ESTAMPA DE BAYONA EN 1830
BAYONA, como siempre que ha habido trastornos en la Península, estaba en 1830 llena de españoles. Era en esta época la ciudad del Adour, un pueblo variado, pintoresco y un tanto indefinido. Los franceses del Norte lo consideraban como una ciudad de aspecto español, para los españoles del Mediodía tenía un carácter completamente francés, para los vascos era un pueblo poco vasco y para los gascones poco gascón. Las cuatro lenguas, el francés, el español, el vasco y el patois se oían por las calles de la ciudad constantemente.
Bayona tenía, como ahora, tres barrios separados por sus dos ríos; la Gran Bayona, la Pequeña Bayona y Saint Esprit.
Este último barrio era entonces, no solamente un pueblo separado de Bayona, sino que hasta 1827 formaba parte de otro departamento.
Los tres barrios tenían sus fortificaciones: la Gran Bayona, el castillo Antiguo; la Pequeña Bayona, el castillo Nuevo, y Saint Esprit, la Ciudadela.
La grande y la pequeña Bayona, separadas por el río Nive, estaban encerradas por la misma muralla, abierta en cuatro puertas, de las cuales la más monumental era la puerta de Francia, con sus baluartes, sus fosos y su puente levadizo.
El barrio de Saint Esprit era un pueblo pobre habitado por judíos.
Uniendo Bayona con ese barrio había por entonces un puente de barcas, que ondulaba, se balanceaba y crujía cuando el mar agitaba las aguas de la ría o cuando el Adour y el Nive venían hinchados por las lluvias. Este puente tenía dos andenes para los coches, uno de ida y otro de vuelta, y otro central para los peatones.
El puente sobre el Adour era la galería de todos los tipos de la vida bayonesa, la calle más concurrida de la ciudad.
Los aguadores iban a llenar sus cubas a una fuente de Saint Esprit que se consideraba la mejor de los contornos; filas de judíos de perfil aguileño y de voces graves o agrias, cruzaban el puente para correr sus géneros; muchachas jóvenes artesanas vascas y gasconas pasaban riendo; alguna dama con miriñaque y crinolina iba a hacer compras, algún lion lucía su frac y sus melenas, y algún refugiado español marchaba sombrío embozado en la capa y con el cigarrillo entre los dedos.
Por las tardes, con el buen tiempo, los bayoneses paseaban en la plaza de Armas mientras tocaba la banda militar, los jóvenes tenientes arrastraban su sable con indolencia y las nodrizas hacían bailar a los niños en sus brazos.
Cuando llovía se paseaba en las Arcadas.
Al llegar el verano la gente salía al campo, iba hacia el mar, visitaba el lago de Mouriscot y la Chambre d’Amour, y miraba a lo lejos las crestas agudas del monte Larrun, en el cielo radiante.