DOS AMIGOS
IGNACIO Iturri, liberal, emigrado en Francia desde los sucesos de 1823, era hijo de un comerciante de buena posición de Pamplona. Se había visto Iturri al llegar a Bayona sin medios de fortuna, y como estaba medio enamorado de una muchacha, que servía de cocinera en una casa rica de la plaza Grammont, se casó con ella y puso una posada en la calle de los Vascos, adonde fue atrayendo a todos sus paisanos que iban a Bayona por algún negocio.
La posada de Iturri ocupaba toda una casa de piedra y ladrillo rojo, con entramado de vigas negras y el tejado de piñón. Esta casa tenía dos pisos, en la planta baja había una mercería y en el principal, en el balcón muy saliente colgaba una muestra con un letrero en francés y otro en castellano.
La posada de Iturri era limpia y decente, los cuartos grandes con el suelo encerado y las ventanas de guillotina, los muebles modernos; además de esto, tenía el atractivo de ser uno de los sitios en donde se guisaba mejor en Bayona, pueblo en donde se guisa bien en todas partes.
Un inconveniente tenía la posada de Iturri, y era el olor a bacalao que salía de los almacenes de la calle de los Vascos. A tal perfume había que acostumbrarse quieras que no; habituándose a ello la posada de Iturri podía considerarse casi como un lugar de delicias.
Iturri era hombre de unos cincuenta años, fuerte, rechoncho, de ojos negros, de cara redonda y rasurada de tono azul y expresión melancólica. Hablaba con mucha calma y circunspección. Cualquiera le hubiera tomado por un cura o por un enclaustrado; sin embargo, a pesar de su aire clerical, de su cara dulce y de sus manos blancas y regordetas, era hombre de arrestos.
Su mujer, Graciosa, era una vasca de aire de grulla, de nariz afilada y mejillas sonrosadas, que trabajaba, hablaba y reñía todo al mismo tiempo sin parar.
Iturri el posadero, que no tenía hijos, aceptó en su casa a un sobrino suyo ex seminarista, escapado de Pamplona, llamado Manuel Ochoa.
Manuel Ochoa era un muchacho hijo de unos labradores del valle de Ulzama. Considerándolo como chico listo, sus padres le habían puesto a estudiar para cura. Al principio, Ochoa marchó bien en el Seminario; pero luego comenzó a averiguarse que cortejaba a las mozas; después se supo que se manifestaba liberal, y, al último, que había asistido a una reunión de militares masones. Ochoa, buscado por la policía, se metió en Francia y fue a acogerse a la fonda de su tío. Iturri le trató bien, y como tenía grandes conocimientos entre los emigrados le presentó a don Sebastián Miñano, que estaba por entonces trabajando en varias obras y que publicaba desde 1825 la Gaceta de Bayona.
La mujer que vivía con el abate Miñano, y de la que tenía varios hijos, era algo pariente de Ochoa; así que este fue protegido por el abate.
Ochoa era muchacho violento, capaz de trabajar con entusiasmo. En los ratos de ocio se dedicaba a jugar a la pelota, lo que era para él como un sucedáneo de la acción.
Pronto le disgustó a Ochoa la colaboración con don Sebastián Miñano.
Entre los liberales emigrados se decía que la redacción de la Gaceta de Bayona, que estaba en la calle de Pont Neuf, bajo los arcos, en casa de Barandiaran, era un punto de espionaje de Calomarde.
Manuel Ochoa riñó varias veces con Miñano. Ochoa era de estos hombres tempestuosos, que saltan al menor roce, que arrastran a la gente y tienen siempre entusiastas por su valor y su energía.
Una señora de Bayona, casada con un propietario rico, se enamoró de Ochoa y el seminarista tuvo un momento de éxito y de orgullo. Esta señora, que no tenía mucho miedo ni a la opinión ni a su marido, fue varias veces a cenar con el estudiante a un gabinete reservado de la fonda del Comercio.
Iturri el fondista, que temía el escándalo, fue a ver a Miñano y a contarle lo que pasaba, y entre los dos decidieron mandar a Ochoa con un pretexto a París. Ochoa copiaría documentos en la Biblioteca Nacional para el abate.
En aquella época, Ochoa hubiera preferido quedar en Bayona, pero como no encontraba la menor apariencia de pretexto que oponer tuvo que marcharse.
Ochoa fue a París, conoció a algunos emigrados españoles y tomó parte en la sublevación de Julio.
Cuando Leguía y Chacón, comisionados por los liberales de Londres, llegaron a París, Ochoa se unió a ellos en sus visitas y diligencias. Luego, al ir presentándose los emigrados, se hizo definitivamente de su grupo.
Conoció a Mina, a Chapalangarra, a Jáuregui. Como no tenía ya carrera ni oficio, pensó que lo mejor sería unir su suerte a la de aquellos hombres. Más culto que estos militares, pudiendo hermanar las letras y las armas, pensó le sería fácil conseguir un éxito con poco que le ayudara la suerte.
En París trabó amistad con Eusebio de Lacy, con quien vivió durante algún tiempo.
Eusebio de Lacy era un joven de ojos azules, pelo rubio y aspecto poco fuerte, aunque tranquilo y noble.
Eusebio había nacido en Holanda, en la isla de Walcheren, adonde su madre había seguido a Luis de Lacy, que entonces era capitán en la legión irlandesa que mandaba Arturo O’Connor y que estaba al servicio de Napoleón.
Eusebio pasó su infancia en Quimper, pueblo de su madre, que de soltera se llamó la señorita de Guermeur.
Durante la guerra de la Independencia y mientras su padre, don Luis, se batía contra los franceses, Eusebio estuvo en un colegio; terminada la guerra, Lacy, que había sido teniente general del ejército de Galicia y de Cataluña, fue destituido por Fernando VII, que tenía esta manera de pagar a los que se sacrificaban por su persona mientras él adulaba de una manera baja a Napoleón.
Destituido el general Lacy fue a vivir a Vinaroz y desde allí escribió a su mujer para que viniera con su hijo a reunirse con él, pero la francesa tenía resentimientos con su marido y no quiso ir a su encuentro. Entonces se cruzaron entre los dos cartas agrias y recriminaciones violentas.
El general Lacy era de estos tipos extraños que aparecen en las naciones en épocas de turbulencia. Su padre era de origen irlandés; su madre, francesa; él, andaluz de San Roque. Su destino había sido tan contradictorio, y su carácter tan arrebatado, que muchas veces llegaron a considerarle como loco.
Durante la juventud Lacy luchó al lado de los franceses; más tarde peleó contra ellos.
El día 2 de mayo estuvo a punto de ser muerto por su uniforme de francés. Lacy era hombre exaltado, atrevido, y pertenecía a la masonería. Muerto Porlier, todas las esperanzas del partido liberal estaban puestas en él.
Lacy, con Milans del Bosch, en combinación con La Bisbal y algunos otros, preparó de una manera aturdida el pronunciamiento que le perdió. Dejando Vinaroz se presentó en Caldetas con el pretexto de tomar las aguas y con el fin de ponerse al frente de la sublevación. Al fracasar esta, el capitán general de Cataluña, don Francisco Javier Castaños, que estaba en el secreto de la conspiración y que había dado el permiso a Lacy para trasladarse de Valencia a Cataluña, sabiendo a lo que iba, mandó en persecución suya al brigadier Llauder, a Llauder, que era masón y había estado protegido por Lacy.
Tanto Castaños como Llauder eran hombres de pocos escrúpulos, capaces de unirse a Lacy si vencía y de fusilarlo si fracasaba.
Llauder salió en busca de los sublevados camino de Mataró. Milans del Bosch alcanzó la frontera; Lacy, no se sabe por qué, en vez de apresurarse a huir, para lo que tenía tiempo sobrado, se detuvo y cayó preso.
Una comisión militar le juzgó y le condenó a muerte; el Gobierno y Castaños, que en este asunto representó un papel muy ambiguo, ordenaron que Lacy fuera trasladado a Mallorca; hicieron creer al pueblo que era con el objeto de encerrarlo solamente, y al llegar al castillo de Bellver lo fusilaron.
Al triunfar el movimiento liberal de 1820, los amigos de Lacy, entre ellos Milans del Bosch, escribieron a la viuda para que enviara a su hijo a educarse a España; un ayudante fue a buscar a Eusebio a Quimper y lo acompañó a Barcelona.
Poco después el muchacho asistió en Palma de Mallorca a la exhumación del cadáver de su padre, enterrado en la iglesia de Santo Domingo, que fue transportado con gran pompa a Barcelona.
Las Cortes, para honrar su memoria, nombraron a Eusebio primer granadero del ejército español.
Eusebio siguió en el colegio de Barcelona, siendo un motivo de orgullo para todos, y estuvo viviendo una temporada en Madrid. Los amigos y camaradas de su padre le hablaban de él con entusiasmo; le contaban sus proezas y sus rasgos de energía y de valor.
Eusebio llegó a tener por su padre una adoración ciega, que le llevó a ver con disgusto el comportamiento de su madre.
Al acabar su existencia de tres años el Gobierno constitucional, Eusebio volvió a Quimper y vivió soñando con España y con los liberales amigos de su padre, hombres todos que le parecían de un romanticismo exaltado, de una generosidad extraordinaria.
Creía que en España todos los hombres eran valientes como el Cid, y todas las mujeres seres poéticos e ideales; en cambio, tenía una profunda antipatía por los parientes y amigos de su madre, que querían hacerle comerciante y francés.
A los veinte años Eusebio fue a París y poco después a Londres. Allí se hizo amigo del hijo de Milans del Bosch, conoció a los emigrados españoles y fue a las tertulias elegantes, en donde se distinguía por su belleza Teresa Mancha, la hija del coronel don Epifanio.
Lacy llevaba en Londres una vida muy distinta a la de los demás emigrados; paseaba, leía, escribía un diario. Eusebio era un joven de espíritu claro y sereno; quería ver las cosas sin apasionamiento, empresa difícil, intentando al mismo tiempo conservar el entusiasmo.
Estaba enamorado de las cosas grandes y nobles, y hubiera querido que estas se hicieran sin trabajo, sólo con abnegación y sacrificio.
La Revolución de julio sorprendió a Lacy en Londres. Como la mayoría de los liberales, al saber su resultado marchó a París, donde conoció a Ochoa, de quien se hizo gran amigo.
Al enterarse los dos del proyecto de intervención por la frontera de los constitucionales se trasladaron a Bayona, y como Lacy no tenía mucho dinero, fue a vivir con Ochoa a la fonda de Iturri, de la calle de los Vascos.
Mientras llegaba el momento de batirse, Lacy vivía con mucho método; tenía las horas del día distribuidas y seguía sus costumbres formadas en el colegio.
En cambio Ochoa se exhibía ante el público, tenía el prestigio de ser un héroe de la Revolución, había presenciado la muerte de dos bayoneses en las calles de París, a los cuales se levantó después un monumento cerca de la Catedral; conocía el francés casi tan bien como el castellano y hablaba elocuentemente, emborrachándose con su oratoria y con los licores con que le obsequiaban los entusiastas del nuevo régimen.