II

LA POLICÍA

VARIAS veces había corrido por Ustaritz la noticia de que la condesa de Vejer y su sobrina eran dos espías.

De dónde pudo nacer el rumor, no se sabía; pero no cabía duda de que había algún dato, algún indicio más o menos claro para tal suposición.

Ya desde hacía tiempo se hablaba de mujeres que practicaban el espionaje en beneficio de los partidos.

La policía de la Restauración fue la que comenzó a emplear a las mujeres en sus maquinaciones y sus intrigas. El Gobierno de Carlos X veía peligros en todas partes.

Por un fenómeno extraño, la policía de Francia se había reclutado siempre entre los tránsfugas de los partidos vencidos. Así, el Poder tenía en la policía su defensor y su enemigo.

En plena Revolución, gran parte de los jefes de la policía de París eran monárquicos. Sometidos en el período del Terror trabajaron con los thermidorianos en dominar la Revolución. Durante el Imperio la policía francesa estaba formada por ex revolucionarios y dirigida por Fouché, que se impuso a Napoleón, como luego se impuso a Luis XVIII, amenazándole con su ejército de agentes ex terroristas y ex bonapartistas.

En el Imperio, todas las autoridades civiles y militares eran policíacas. El ministro Fouché dio el tono a la política imperial; Napoleón tenía una policía particular; Fouché, otra; al mismo tiempo el prefecto Dubois contaba con sus agentes especiales, de Talleyrand con los suyos.

Las delaciones eran constantes. Al hundirse el Imperio el mundo policíaco sobrevivió a la ruina y se pasó al servicio de los triunfadores. Los gobiernos de la Restauración comprendieron que debajo de las cenizas quedaba aún fuego revolucionario, y para descubrirlo los hombres de la policía inventaron algo más perfecto y canallesco que los delatores del Imperio: los agentes provocadores.

Los agentes provocadores no se contentaban con traficar con las confidencias sorprendidas a las gentes de buena fe, o con las calumnias lanzadas contra los hombres proscritos por sus ideas liberales; los agentes provocadores urdían ellos mismos conspiraciones, excitaban a los locos, a los ilusos y los empujaban al cadalso o la prisión. Era llevar a la práctica la máxima jesuítica de que el fin justifica los medios. Así se hicieron la conspiración de Belfort y las algaradas de las calles de Saint Denis y de Saint Martín de París en 1827, en donde la tropa disparó contra la gente pacífica.

La policía del Gobierno reaccionario de París se correspondía con la de Madrid, la de Roma, la de Nápoles y la de Viena.

Durante la Restauración, el partido clerical sirvió con su espionaje al Gobierno.

Las iglesias, los conventos, las asociaciones jesuíticas eran agencias de noticias y de informes, que iban de acá para allá y terminaban en Roma.

Al acentuarse la política clerical con el Gobierno de Luis XVIII, sucedió al conde de Anglés como prefecto de Policía Mr. Guy Delavau, magistrado, hombre político que después fue del Consejo de Estado y que desapareció en la vida privada a raíz de la Revolución de julio.

Con la dirección de Delavau, la policía, dirigida por agentes de chanchullo como Freret, Vidocq y otros jefes, algunos salidos de presidio, comenzó el espionaje en las familias y en los talleres.

Todo se hacía a fuerza de intrigas y de espías. Mucha gente se vengaba denunciando a la policía a su amo, a quien odiaba, a un enemigo, o a un rival por amor.

Cualquier procedimiento era bueno. En 1821 la policía quiso saber el paradero del general Bertón. Se intentó corromper hijos, parientes, amigos. En vista de que no se obtenían resultados se echó mano de otro recurso. Se averiguó que la hermana del ayudante del general tenía una criada algo ligera de cascos, y se pidió un agente de policía joven y guapo y de buen aspecto, para que intentara tener relaciones íntimas con la criada y arrancarla a ella las noticias que se deseaban.

En esta época de Mr. Delavau, la fille Carolina y la fille Simona, que se hacían llamar en Ustaritz la condesa de Vejer y su sobrina, habían comenzado a practicar el espionaje. Era un momento en que las mujeres intervenían activamente en la policía.

Al mismo tiempo que al Gobierno francés las dos mujeres servían a los apostólicos de España, con quienes tenían relaciones.

Al estallar la Revolución de julio, los confidentes y espías del anterior Gobierno habían quedado la mayoría destituidos y vigilados.

La Carolina y la Simona, metidas en su rincón de Ustaritz, sabiendo que les convenía no mostrarse en público, hicieron durante algún tiempo una vida muy retirada en su Chalet de las Hiedras.