I

VELADA EN GASTIZAR

—¿VA usted a quedarse en Ustaritz? —preguntó Miguel.

—Sí, iré a la Veleta.

—No, no; si se queda usted en Ustaritz, tiene que parar en mi casa.

—No me gusta molestar.

—¡Molestar! ¡Ya se conoce que no vive usted en el campo! Si viviera usted aquí, ni en broma diría usted eso.

—¿Por qué?

—Una persona nueva, cualquiera, en uno de estos pueblos vascos, tan quietos, tan inmóviles, es un acontecimiento; y cuando no se trata de un cualquiera, sino de un joven distinguido como usted, es un motivo de conversación para un par de semanas.

—Creo que exagera usted.

—No. Ciertamente que no. Quédese usted esta noche.

—Bueno; me quedaré.

Al parar delante de Gastizar y bajar del tílburi pasaron dos señoras, a quienes saludaron Aristy y Lacy.

—Son dos damas españolas —dijo Lacy.

—Sí. ¿Las conoce usted? —preguntó Aristy con viveza.

—No. El otro día, cuando vinimos aquí a ver al coronel Malpica, las encontramos en la posada, que se habían refugiado por la lluvia, y el posadero nos dijo quiénes eran.

—¡Ah!

Miguel Aristy dejó el coche y el caballo al cuidado de Ichteben, a quien preguntó:

—¿Dónde están las señoras?

—Ahí, en el prado.

—Bueno. Entonces vamos por aquí, amigo Lacy. Tú desengancha el coche.

—No —replicó Ichteben.

—¿No? ¿Pues qué hay?

—Está la mujer de tu hermano, y la tengo que llevar a Chimista.

—Bien. Está bien.

Miguel y Lacy cruzaron la huerta y subieron a un prado en cuesta con un manzanal. En lo más alto había un bosquecillo de robles y a su sombra estaban madama Aristy, madama Luxe y su hija Fernanda, las dos señoritas de Belsunce y Dolores Malpica, con los chicos.

Dos mozos, con la cabeza cubierta por grandes sombreros de paja, estaban segando hierba con la guadaña.

Miguel presentó a Lacy, que fue muy bien acogido por las damas. Madama Aristy le trató con gran amabilidad, y Alicia Belsunce y Fernanda Luxe quisieron averiguar poco después si el muchacho presentado a ellas estaba enamorado o no.

Lacy tenía deseos de hablar con la hija de Malpica, y le preguntó por el coronel. Ella le contestó que le inquietaba su llegada; temía que viniera a llevarle a su padre.

Miguel, que se había tendido en la hierba, le dijo:

—Oiga usted, Lacy; si quiere usted le traerán aquí algo para beber: vino, sidra o leche.

—Tomaré un vaso de leche.

—¿La quiere usted cocida o recién ordeñada? —preguntó Madama Aristy.

—Es igual.

Madama Aristy llamó a uno de los mozos que cortaba la hierba, que vino al poco tiempo con dos vacas, una de ellas seguida de un ternero recental que corría dando saltos y enroscando la cola.

Alicia Belsunce se levantó y ordeñó a la vaca en una jarra de madera que dejó en la hierba.

—¡Oh, Bucólicas de Teócrito! ¡Geórgicas de Virgilio! ¡Pastorales de Longus! ¡Bergeries de De Racan! —exclamó Miguel—. Alicia, al mirarte me figuro a María Antonieta en el Petit Trianón. El mejor día querrán cortarnos a nosotros la cabeza, y lo más triste es que tendrán razón.

—¡Qué tonterías! —dijo madama de Aristy haciendo un gesto de impaciencia—. Parece mentira que mi hijo diga estas tonterías.

—Y eso que tiene tanto talento —exclamó Fernando.

—¡Gracias, hija mía! —exclamó Miguel.

—El talento de Miguel es como los fantasmas, no se presenta más que a los que los temen —dijo Alicia.

—Alicia se nos va a convertir en la señorita La Rochefoucauld.

Alicia hizo un gesto de desdén. Bebieron leche Lacy y Fernanda Luxe. Miguel dijo que prefería fumar una pipa. Efectivamente, la encendió; de pronto, señalando el torreón de Gastizar, dijo:

—Nuestra veleta está terrible estos días; se agita con nerviosidad. ¿Sabe usted, Lacy, que tenemos una veleta misteriosa?

—Sí; ya he oído hablar de ella.

—¿Ha llegado su fama hasta España?

—No, todavía no.

—¿Pero usted cree que llegará?

—Es posible.

—La verdad es que ese viejo dragón tiene actitudes cómicas. Luego, como está desnivelado, eso le hace más gracioso.

—Meterá mucho ruido al girar.

—Sí, bastante.

—Van ustedes a llegar a tenerle miedo.

—Sí, sí, es muy posible.

Dolores, la hija de Malpica, tenía que marcharse con sus chicos y se despidió de todos. Los demás decidieron volver a casa y fueron despacio hacia Gastizar.

Gastizar en el interior estaba restaurado en tiempo del Imperio. Casi todas las habitaciones se hallaban tapizadas con papeles con figuras seudoclásicas. Los muebles eran de caoba, y se veían en las paredes cuadros medianos de la escuela de David y de Gerard.

Algunas habitaciones, como el salón, las había arreglado Miguel Aristy, más severamente, al gusto antiguo, con muebles de su madre y cuadros oscuros de la escuela de Claudio Lorena. El zaguán amplio de la casa, enlosado de piedra, tenía unas estatuas toscas que debían haber salido de alguna iglesia o convento desmantelado en 1793.

Además de los campos tenía Gastizar una huerta muy grande y un jardín. Cruzando esta huerta, desde la parte de atrás de la casa iba hacia el río, una calle de perales en arco que terminaba en un cenador con una mesa y unos bancos rústicos. De esta plazoleta del cenador se bajaba al Nive, a cuya orilla había un árbol donde solía estar atado un bote.

La señora de Aristy no quería ir al cenador, porque encontraba que era sitio húmedo y malsano. Miguel, en cambio, solía pasar muchas horas en aquel rincón y pescaba barbos y anguilas.

Después de pasear por la huerta fueron al salón, en donde Alicia tocó el piano. Habían llegado el caballero de Larresore, el padre Dostabat y el joven Darralde Mauleón, a quienes presentó Miguel a Lacy.

Madama Luxe y su hija, Larresore y el padre Dostabat se quedaron a cenar y fueron en la mesa diez personas.

Se habló largo rato, y después de las diez se retiraron madama Luxe y su hija con Darralde Mauleón y el padre Dostabat.

—¿Usted se acuesta temprano, Lacy? —preguntó Miguel.

—No; porque me suelo dormir tarde.

—Entonces quédese usted. Charlaremos al lado del fuego.

Quedaron, cerca de la chimenea, Miguel, Lacy, Darracq y el caballero de Larresore.

Hicieron Miguel y el caballero varias preguntas acerca del propósito de los emigrados españoles, y en el curso de la conversación hablaron de las dos señoras del Chalet de las Hiedras, a quien había visto Lacy por primera vez en la posada de la Veleta.

—Yo tengo mis dudas acerca de estas damas —dijo Miguel—. Sería desagradable que tuviéramos aquí dos intrigantes.

—¿Qué título llevan esas damas? —preguntó Lacy.

—La tía se hace llamar condesa de Vejer.

—¿Y de dónde es?

—Del mismo Vejer, que debe ser un pueblo de la provincia de Cádiz.

—Yo preguntaré en Bayona a algún gaditano —dijo Lacy—. ¿Y qué vida hacen?

—Las dos son muy devotas; van todos los días a misa con un aire muy compungido. En su casa tienen muchas imágenes religiosas; pero nada de esto me convence. Hay en ellas algo sospechoso. Son unas españolas que no hablan nunca español. Luego, un criado de aquí de casa dice que un día las oyó discutir a tía y sobrina insultándose con palabrotas. Es un poco extraño.

—Sí, muy raro es. ¿Y ustedes no las conocían de antes?

—No.

—Estuvisteis bastante torpes en aceptarlas en la casa —indicó Larresore.

—Yo no estaba aquí —dijo Miguel— cuando mi madre les alquiló el Chalet de las Hiedras. Si yo estoy, no les alquilo. Parece que traían una recomendación de Bayona. Al principio, mi madre parecía contenta; luego estuvo diciendo que las iba a echar, que debían ser dos intrigantes, y después de repente ha cambiado y no quiere oír hablar de despedirlas. Yo estoy convencido de que es mala gente. La vieja, la que se hace llamar condesa, tiene todo el aire de una cortesana, aduladora, con gran tendencia a la tercería; la joven es de mala índole.

—¿Y usted no ha preguntado a nadie quiénes son? —dijo Lacy.

—Sí; he preguntado a los amigos de Bayona, pero no las conocen. Algunos han oído hablar de ellas como de unas señoras españolas, y nada más.

—¿Tienen acento español?

—Ninguno. Pero eso no significa nada; usted tampoco tiene acento español.

—Es que yo me he educado en Bretaña, lo que no es corriente en un español. ¿Y tienen relaciones esas señoras?

—Aquí tienen las relaciones que han hecho por mediación de mi madre. Mi madre tiene fama de severa; las ha aceptado a las dos, y todos los conocidos las han aceptado también.

—¿Y qué vida hacen?

—Muy recogida. La condesa viene aquí algunas veces, y se muestra muy ceremoniosa y muy aduladora con mi madre. Su sobrina Simona dicen que es viuda; no sé. Conmigo comenzó a coquetear descaradamente, y supongo que ha tenido que ver algo con mi hermano.

—¿Y por qué viven en Francia?

—No sé. Esto me parece poco explicado; ellas dan a entender que por cuestiones políticas.

—¿Son liberales?

—No; por su conversación parecen lo contrario. ¿No hay un partido en España que se llama apostólico?

—Sí.

—Pues dan a entender que son de ese partido.

—Es posible. ¿Y suele venir alguien a verlas?

—Muy poca gente. Ahora, desde hace un mes o cosa así, viene con frecuencia un señor del pueblo, un tal Choribide, un cínico. Están tramando algo, no sé qué.

—¿Y ellas no salen de casa?

—Hasta hace poco, casi nada. Ahora, la sobrina va con frecuencia al Bazar de París, de dos muchachas del pueblo de una fama un tanto equívoca.

—¿Y viajan?

—Antes iban muy a menudo a Bayona y tenían mucha correspondencia; ahora van mucho menos.

—¿Y desde cuándo han dejado de ir?

—Desde agosto.

—Es decir, desde la Revolución de julio —dijo Lacy.

—Tiene usted razón. No me había fijado en esa coincidencia.

—El señor de Lacy haría un gran juez —dijo el caballero de Larresore.

—No, no —replicó Lacy—; como siempre ando entre políticos, tengo la costumbre de relacionarlo todo con la política, y esas señoras dan la impresión de que tienen algo que ver con la política.

—¡Cierto! —exclamó Miguel—. Es una idea que la llevaba dentro, pero de una manera oscura. Ahora me parece indudable. Cuando vaya usted a Bayona, pregunte usted a algún español por ellas. A ver si las conocen.

—Lo haré, no tenga usted cuidado.

Después de la larga charla ya cerca de la una, se levantó Lacy y Miguel de Aristy le acompañó hasta su cuarto.

—No se preocupe usted de la hora del coche. Si no lo coge usted, yo le llevaré en el tílburi.

—No, no; preferiría que me llamaran para la hora de la diligencia.

—Bueno, se le llamará. Adiós, querido Lacy —le dijo Miguel estrechándole la mano.

—Adiós.

Lacy se levantó por la mañana y salió a la carretera. El sol de un día de otoño comenzaba a dorar la tierra, cantaban los pájaros en las ramas, murmuraba el río en su cauce. La sierra de la serrería mecánica comenzaba a rezongar como un moscardón; el herrero martilleaba en el yunque; algunas mujeres pasaban en sus carruchos, y la panadera repartía el pan en las casas.

Lacy contempló con simpatía este comienzo de la vida de la aldea. Al llegar la diligencia subió a ella, que marchó al trote de sus cuatro caballos camino de Bayona.

Al día siguiente, al llegar Lacy a su fonda, por indicación del patrón, se dirigió a un italiano, empleado en la subprefectura, amigo de Iturri. A las primeras palabras el italiano sonrió maliciosamente.

—¿Por qué se sonríe usted? —preguntó Lacy.

—Esas dos mujeres que viven en Ustaritz han sido hasta ahora de la policía —contestó el italiano.

—¿De verdad?

—Y tan de verdad.

—¿Pero hay mujeres policías?

—Ya lo ve usted. No sólo hay misterios en los folletines y en los melodramas.

—¿Y estas están reconocidas?

—Sí; están fichadas y se tienen que presentar todos los meses aquí. Se las conoce por la fille Carolina y la fille Simona.

—¿Y desde cuándo han dejado de ser de la policía?

—Desde la Revolución de julio.

—¿Y ahora qué hacen?

—Ahora creo que trabajan para el Gobierno español.

Lacy inmediatamente escribió a Miguel Aristy lo que le habían dicho, y contó a sus amigos de la Junta lo que ocurría en Ustaritz.