CHORIBIDE EN ACCIÓN
UNA mañana, poco antes de la hora de comer, el señor Gastón Choribide se presentó en el Chalet de las Hiedras. Llamó a la campanilla y al salir la criada la dijo:
—Señorita, quisiera saludar a la señora condesa de Vejer. Haga usted el favor de decirle que el caballero Gastón de Choribide pregunta por ella.
La criada indicó a Choribide que subiese una escalera y le hizo pasar a un saloncito. Choribide aprovechó el momento para arreglarse la corbata y echarse una mirada en el espejo y permaneció inmóvil apoyado en el bastón y con el sombrero de copa en la mano en una actitud estudiada.
Al cabo de unos minutos se abrió la puerta y apareció la condesa de Vejer.
—Señora —dijo Choribide juntando los pies para hacer la reverencia—, perdone usted que sin tener el honor de conocerla tenga el atrevimiento de presentarme en su casa.
—Caballero —dijo la dama con aire altivo—, usted dirá lo que le trae por aquí.
—Voy en seguida.
La condesa de Vejer era una mujer alta, pintada, voluminosa, de ojos grandes y sombreados. Vestía de negro, con cierto aire de dama de teatro, llevaba los dedos llenos de sortijas y el pelo empolvado de blanco.
—Es un poco largo lo que tengo que decir —dijo Choribide.
—Está bien. Le escucho a usted.
—Usted me perdonará que me siente —y Choribide levantó los faldones de la casaca y se sentó en un sillón que tenía los brazos terminados en dos cabezas de pato doradas.
La condesa se sentó en un canapé.
—Señora —dijo Choribide con el sombrero de copa en las rodillas—, lo que tengo que decirle a usted es bastante reservado y no quisiera que nos interrumpieran.
—Cuantos preámbulos, caballero —exclamó la dama impacientada.
—Son necesarios, indispensables. Yo soy un hombre que no me ha gustado nunca mortificar a nadie. Mi viejo amigo Garat suele decir de mí: «Quizá se pueda acusar a Choribide de tener una moral oscura y todavía inédita, pero nadie podrá dudar de su sensibilidad». Pues bien, señora condesa, para facilitar mis explicaciones le contaré a grandes rasgos mi vida.
—¿Es necesario, caballero?
—Es necesario hasta cierto punto. Yo, señora, de joven he sido una bala perdida. No he sido de esos hombres fríos, de esos moluscos sin sangre y sin nervios que pueden vivir en un rincón. Yo necesitaba dinero, necesitaba mujeres, un poco de lujo y de comodidad, y tomaba todo esto de donde podía; comprenderá usted que no con los procedimientos de los caballeros de la Tabla Redonda, sino con los procedimientos de otros caballeros. Así, que he sido jugador de ventaja, he estado asociado con gentes que hacían asignados falsos y he sido de la policía. Es lo más sucio que he sido en toda mi carrera. ¿Comprende usted, señora condesa de Vejer, por qué tiene algún interés que cuente mi vida?
—No, no lo comprendo —dijo con inquietud madama Carolina.
Choribide hizo un gesto de resignación irónico, dejó el sombrero y el bastón en un velador y cruzó una pierna sobre otra con abandono.
—Ya que no lo comprende usted fácilmente, voy a contarle la historia de una tal Carolina y de una tal Simona, según aparecen en los registros de la policía.
—¿Y usted pretende?…
—Yo no pretendo nada. Es la policía, que pretende que la tal Carolina se hace pasar en Ustaritz por la condesa de Vejer. Ahora, señora —y Choribide se levantó con aire de joven y tomó su sombrero y su bastón—, le voy a plantear la siguiente disyuntiva: ¿Conoce usted a la tal Carolina? Espere usted. No me conteste usted todavía. Si me dice usted: sí la conozco, habrá entre nosotros paz y será usted para mí la condesa de Vejer. Si me dice usted no, habrá entre nosotros guerra, y yo me retiraré al momento.
La Carolina azorada por completo vaciló en decidirse.
—¿La conoce usted, sí o no? —preguntó de nuevo Choribide con un acento sarcástico y duro.
—Sí la conozco —murmuró ella humildemente.
—Está bien, señora condesa. Tiene usted desde ahora en mí un servidor incondicional, un asociado. Conozco el país mejor que ustedes. Sé al dedillo la historia de las gentes. Mis conocimientos los pongo a la disposición de usted.
—¿Y qué pretende usted en cambio?
—Yo soy, como he tenido el honor de decirle antes, señora condesa, un hombre de vida borrascosa. Al llegar aquí me casé con una mujer de algún capital. Dicen que ha sido la querida de su tío el vicario. No sé, es cosa que no me preocupa. Mi mujer tiene un sobrino, el teniente Rontignon, que es ex oficial de la Guardia Real. Rontingnon es un hombre sin energía, un hombre de café, tonto y tímido a pesar de su jactancia; a mí en su estado actual me estorba y he pensado en casarlo con madama Luxe.
—Madama Luxe es un mujer riquísima —observó Carolina.
—Sí, es verdad. Mi sobrino no es rico, pero es joven, guapo y lleva uniforme. Yo he pensado que usted, que tiene buenas relaciones con el Gobierno español, podría conseguir para mi sobrino, a cambio de los servicios que yo le prestaré, una condecoración, una gran cruz que en un realista como él vendrá muy bien.
—Sí, sí, se conseguirá. Escribiré a mi amigo el señor de Calomarde y no tendrá inconveniente en otorgarle una gran cruz. ¿Y a usted, Choribide, no le gustaría tener una condecoración?
—No, a mí no —dijo Choribide con una claridad irónica en sus ojillos grises—; parecería lógico que yo, que he sido un pillo, sintiera la necesidad de tener algún prestigio social, pero no; soy un pillo filósofo.
—¡Qué bromista!
—No, no es broma, condesa. Lo que digo es el evangelio.
—Y con la cruz, ¿cree usted que su sobrino Rontignon convencerá a madama Luxe?
—Ya veremos.
—Hum, ¡qué sé yo!
—La gran cruz es el adorno. Lo esencial es que Rontignon es joven, guapo y estúpido. ¿Qué más puede pedir una mujer?
—¡Qué opinión tiene usted de nuestro sexo! —dijo madama Carolina tomando un aire tierno y sentimental.
Choribide sonrió.
—No es una opinión. Es una convicción —dijo.
—¿Tan mal le han tratado las mujeres?
—Ha habido de todo —contestó el pillo filósofo.
—¿Y sus datos, Choribide?
—Cuando los necesite usted. Usted me manda una nota o un aviso de que venga, lo que usted prefiera. Para algunas investigaciones quizá se necesite algún dinero.
—Lo hay. El señor Calomarde me ha escrito que gastemos el dinero necesario sin miedo. El asunto es de trascendencia y es indispensable que de cualquier modo la expedición liberal tenga un fracaso ruidoso.
—Lo tendrá.
—Muy bien. Ahora le voy a presentar a mi sobrina.
La condesa salió del salón seguida de Choribide, bajó hasta un cenador del huerto donde Simona estaba leyendo.
—Simona —dijo madama Carolina—, el señor Choribide; un amigo y un aliado.
Choribide hizo la reverencia echando un pie hacia atrás a la moda antigua, una reverencia digna de un pisaverde del Palais Royal del tiempo de madama Tallien, y después de unas cuantas galanterías se despidió de las dos aventureras, besándoles la mano.
Mientras cruzaba la huerta de la casa sus labios finos sonreían y en sus ojos había una claridad alegre y burlona.
Al llegar a la puerta del jardín, Choribide echó una mirada a la torrecilla de Gastizar. El viento andaba revuelto, el viejo dragón cambiaba de rumbo a cada paso y rechinaba agriamente. Aquel malvado basilisco, aquella furia superterrestre estaba en un momento de inquietud. Sin duda, tenía que anunciar catástrofes y calamidades sin cuento.
La Caleta, noviembre 1917.