese italiano que hicieron ustedes prisionero.

Miré, y, efectivamente, estaba en un segundo piso de la Plaza Mayor, en la casa de un comerciante, en compañía de su madre y de Pancalieri.

Como yo siempre he tenido una tendencia estratégica, recordé que en la casa del Ayuntamiento había un depósito de papeles del archivo que tenía una ventana que daba muy cerca del balcón donde estaba Conchita.

Le pedí al portero que me abriese la puerta de aquel cuarto.

—No va usted a ver nada, don Eugenio —me dijo él.

—No importa —le contesté—, quiero ver el público.

El portero me abrió y yo pasé adentro.

Me asomé a la ventana. A una corta distancia se veía el balcón en donde estaban Conchita, su madre y Pancalieri. Se veía además parte del interior de la habitación, que era una sala de pueblo con un espejo, una consola y unas sillas de damasco. La Conchita coqueteaba con Pancalieri de una manera disimulada.

—¡Demonio! ¡Qué descubrimiento! —me dije—. Este granuja de italiano se la está pegando de una manera ignominiosa al pobre Mala Sombra.

Comenzó la música, y poco después la corrida. De cuando en cuando sonaba un ¡ah! de emoción que se levantaba en el aire. Era, sin duda, en el momento en que algún torero estaba expuesto a ser cogido.

Cuando terminó el primer toro fui al salón y me acerqué a la gente. Algunas personas, sin duda de nervios fuertes, encontraban que la corrida tenía pocas emociones y que aquellos becerretes no valía la pena de torearlos.

Al comenzar de nuevo la brega volví a mi observatorio.

El segundo toro dio poco juego. En el tercero la expectación se acentuó. Iba a matar el teniente Gotor.

Miré al balcón de Conchita. Ella estaba encendida. Pancalieri, con un aspecto cínico y sonriente.

Ella aprovechaba las ocasiones de frotarse con él, y se estrechaban las manos sin que la madre les viera.

A veces ella entraba en la sala y se besaban, y estaban largo rato con los labios unidos. Él forcejeaba con ella, y ella se escapaba de sus brazos y volvía a salir al balcón encendida y con un aire compungido.

La faena del teniente Gotor debió de ser brillante, a juzgar por la tempestad de aplausos y de bravos que estalló en la plaza.

Concluyó el tercer toro y salí de mi cuartucho. En el intermedio Conchita y Pancalieri, comprendiendo que la curiosidad del público se desviaba de la plaza para explorar los balcones, se separaron uno de otro y tomaron un aire de indiferencia.

Cuando comenzó el último toro, el Chiquet me agarró del brazo y me dijo:

—Venga usted, mi teniente.

Como tenía gran curiosidad me dejé llevar. Hubiera dado cualquier cosa porque la fiesta hubiese terminado. El último toro era grande, negro, con una cornamenta larga y afilada. Perseguía furioso a quien se ponía frente a él. El público vociferaba entusiasmado; los toreros apenas se atrevían a acercarse al animal. Unicamente el Ochavito y el Buñolero se plantaban delante y le daban recortes con la capa. A fuerza de estos lances el animal pareció cansarse, y en un momento que se paró el Buñolero le agarró de la cola.

Entonces se vio a Mala Sombra que avanzaba con el Ochavito, acercándose al toro. En un momento se agarró con presteza a las astas, cuadrándose de pechos ante la fiera. El hombre y el toro quedaron inmóviles; el hombre empujó la cabeza del animal por las puntas, la bestia alzó el hocico, y entonces el hombre metió el hombro por debajo de la barba del animal, y de un empujón lo tumbó al suelo, le puso el pie en el hocico y lo sujetó así.

Hubo una tempestad de aplausos. El capitán Mala Sombra miró entonces al sitio donde estaba su amada. ¿Qué vio? No sé. Quizá comprendió rápidamente lo que pasaba entre Conchita y Pancalieri; el caso fue que el capitán soltó el pie, el toro se levantó de improviso, dio un topetazo con el cuerno en mitad del pecho al capitán y pasó por encima de él.

Después se vio al capitán erguirse un momento echando sangre a borbotones por la boca, y luego caer desplomado.

Hubo un momento de pánico entre los toreros.

El público aullaba como una mujer loca, y salía de él un largo y enorme alarido. Algunos querían escapar, pero la mayoría estaba anhelante de angustia, de curiosidad y de pasión.

—¡Calma, calma! —dijo el Ochavito.

—Esperaos, que ahora viene lo bueno —gritó el Buñolero, como si el espectáculo de la muerte no le afectase lo más mínimo.

El Ochavito y el Buñolero metieron sus capotes y jugaron con el toro, mientras dos alguaciles recogían el muerto.

Algunos pidieron a gritos a la presidencia que terminara la corrida y retiraran al toro, pero esto no era fácil, ni mucho menos.

—Dejadlo —dijo el Ochavito—, yo lo mataré.

El Ochavito y el Buñolero fueron llevando al toro hasta un ángulo de la plaza. El Ochavito dio unos pases de muleta mientras el Buñolero le ayudaba con el capote.

—Échale un poco más allá —decía el Ochavito—. Bueno, bueno; ya está.

Después de algunos vanos intentos, cuando le tuvo a su gusto el Ochavito, se cuadró, y de una estocada como un rayo dejó al toro muerto.

El Buñolero se acercó con una bayoneta en la mano y le dio la puntilla.

La gente, olvidada ya del capitán, comenzó a aplaudir y a gritar. El público fue despejando la plaza; marchaban las mujeres llevando lágrimas en los ojos.

Conchita y Pancalieri se habían retirado del balcón. Me acerqué yo al sitio donde había muerto Mala Sombra, y en este momento vi salir a Conchita con su madre. Tenía una palidez de espectro, los ojos rojos, como de haber llorado, y la boca con un rictus de amargura.