III

LAS AMISTADES DE LACY

VARIAS visitas de amigos suyos y de algunos de su padre tuvo Lacy en su estancia en Bayona. La que más le extrañó fue la de un antiguo condiscípulo suyo en un colegio de Rennes, que se llamaba Jorge Tilly.

Tilly llegó con una señora inglesa y un abate y fueron los tres a hospedarse a la fonda de San Esteban.

Tilly fue a visitar a Lacy y estuvieron los dos charlando largo rato. Tilly hablaba muy mal el castellano.

Lacy se manifestó en el curso de la conversación como lo que era, un liberal entusiasta; en cambio Tilly estuvo muy reservado; para él las teorías no tenían importancia, sino los hechos; él creía que se podía encontrar una posición en que se elogiara a Felipe II y a Robespierre.

«Dado el papel que un tipo se haya propuesto ver cómo lo cumple». Esta era la cuestión, según Tilly. «¿Yo cómo voy a medir con la misma medida al que quiere ser fraile y al que quiere ser un Don Juan?».

Como Eusebio Lacy siempre había tenido a Tilly por un extravagante no quiso discutir con él. Le preguntó por sus proyectos.

Tilly dijo que pensaba ir a España, en viaje de exploración. Desde allí le comunicaría a Lacy noticias de cómo iba aquello. Tilly era un joven alto, rubio, de aire cansado, con la cara un poco fláccida, el labio inferior belfo, los ojos claros; tenía un tipo de príncipe degenerado de la Casa de Austria.

Lacy recordaba a Tilly de su época de colegial, como un chico algo místico que quería ser fraile. Tilly se mostraba siempre muy misterioso y no le gustaba hablar de sí mismo y menos de su familia.

—Aquí te tienen por aristócrata —le decía Lacy en el colegio.

—Sí —contestaba él—; dicen que nosotros descendemos de los Tilly de Normandía, que tenían un castillo cerca de Caen; pero los Tilly se han dividido en tantas ramas, que la mayoría de los que llevan este apellido no tienen entre sí parentesco. Hoy hay Tilly ricos y pobres. Yo soy de los pobres y he nacido en Jersey donde vive mi familia. Mi padre era español y yo lo soy también, por lo tanto.

Tilly, a quien Lacy hacía diez años que no veía, se le reveló en Bayona como un muchacho cínico y atrevido, cansado de todo y con un gran desprecio por los hombres. Pretendía ir a España a hacerse una posición, y como creía que la tendencia liberal había de triunfar más pronto o más tarde, quería ponerse de acuerdo con los liberales.

Lacy quedó un poco asombrado de la audacia y del cinismo con que su condiscípulo se explicaba, y prometió relacionarle con los emigrados.

Consultó con Milans del Bosch, con Ochoa y otros amigos, y se tomaron informes de Tilly.

Tilly se había convertido en un muchacho crapuloso, jugador, de una moral incomprensible para Lacy. Al parecer tenía éxito con las mujeres, a las que no trataba bien. Su cara, pálida, fría e impasible, su aire elegante y de aburrimiento le hacían un verdadero lion.

Tilly tenía unas tarjetas en donde se llamaba vizconde, en otras caballero y en otras se anunciaba como viajante de comercio.

A pesar de que quería demostrarlo no tenía seguridad en sus ideas, y muchas veces caía en unas preguntas candorosas y absurdas.

—¿Tú no crees en las cartas? —le preguntó una vez a Lacy.

—¿En la quiromancia? No, hombre, no; eso es una tontería.

Tilly tenía también unos proyectos tan poco lógicos, de una ingeniosidad tan pueril, que dejaban estupefacto a su amigo.

Tilly, en el tiempo que estuvo en Bayona anduvo en trato con los judíos de Saint Esprit, a quienes vendió algunas joyas para jugar o para vivir.

La señora que le protegía y a quien llamaba su prima en público, era una señora inglesa de unos cuarenta años, que se hacía llamar Lady Russell. Tilly se la presentó a Lacy. A Eusebio le pareció que esta dama, por debajo de su máscara indiferente y sonriente, tenía un gran entusiasmo amoroso por Tilly y al mismo tiempo una profunda desolación.

A Tilly le acompañaba un abate que parecía ejercer el cargo de capellán de Lady Russell, pues esta dama era católica. El abate era un hombre de un aspecto selvático y al mismo tiempo inteligente; tenía el pelo rojo, la frente tempestuosa, las facciones toscas, groseras, de hombre de campo; el color encendido y los ojos claros y brillantes.

Tilly y el abate, en los días que estuvieron en Bayona, dejaron un rastro de desórdenes y de crápula.

Los dos, en compañía de un aventurero francés que se las echaba de muy liberal y se llamaba Husson de Jour, frecuentaban todos los lugares de perdición. Husson se daba por revolucionario y carbonario, que había peleado con Mina en España en 1823 en compañía de Armando Carrel, y era un tipo de hombre jactancioso y fanfarrón, de grandes bigotes y de grandes actitudes.

Al prepararse a marchar a España, Tilly se presentó a Lacy. Este, al verle pálido y desencajado, le dijo:

—¿Para qué haces esa vida de perdido?

—¡Pche! No sé, la verdad, porque ya me empieza a aburrir.

—Entonces no lo comprendo.

—Yo tampoco. ¿Qué quieres? No hay hombre que no sea un enigma para los demás y para sí mismo. Únicamente los que tienen una tradición muy fija, como los judíos, saben lo que son y lo que quieren.

—Tú no tienes la tradición de ser un perdido.

—No; soy un perdido, como dices tú, por abandono y algo por curiosidad. En mi familia ha habido de todo: ricos, pobres, revolucionarios, realistas. En mí se han debido mezclar estas diversas tendencias, y me han hecho un tipo mixto y contradictorio.

—Pero en ti está escoger una línea y seguirla. —Pienso hacerlo más tarde. Ahora me voy a España. Desde allí te enviaré algunas cartas con clave y cifra, que te las darán aquí descifradas.

—Bueno.

Tilly se despidió de Lacy y al día siguiente dejó Bayona.