IX

GESTIONES DE LACY

UNOS días después de recibir la carta de Tilly y de leerla a los amigos y jefes, iba Lacy enviado por la Junta de Francia a Cambó a ver a Chapalangarra.

Se quería que Chapalangarra se aviniera a razones y no intentara hacer un movimiento solo y sin contar con los demás jefes. Se había escogido a Lacy para esta comisión por su juventud y por el prestigio de su apellido entre los liberales.

Lacy salió de la posada de Iturri y fue a la parada de la diligencia La Bayonesa, que salía para San Juan de Pie de Puerto y pasaba por Ustaritz y Cambó.

—El interior está lleno —le dijo el empleado—; la berlina, ídem. Tiene usted un puesto en la imperial.

—Bueno.

Lacy subió en la imperial de la diligencia, en donde iban una mujer gruesa, un campesino y dos emigrados españoles. La baca estaba llena de fardos, de bultos y de cestas.

Pasó el coche por la puerta de Mousserolles, y comenzó a marchar por la carretera.

El tiempo era de otoño, con un sol claro y brillante.

El mayoral de La Bayonesa iba magnífico de seguridad y de petulancia. Era corpulento, rojo, de patillas grises.

Manejaba sus cuatro caballos con una seguridad y un aplomo dignos del mismo Nerón. Vestía irreprochablemente gran redingot gris, corbata roja y guantes amarillos.

«¡Eh, Lajeunesse! —le decían. Se llamaba así—. A ver esa caja, esa sombrerera.»

Y Lajeunesse cogía los paquetes de la baca, los lanzaba a los mozos, agarraba los que le enviaban al aire, silbaba, hablaba a sus caballos, cruzaba las aldeas por callejuelas estrechas, torciendo rápidamente, siempre grave y solemne hasta detenerse en la posta. Allí hablaba, bebía y decía: eh, señores, arriba, y se lanzaba de nuevo a la carretera a correr al compás del estrépito de las campanillas.

Cuando Lacy, después de contemplar el campo, miró a sus compañeros de viaje de la imperial vio que uno de ellos era un señor grueso que acababa de conocer días antes y llegaba de Bruselas. Se llamaba don Juan Olavarría. El otro español, Eusebio Lacy, sabía que era emigrado, pero no lo conocía de nombre.

Olavarría entabló conversación con Lacy y se manifestó muy pesimista acerca de la empresa liberal.

—Para mí no cabe duda —dijo— que hay un acuerdo entre el Gobierno francés y el español. Por eso nuestra situación empeora.

—Yo no lo veo así —dijo Lacy.

—Pues no cabe duda. Luego nuestros recursos van mal. El empréstito negociado por las casas Ardouin y Calvo, que había comenzado tan brillantemente, se agota. Los reclutamientos, los envíos de armas y de municiones se dificultan y son detenidos por la policía francesa, las hojas de ruta y los pasaportes que se habían acordado a los refugiados españoles y a los voluntarios extranjeros se han suprimido. Muchos, al verse así abandonados por unos y vigilados por el Gobierno, comienzan a maldecir de Francia y a volverse a sus casas.

—Yo no veo que esto vaya tan mal —dijo Lacy.

—No le quepa a usted duda. Va muy mal —replicó Olavarría—. La unión que produjo entre los emigrados el entusiasmo y la esperanza se ha roto. Esto toma ya mal aspecto, el aspecto de la descomposición.

Después de exponer las mil dudas que le sugería la expedición liberal, el señor Olavarría habló de sus proyectos. Era el buen señor un arbitrista; quería transformar el comercio, la economía, la raza y hasta la geografía de España. Para todas sus utopías tenía un precedente.

—No crea usted que esto es un absurdo. Esto se ha intentado en Escocia, en el Canadá, en Bélgica y en Australia, y lo han preconizado hombres tan ilustres como tal, cual (y aquí citaba ocho o diez nombres extranjeros).

El español desconocido, que al principio de la conversación iba muy fosco, miraba después sonriendo al arbitrista.

Al llegar la diligencia a una venta del camino de Villefranque, el señor Olavarría y el campesino francés bajaron a tierra.

El coche echó a andar y quedaron en la imperial el emigrado desconocido y Lacy.

—Conserve usted el entusiasmo con gente así —exclamó el emigrado y soltó después un par de ternos.

—¿Es usted de los nuestros? —le preguntó Lacy.

—Yo soy Fermín Leguía.

—¡Ah! Le conozco a usted de nombre. Yo soy Lacy.

Se dieron la mano.

—¿Va usted a Cambó? —preguntó Lacy.

—No; voy a San Juan Pie de Puerto, a ver a Jáuregui y a Fermín Sarasa, que están allá. A la vuelta me detendré en Cambó a hablar con Chapalangarra.

—¿Tiene usted buenas impresiones, señor Leguía?

—Buenas, sí. Hay que seguir adelante. De otra manera no se puede hacer nada. Lo malo es la vacilación. Hay que elegir un plan, y a él con los ojos cerrados.

Esto le dijo Leguía, asociándolo con toda clase de ternos y de interjecciones.

—¿Usted no es ahora amigo de Mina, don Fermín?

—No. Me ha abandonado de mala manera. A pesar de eso, yo le tengo cariño al general; pero es demasiado absolutista. ¿Que riñe con Chapalangarra o con Valdés? Pues ya no se puede hablar de Chapalangarra o de Valdés. Son unos necios, soberbios y ridículos. No tanto. Todos tenemos un poco de culpa en lo que pasa.

—Mina debe ser muy exclusivista…

—Sí, mucho; pero aquí lo malo no es que sea exclusivista, sino que no se decide. Hay unos que dicen que basta acercarse a la frontera para que todos los españoles de nuestras ideas se levanten; otros dicen que no, que es necesario tener apoyo en la Península. De estos es Mina. ¿Pero si lo creía así, para qué ha aceptado el proyecto de la expedición si no le gustaba? Valdés, Gurrea, Chapalangarra, Jáuregui y yo con ellos, tomamos en París la iniciativa esta. ¿Si no le gustaba a Mina, para qué tomó parte en ella? Podía habernos dejado a nosotros la responsabilidad y la dirección.

—Es que le escribieron, le instaron…

—Ya lo sé; pero podía no haber aceptado.

—Hubieran dicho que era una cobardía.

—Sí, es verdad. En fin, veremos a ver qué sale de esto.

Al llegar a Cambó, Lacy se despidió de Leguía y bajó de la imperial.

Chapalangarra vivía en una posada del barrio bajo de Cambó. El bajo Cambó era entonces una pequeña aldea escondida entre árboles, al pie de una colina poblada de robles; sus casas, antiguas y negras, estaban en parte ocultas por emparrados verdes.

Lacy preguntó por la posada que le habían indicado y entró en ella. Era un fonducho solitario, con un comedor en la parte baja y una taberna.

En el comedor de este fonducho paseaba Chapalangarra de arriba a abajo, mirando al suelo, con las manos en la espalda.

En un rincón de la mesa jugaban a las cartas cuatro muchachos, y un joven melenudo, el poeta Espronceda, leía sentado en un sofá.

Al presentarse Lacy, Chapalangarra le invitó a salir para hablar libremente. Tenía miedo de los espías y no confiaba gran cosa en los jóvenes que le acompañaban.

Chapalangarra era hombre serio, fuerte, grave, de unos cincuenta años; un tipo oscuro, ceñudo y sombrío. Tenía la piel ennegrecida por el sol, los ojos grandes, negros; iba afeitado, con tufos sobre las orejas. Se le hubiera podido tomar por un cura. Hablaba a trompicones y era desaliñado en el vestir.

Durante más de una hora fue Chapalangarra hablando, accionando, quejándose de la frialdad y de la falta de entusiasmo de la gente…

La tarde de otoño estaba tan espléndida, el campo tan lleno de aromas, de colores, de pájaros, que Lacy miraba a veces al guerrillero preguntándose si no dejaría un momento sus resquemores para echar una mirada a las maravillas de la Naturaleza; pero Chapalangarra no veía más que su mundo interior de violencias y de pasiones.

Era el coronel De Pablo, apodado Chapalangarra, de la Ribera de Navarra, de Lodosa, tierra áspera, fea y caliente.

Había peleado en la guerra de la Independencia a las órdenes de Mina; después, en los años de 1820 al 1823, concluyó su campaña defendiendo como gobernador militar la ciudad de Alicante hasta lo último.

En la época de su emigración en Londres, De Pablo se presentó a Mina, y en la primera entrevista riñó con él. Chapalangarra quería ir a España inmediatamente a levantar partidas liberales para restablecer la Constitución.

Mina intentó convencerle de que era imposible, de que faltaba dinero y medios de todas clases. Chapalangarra se indignó y acusó a Mina de tibio y de indiferente.

Ya para aquella época Torrijos había formado su partido radical entre los emigrados, en contra del de Mina que era más conservador. Chapalangarra fue invitado por los amigos de Torrijos a entrar en él; pero no quiso y se decidió a vivir solo, separado de todo el mundo, sin amigos ni partidarios.

Chapalangarra tenía la preocupación de Mina y hablaba constantemente de él.

Por entonces, en un periódico inglés, salió un artículo en el que se acusaba a Chapalangarra de actos de tiranía y de rapiña cometidos en el año 1823 cuando gobernaba Alicante.

Chapalangarra denunció ante los tribunales al autor del artículo, y este, temeroso de ser condenado, propuso retractarse en el periódico y darle al guerrillero una cantidad como indemnización.

Aceptó Chapalangarra el trato, cogió el dinero e inmediatamente fue a casa de Mina.

«Ya hay dinero para la Revolución —le dijo, y le entregó todo lo que le habían dado.»

Mina aceptó la cantidad por no defraudar las esperanzas de su paisano; pero este, al ver que pasaban los días y no le avisaban, sintió redoblar su furor contra el caudillo, a quien acusaba de egoísmo, de frialdad y de falta de entusiasmo.

Chapalangarra entonces pensó formar rancho aparte con Gaspar de Jáuregui (el Pastor) y que este rompiera con Mina; pero Jáuregui creía en la estrella de Mina y no quería abandonarle por ningún motivo.

Era muy monorrima la reconvención de Chapalangarra contra los políticos para un hombre como Lacy, que creía que en el mundo había algo más que guerras y revoluciones. Lacy se cansó pronto de las quejas del guerrillero y pretextó tener prisa.

Volvieron los dos a Cambó, y al llegar cerca del puente Lacy vio que un señor le saludaba. Era Miguel Aristy que iba a montar en un tílburi.

—¿Quiere usted venir a Ustaritz? —le dijo.

—Muchas gracias, señor Aristy.

—Si no ha traído usted coche, tiene usted que esperar hasta mañana.

—¿No le estorbaré a usted?

—No, no; de ninguna manera. Contentísimo en tener compañía.

Lacy se despidió de Chapalangarra y montó en el cochecito de Aristy.

—Me han dado dos horas de política aburridísimas —exclamó Lacy—. Tenía ganas de mirar el campo. ¡Qué tarde más espléndida!

—Mal político —exclamó Miguel Aristy dando una palmada a Lacy—. ¡Un político que quiere mirar los montes y las flores! No será usted un Richelieu, ni un Pitt.

—Pche. No me importa.

Y Miguel Aristy y Eusebio Lacy dejaron el bajo Cambó, y al trotecillo del caballo fueron bordeando el río hasta llegar a Ustaritz.