XI

LOS LOCOS DEL PUEBLO

PARA completar el cuadro de Ustaritz en 1830, habría que hablar de los locos y de los excéntricos del pueblo, que abundaban allí como en todos los pueblos vascos.

Uno de ellos, el más curioso, era Muchico.

Muchico tenía los ojos brillantes, unas largas barbas y llevaba blusa negra. A pesar de su aspecto siniestro, de su mirada fija, no tenía nada de agresivo. Los chicos se burlaban de él y le gritaban y le tiraban piedras. Él les amenazaba con el puño y tenía que esconderse en los portales. A Muchico le entusiasmaban los caballos y los coches, y le asustaban los perros. El viento sur le intranquilizaba y le ponía exaltado y de mal humor. Cuando la veleta de Gastizar miraba hacia España era mala señal para Muchico. Este andaba más excitado y nervioso que de ordinario.

Otro medio loco que aparecía en el pueblo con frecuencia era el hermano Ventura.

El hermano Ventura era un viejo místico recogido por los jesuitas de Bayona, que le pasaban una pequeña pensión. El hermano Ventura era chiquito, vivo, de más de setenta años. Tenía un ojo con una nube, la boca torcida, las barbas blancas, el cráneo calvo y la frente deprimida. Vestía un gabán largo y un sombrero de copa. Después de las jornadas de julio el hermano Ventura se presentaba más derrotado que los años anteriores.

El hermano Ventura echaba largos discursos llenos de pasión; cuando pronunciaba la palabra Dios, se quitaba el sombrero y a veces se arrodillaba.

En sus discursos hablaba de los castigos del infierno con tal ardor que asustaba a las mujeres y les quitaba el dinero para misas.

Algunos decían que el hermano Ventura era sólo un pillastre, pero había en él mucho de perturbado.

Otro de los tipos del pueblo era Cucú el Rojo, o Cucú Gorro Rojo, como le llamaban los chicos.

Cucú el Rojo era un soldado de la República, gascón de nacimiento que había ido a parar de viejo a un asilo de Ustaritz.

Cucú había tomado, en los años que llevaba recogido, las costumbres y las frases de las monjas que cuidaban a los asilados, pero en ciertos días que le dejaban libre y bebía de más, sacaba un gorro frigio, sucio y lleno de agujeros y comenzaba a perorar en las tabernas.

—Ciudadanos —gritaba con la cara inyectada—. La patria está en peligro. Los aristócratas de Coblenza nos amenazan. Los espías de Pitt y de Coburgo nos acechan. ¡A las armas! ¡A las armas! —y cogía el bastón y se ponía como un soldado en guardia.

Después cantaba con voz ronca el Ça ira y bailaba la Carmañola.

A los realistas del pueblo, que eran casi todas las personas pudientes, no les molestaba esto del todo, porque veían en ello una prueba de la plebeyez y de la grosería de las tendencias revolucionarias.

Para ellos, la República con sus glorias no podía servir más que para hacer vociferar a hombres como Cucú el Rojo en las tabernas o en los caminos.

Algunas veces Choribide había puesto frente a frente al hermano Ventura y a Cucú el Rojo.

Cucú el Rojo decía su repertorio, y el hermano Ventura vociferaba como si estuviera en un bosque:

—¡Vete a confesar, desdichado! —le decía—. ¡Estás en pecado mortal! El diablo está detrás de ti, ahora mismo, dictándote estas palabras, el diablo que está lleno de ciencia y de razones. Sí… sí… no hables. Vete a confesar ahora mismo, desdichado.

Choribide se reía a carcajadas. El hermano Ventura quiso llevar un día a Cucú el Rojo y a Muchico a la iglesia, pero al acercarse a la puerta los dos se le escaparon.

Una loca del pueblo, que andaba por los alrededores y no entraba en las calles, era Grashi Erua.

Grashi Erua era alta, delgada, rubia, envejecida, con la cara llena de arrugas. Vestía con andrajos de todos colores, y como los chicos la tiraban piedras no quería ir al pueblo.

Muchas veces se la veía en medio del bosque con el pelo suelto y una corona de flores silvestres, también se le había visto al lado de un arroyo que formaba un remanso, sentada con un manojo de harapos y cantando como si tuviera un niño en brazos.

Se decía que Grashi Erua era la hija de una señorita extranjera que la abandonó. La habían dejado de niña en un caserío y desde entonces los dueños del caserío eran ricos. Por lo que se contaba, estas gentes del caserío habían despojado a la loca en vista de que su madre no aparecía; y no la habían puesto a trabajar porque era indómita y salvaje.