LOS JEFES
CON motivo de la carta de Tilly y de sus denuncias, Lacy habló con los principales jefes de la emigración largamente y tuvo ocasión de conocerlos.
Los encontró muy distintos de lo que él suponía.
Eran todos ellos gente de una ambición fuerte y exaltada, poco inteligentes, nada razonadores, fanáticos, arbitrarios y devorados por la ambición del mando; tenían en general la actitud orgullosa de los virreyes de América.
La mayoría eran hombres de poca lectura y de menos reflexión, aceptaban la ideología liberal porque era la del momento y la del posible éxito; quizá no la sentían fuertemente ni les importaba gran cosa el fondo humano encerrado en ella. En su vida eran austeros; no había entre ellos epicúreos, ni comilones, ni borrachos, su mayor vicio era el juego. No tenían tampoco efusiones, ni recuerdos sentimentales, ni recitaban versos, ni cantaban canciones patrióticas.
Había entre esta gente pocas amistades sinceras, porque cada uno lo quería todo para sí, de ahí las rivalidades, los odios, la envidia y la eterna suspicacia.
Tenían todos ellos con la fraseología de la Revolución el instinto del soldado español del siglo XVI. En ellos lo nuevo con relación a los militares españoles antiguos era el anhelo de pasar a la historia, de quedar erguidos ante la posteridad. En los antiguos soldados, el summum era el mandar y enriquecerse, en estos el ideal era el mandar y el pasar a la Historia, pero como buenos españoles no querían pasar a la Historia por un trabajo largo y persistente, sino por un golpe de mano, por una aventura de suerte en que se ganase la gloria o se perdiera la vida. El ejemplo de la fortuna de Napoleón, el teniente de artillería transformado en emperador había trastornado el juicio a los militares de la época.
Con la esperanza del momento de fortuna estaban todos llenos de ansia; la presencia del rival que se encontraba en la misma actitud les molestaba.
Eran casi todos ellos gente orgullosa, individualista, que en vez de ir arrastrados por el pueblo tenían que suponer que este les buscaba, lo que no pasaba de ser una ilusión. Eran conspiradores más que revolucionarios, muchos de gustos aristocráticos. Se hubieran reunido mejor con Catilina que con Danton. No veían posible en España más que el pronunciamiento y cada uno quería hacer el papel de Riego en 1820, aunque tuvieran que sufrir el de Riego de 1823.
Como casi toda la gente que toma parte en movimientos revolucionarios procedían de distintos campos, venían de los cuatro puntos cardinales. En una época en que se viajaba poco el que más y el que menos había estado en Francia, en Inglaterra, en Alemania, en América, en África y en Oceanía.
Las mujeres de estos militares no intervenían jamás en las cuestiones políticas; en general, la casa de cada uno estaba cerrada para los amigos de la calle y del café.
Las amistades no eran muy profundas. El exceso de personalismo les hacía con facilidad hostiles unos para otros. Suponían quizá que había una cantidad de gloria común y que si uno cogía mucha a los demás les debía quedar poco o nada.
No había posibilidad entre ellos de diálogos, sino de una serie de monólogos, cada cual recitaba el suyo con un aire desafiador, con la mano puesta en el puño de la espada y no quería oír ni enterarse de lo que los otros decían. De aquí que la Revolución española tuviera tan poco seso. Era una Revolución de Don Juanes y de Don Juanes sin éxito.
Al irlos tratando a cada uno de ellos, Lacy quedó un poco asombrado y desencantado. «¿Qué esperan estos hombres? —se preguntó él—. ¿Qué quieren?».
La mayoría eran soldados de la guerra de la Independencia y soñaban con triunfos de espada y aventuras. Algunos habían absorbido las ideas liberales de Francia y de Inglaterra, que no les habían modificado los instintos ancestrales; en general aceptaban como un dogma el valor del papel impreso.
Para ellos lo escrito con letras de molde tenía siempre una virtualidad misteriosa y estaban dispuestos a escribir en los periódicos protestas, contraprotestas, rectificaciones y vindicaciones.
Ninguno se manifestaba verdaderamente liberal capaz de benevolencia, de transigencia; todos eran militaristas y ordenancistas.
El mismo Espoz y Mina, valiente como un león y prudente como un zorro en sus empresas políticas, hombre que sabía disimular la violencia de su carácter con frases ambiguas, era, tratándose de cuestiones personales, de un arrebato impulsivo; a la menor ofensa ardía su alma con una cólera desesperada y furiosa.
Gaspar de Jáuregui, el Pastor, otro de los jefes, era un guipuzcoano que unía el valor con la astucia. Zumalacárregui, segundo de su partida en la guerra de la Independencia, le había enseñado a leer y a escribir. Jáuregui, consciente de su ignorancia, no había pretendido salir de ella y su conformidad de campesino con su incultura le había dejado siempre en un segundo plano.
Chapalangarra era un solitario, un místico que tenía la fiebre de la fama y del martirio; San Miguel un retórico, un escritor mediocre y difuso.
Respecto a López Campillo y a Leguía, los dos valientes guerrilleros, no tenían condiciones para ser primeras figuras.
Los únicos hombres que podían ponerse frente a Mina, por su influencia entre los demás, eran don Manuel Gurrea y don Francisco Valdés.
Méndez Vigo, que pretendía ser jefe, no arrastraba a nadie y era un motivo de discordia por su radicalismo inoportuno.
Don Pedro Méndez Vigo estaba acusado de haber mandado dar muerte a los prisioneros realistas de La Coruña en 1823, haciéndolos naufragar por un procedimiento a lo Carrier. Méndez Vigo era de ideas audaces y de muchas pretensiones. No servía ni para mandar ni para obedecer.
Gurrea, el otro rival de Mina, no le había declarado la guerra y esperaba el momento. No así don Francisco Valdés. El coronel Valdés había roto las hostilidades con Mina y lo trataba como a un enemigo.
Valdés pretendía haber tenido la prioridad en la idea de la expedición a la frontera después de la Revolución de julio y consideraba la intervención de Mina como una usurpación.
Valdés era hombre altivo, soberbio, con una exaltación personal grande, ambicioso, poco inteligente y lleno de desconfianza.
Valdés era castellano, de Móstoles. En su juventud había estado en Dinamarca con el marqués de La Romana, había hecho la guerra de la Independencia y la campaña de 1823 y dirigido el golpe de mano de Tarifa en 1824.
La hostilidad de Valdés contra Mina y de Mina contra Valdés, procedía de una porción de causas y principalmente de los respectivos caracteres. Como militar de carrera, Valdés era poco amigo de los guerrilleros, como hombre que se había distinguido en el Mediodía nada afecto a la gente del Norte. A Mina le pasaba lo contrario, era guerrillero y nordista.
En los dos caudillos existía un fondo de patriotismo y un deseo de mando. La comunidad sola de estos sentimientos y el afán subsiguiente de defender y realzar su figura histórica en Mina y de buscar el medio de destacarla en Valdés debía hacerlos enemigos y ponerlos frente a frente.
Tanto el uno como el otro eran valientes, atrevidos y ambiciosos; pero Mina tenía el valor lleno de audacia y de prudencia; en cambio Valdés era más rectilíneo y de menos recursos. Mina sabía a las veces ser soldado y diplomático; Valdés no sabía más que ser soldado y soldado de filas. Mina tenía un conocimiento innato de la psicología de los hombres, sobre todo de los suyos; sabía, por lo tanto, arrastrar y convencer; Valdés no sabía ni lo uno ni lo otro.
Además de estos motivos hondos y personales existían otros políticos e ideológicos para el divorcio de ambos jefes.
Mina tenía el entusiasmo por la Constitución de Cádiz y por los hombres de aquella época; era anglómano, partidario de guardar las formas y consideraba necesario que hubiera en España una clase directora. Le quedaba también respeto por Fernando que, al fin y al cabo, era el rey y no quería oír hablar ni en broma de la República.
Valdés creía que el liberalismo de Cádiz había pasado ya, que era necesario sustituirlo por otro más activo; tenía admiración por la Francia revolucionaria, era militarista y demagogo, odiaba a Fernando VII y creía que debía prepararse la posibilidad de la República. Valdés había llegado tarde a la lucha. Se encontraba entre soldados que representaban más que él y quería ponerse a su altura.
Los dos jefes, ásperos y orgullosos, no podían venir a un acuerdo. Valdés veía en Mina un caudillo a la antigua, que mandaba despóticamente como un pater familias romano, le molestaba también verle en la práctica regionalista, siempre con sus navarros y sus vascos.
Valdés era castellano y, por lo tanto, más universal, menos regionalista. La indignaba y le sorprendía la suerte de Mina y el éxito que este había conseguido en Inglaterra. Valdés era un radical, todos los radicales se unían a él encontrando tibio a Mina. Algunos de los antiguos ministas, como Fermín Leguía, se habían pasado a su bando.
El caso de Chapalangarra y su enemistad contra Mina era de otra clase. Chapalangarra discurría y sentía como Mina, pero creía vivamente que tenía motivos serios personales de odio contra el general.
Al lado de los militares y oscurecidos ante ellos estaban los paisanos adictos a la Revolución. Sin tribuna donde perorar y en el extranjero no tenían prestigio alguno.
Eran en su mayoría literatos, jurisconsultos, oradores, no bastante fuertes para ser conocidos fuera de España. Entre ellos había algunos hombres de mérito, como Flores Estrada, y algunos políticos de talento como Mendizábal; pero la mayoría era gente sólo brillante, incapaz de una obra profunda e incapaz también de dominar y de arrastrar a los hombres.