LOS GRUPOS HOSTILES
EN una ciudad pequeña como Bayona, que no pasaba de los quince a dieciséis mil habitantes, todo el mundo se conocía, más, como era natural, la colonia española y los que estaban relacionados con ella.
Al establecerse Lacy en Bayona e intimar con sus compatriotas, vio con tristeza que no había entre ellos más que odios, rivalidades y desunión.
Ya durante su estancia en Londres notó las rencillas de los emigrados; pero, naturalmente, en una ciudad inmensa las divisiones no se notaban tanto como en un pueblo pequeño, en donde la gente se veía a cada paso.
En Londres, los constitucionales españoles habían formado grupos que tan pronto crecían como se achicaban, casi siempre por un motivo personal.
El primer grupo moderado y aristocrático estaba dirigido por hombres de cierta cultura, como Argüelles, Álava, etc. Este grupo se caracterizaba por ser eminentemente civil, y había rechazado cuando se lo propusieron, las ofertas de militares del tipo de Morillo, Ballesteros y O’Donnell.
El segundo grupo era de los ministas o partidarios de Mina. Los enemigos les llamaban despectivamente los mineros. Este grupo, el más extenso y el más fuerte, contaba con elemento civil y militar, pero predominaban en él los militares. Estaban en él casi todos los oficiales de mérito refugiados en Inglaterra, Bélgica y América, excepto los que tenían algún motivo de queja, fundado o no, contra el caudillo navarro. El Gobierno inglés trataba a este grupo con gran consideración, y según se decía le proporcionaba fondos para pagar sus agentes.
En España casi todos los liberales esperaban, más que de ningún otro jefe, de Mina. Era el que tenía más partidarios incondicionales. Este entusiasmo ciego por Mina parecía odioso a sus rivales. Mina, según estos, quería ser un ídolo, un santón a quien se le obedeciera ciegamente.
Torrijos, San Miguel, Valdés y otros habían roto con él por este motivo, porque no querían obedecer con pasividad. Es posible que por dentro hubiera en ellos un fondo de rivalidad próximo a la envidia.
Mina quería dirigir él, sin dar parte a nadie de lo que hacía, y afirmaba que gracias a su prudencia y a sus precauciones los espías del Gobierno español no podían averiguar sus manejos.
Mina, mientras estaba en Inglaterra fechaba sus cartas en Plymouth y vivía cerca de Londres en una casa de campo.
El general llevaba sus asuntos con una gran cautela; para cada empresa que se le presentaba buscaba el hombre a propósito. Se había servido varias veces de Sanz de Mendiondo, otras del teniente coronel Baiges, un gallardo ex guardia de corps, que tenía fama de conquistador y de fatuo, y otras de su secretario Aldaz. Algunas cuestiones muy reservadas las llevaba dictando a su mujer, y otras más secretas aún las seguía él mismo, sin comunicárselas a nadie.
El zorro navarro ocultaba muy bien sus maniobras y consideraba el secreto necesario e imprescindible.
El segundo partido militar, colocado enfrente del de Mina, lo capitaneaba Torrijos y tenía como lugarteniente al coronel don Francisco Valdés. Estos no sentían gran entusiasmo por la Constitución de Cádiz, como los ministas y deseaban algo más radical. Méndez Vigo y sus partidarios pensaban en la República.
Otra facción liberal era la de los masones, a cuya cabeza estaba don Evaristo San Miguel, que no ocultaba su aversión por Mina.
Mina nunca había sido un masón entusiasta: todas las mascaradas simbólicas de esta secta le producían cierta repulsión y se había afiliado, como Torrijos, al carbonarismo, más activo, más eficaz que la masonería y, al mismo tiempo, por entonces, más internacional.
Mina, además, había puesto el veto a mucha gente; según sus enemigos, por celos; según sus amigos, por su natural prudencia.
El partido de los masones tenía relaciones continuas con las logias de la Península y empleaba para ello a los capitanes de buques mercantes y a los comisionistas.
Otro último grupo era el de los ex comuneros. Estos tenían como prestigio civil a Flores Estrada y como militares a Milans del Bosch y a López Pinto.
Los ex comuneros no podían ver a los masones, ni estos a los ex comuneros; pero ambos grupos tenían como lazo común el odio a Mina. Milans el viejo lo detestaba. Había tenido el desencanto de salir de la isla de Jersey, donde estaba confinado, para avistarse con algunos capitalistas ingleses liberales, pidiéndoles dinero para una expedición contra la frontera española, y los capitalistas habían dicho que únicamente si Mina dirigía la expedición prestarían dinero.
El grupo ex comunero sintió el desdén de esta negativa, y el grotesco y envidioso Romero Alpuente escribió un folleto contra el caudillo navarro.
Además de estos núcleos formados en Londres había los liberales que no querían formar grupo alguno y se consideraban independientes; tales eran Méndez Vigo, Chapalangarra, Bertrand de Lys, el padre Asensio Nebot y otros varios.
Cada grupo de los constituidos deseaba el fracaso del grupo rival; cada hombre que se sentía importante hacía lo posible para aplastar al compañero y para erigirse él; tenían todos ellos, unos para otros, esa terrible ferocidad de los ambiciosos, para los cuales no hay amistad ni comunidad de ideas.
A veces se manifestaban, sobre todo en las cartas, un afecto entusiasta y efusivo que no pasaba de figura retórica.
Entre gente ambiciosa como aquella, la amistad desinteresada era casi imposible…
El hombre de acción es el que cree que obra casi exclusivamente por sus propias inspiraciones, el que afirma más su albedrío, el que escoge lo que debe hacer y no debe hacer, y, sin embargo, es el que está más sujeto a la ley de la fatalidad, el que marcha más arrastrado por la fuerza de los acontecimientos.