IX

CHORIBIDE EL VERSÁTIL

AL contemplar el paisaje de Ustaritz, al ver sus casitas blancas con sus enredaderas y sus parras, el río con sus meandros bordeados por arboledas, se pensaba involuntariamente en la vida idílica y pastoril.

Parecía que los habitantes del pueblo debían vivir al estilo de los héroes de Teócrito y de Virgilio; pero por debajo de esta bucólica apariencia aparecía, como no podía menos, el fondo de pasiones y deformidades de todo núcleo de población humana.

Ustaritz estaba dividido en pequeños grupos; unos indiferentes, otros enemigos. Era el primer grupo el de Garat.

Garat había hecho muchos favores en el pueblo y tenía grandes amigos. En sus últimos años el viejo convencional, enfermo y retirado, no quería intervenir en los asuntos de la villa, aunque la Revolución de julio le dejaba en condiciones para tomar parte en la política. Garat estaba cansado y tenía bastante con sus recuerdos.

Otro grupo se reunía en el barrio de Eroritz en la casa de los Darralde llamada Jaureguia. La tertulia de Gastizar no era enemiga de la de Jaureguia, aunque había entre ellas cierta disimulada hostilidad.

Los Darralde eran ricos, pero tenían aire de advenedizos.

Su riqueza transcendía a especulaciones recientes. Darralde, el viejo, había comenzado a enriquecerse en tiempo de la Revolución. Guardaba en su casa muebles, tapices y alfombras que había comprado por casi nada en Dax, Auch y Bayona a los agentes de Barere, Cavaignac y Dartigoite.

Darralde, después de negociar durante el Imperio por toda Francia, había formado parte de una sociedad que compraba las grandes propiedades de los castillos antiguos para venderlas en parcelas y derribar las ruinas.

Esta banda negra, como la llamaban los arqueólogos, los artistas y los poetas, había operado en el Mediodía a la par que otras hacían su negocio en el Centro y en el Norte.

Uno de los Darralde había casado con una señorita de la familia de Mauleón, lo que le había hecho subir en categoría social.

Otro punto de cita menos distinguido que las casas de los Aristy y de los Darralde era el Bazar de París, tienda que tenían dos hermanas, las señoritas de La Bastide con su abuela. Estas dos hermanas, Delfina y Martina, daban mucho que hablar al pueblo por sus amores.

—Las señoritas de La Bastide no llevan una vida honorable —decía madama de Aristy de una manera dogmática.

La abuela, por lo que aseguraban algunos viejos había sido igual. Después de dar varios escándalos en el pueblo, marchó a Bayona y luego a Auch en la época del Terror, donde fue una de las favoritas de Dartigoite, este dictador que predicaba la inmoralidad por las calles y terminaba sus discursos poniéndose desnudo ante el público. Se aseguraba que se le había visto a la abuela del Bazar de París, en su juventud, vestida de Diosa Razón, y algunos la llamaban así en broma.

La Diosa Razón del Bazar de París tenía una cara del siglo, una cara de enciclopedista, la frente despejada, la nariz respingona y corta que sostenía unas antiparras, los ojos claros. Un señor del pueblo afirmaba que la hubiera tomado por el mismo Diderot.

Las dos señoritas del Bazar, Martina y Delfina eran unas mujeres guapas. La mayor, Martina, era alta, de ojos negros, hermosos, de aire arrogante y un poco desdeñoso. La pequeña era morena, pálida, de una palidez mate con los ojos lánguidos y tristes, y muchos lunares y muchos rizos.

Martina, por lo que se decía, tenía como amante al ingeniero de montes; la Delfina, que siempre caía más bajo, estaba enredada con un perdido que trabajaba en un molino, a quien llamaban Marcos el gascón, pero no le guardaba fidelidad ninguna y tenía citas con algunos muchachos que entraban de noche en su casa por la huerta.

Estas dos muchachas, Martina y Delfina, atendían la tienda y llevaban las cuentas; la una siempre altiva y orgullosa, la otra como una pálida flor de lujuria viviendo en una somnolencia erótica.

Antigua rival de la Diosa Razón era una vieja a quien llamaban la Estéfana y que tenía otra tiendecita. La Estéfana era una vieja sonrosada y sin dientes, con los ojos claros y vivos, que murmuraba de todo el mundo. Solía estar detrás del mostrador, envuelta en un chal y ganaba explotando la afición de las viejas borrachas del pueblo al aguardiente, pues a cambio de la copita les tomaba huevos y maíz a muy bajo precio.

La Estéfana salía poco de casa y cuando salía se ponía un traje negro muy elegante, de tafetán, que por la humedad olía como las telas de los paraguas.

En casa de la Estéfana jugaban a las cartas tres o cuatro viejas y reñían y se insultaban cuando perdían algunos suses.

Tras de la reunión del Bazar de París y de la tienda de la Estéfana venían ya las tabernas y reuniones de la gente campesina.

Había un señor que frecuentaba todas las tertulias del pueblo, las altas y las bajas. Este señor era monsieur Choribide a quien llamaban en Ustaritz el Muscadin.

Choribide era un viejecito flaco, canoso, con unos ojillos claros, una cara afilada, alegre y burlona. Choribide había vivido durante mucho tiempo entre la canalla de París; tenía el acento del pueblo bajo parisiense cuando hablaba francés, y cuando hablaba vascuence parecía un campesino vasco.

Ya el uso de un idioma u otro le daba una personalidad distinta. Si hablaba el francés era el hombre de la gran ciudad depravado y corrompido, en cambio si se expresaba en vasco era el campesino de una malicia inocente.

Choribide, viejo currutaco, vestía como en su juventud. Llevaba casaca oscura, medias de seda blancas, grandes botas, pantalón de paño de color de canela, chaleco a lo Robespierre y corbata de muchas vueltas. Usaba en los días de gala peluca que tiraba a roja, sombrero de copa y varios dijes en el chaleco.

El nombre de Choribide, en vasco camino de pájaros, se había prestado entre los vascófilos a algunas disquisiciones y a algunos chistes.

Garat había dicho que el apellido verdadero no era Choribide con ‘b’, sino Chirivide con ‘v’, palabra híbrida de txori, en vascuence pájaro, y de vide en francés vacío, lo que valdría tanto como pájaro vacío, pero si Choribide tenía algo de pájaro no tenía nada de vacío.

Choribide y Garat solían soltarse pullas. Una vez un amigo común dijo a Garat:

—Este Choribide es un granuja. Vendería su alma por dos pesetas.

—Claro que sí —contestó Garat— y saldría ganando.

La historia de Choribide el Muscadin era una historia curiosa.

Había salido de un caserío de Ustaritz a estudiar para cura en el seminario de Larresore, pero en el camino se había arrepentido y no atreviéndose a volverse a su casa se fue a Bayona. Allí entró en una tienda de dependiente, y como el oficio no le gustaba tomó el camino y se marchó a París a pie.

Choribide que tenía mucha afición al teatro hizo amistades entre cómicos y cómicas y vivió medio de agente y medio de criado.

Durante algún tiempo fue el parásito del tenor Garat, de este trovador del Directorio y rey de los Muscadines.

Choribide lo había hecho todo. Había comenzado su carrera histriónica tomando parte en las representaciones patrióticas de la época del Terror y había figurado como comparsa en la Sansculotide haciendo de ciego.

Choribide había vagado por París durante los tumultos y las matanzas terroristas.

Al iniciarse la reacción de Thermidor se había convertido en Muscadin, en elegante enemigo de los revolucionarios violentos y astrosos. De esta época le venía el apodo.

Después fue especialista de muchos oficios innobles, hizo el agiotaje de los asignados, sirvió de gancho en las casas de juego, y durante algún tiempo fue agente de la policía diplomática organizada por el ministro Tondu-Lebrun. En las malas épocas estuvo asociado con una banda de monederos falsos.

No ocultaba que parte de su vida había vivido haciendo delaciones que las cobró bien.

Choribide estaba acostumbrado a la caza del político y a la caza del incauto.

La intriga era uno de sus elementos. Para él no había moral, ni derecho, ni nada, sólo había necesidades que engendraban combinaciones en que se salía ganando o perdiendo. La moral no contaba en sus cálculos.

Ya machucho Choribide llegó a Ustaritz con un pequeño retiro a cobrar una herencia. Allí conoció a una solterona muy religiosa, sobrina del antiguo párroco y dueña de una finca que se llamaba Archabaita, y se casó con ella.

El ex terrorista iba todos los domingos a la iglesia con su mujer.

—¿Es usted religioso? —le preguntaron alguna vez.

—No —replicó él—, pero hay que contentar al pueblo. Hago como su excelencia el duque de Otranto, en otro tiempo el ciudadano Fouché —añadía—. Yo he visto a Fouché cuando se inauguró el busto de Lepelletier Saint-Fargeau hablar de que había que destruir las cruces y signos religiosos y poner en los cementerios un letrero que dijese: la Muerte es el sueño eterno. Años después cruzamos por sus tierras unos cuantos cómicos en coche y vimos a un señor que se descubría con gran respeto al pasar delante de unas cruces. ¿Quién es?, preguntamos. Es su excelencia el duque de Otranto.

Choribide era un cínico.

«Dicen que mi mujer ha sido durante quince años las querida de su tío el párroco —solía decir con indiferencia—, es posible, pero no es nada clerical.»

Choribide tenía entusiasmo por su versatilidad.

«El pobre Garat y yo —decía frotándose las manos— hemos estado en todos los partidos. No podemos echarnos nada en cara. Hemos salido un poco prostitutas.»

Añadía también medio en serio, medio en broma que sentía ser viejo y vivir en una aldea, pues le hubiera gustado probar el sansimonismo.

Choribide tenía influencia y conseguía cosas que otros con más representación no podían conseguir. A cambio de estos favores aceptaba lo que le dieran.

—Yo diré como Collot —decía una vez en la tertulia del Bazar de París.

Como nadie sabía allá quién era Collot, la gente se encogió de hombres hasta que uno preguntó:

—¿Y qué decía Collot?

—Pues Collot —explicó él— era un cómico excelente y muy viejo en mi tiempo a quien yo no vi representar. Collot vivía en Saint Germain y era muy amigo de Juan Jacobo Rousseau. Un día Juan Jacobo vio a Collot un cuchillo de caza admirable y le dijo que le chocaba que se permitiera gastos tan excesivos. «No, no lo he comprado yo —contestó Collot—, me lo ha regalado su excelencia, el príncipe de Conti». «¿Es que usted acepta los regalos de los príncipes? —preguntó Rousseau—. ¡Y yo que le tenía a usted por un filósofo!». «Lo soy —dijo Collot—. Usted es un filósofo que rehúsa y yo soy un filósofo que acepta».

—Yo —terminaba Choribide— soy como Collot un filósofo que acepta.

Choribide era inagotable contando anécdotas.

El caballero de Larresore que algunas veces lo encontraba en el Bazar de las señoritas de La Bastide hubiera querido despreciarlo, pero la verdad era que le admiraba e iba muchas veces a oírle.

Choribide contaba la vida de París durante el Terror, la gente marchando por las calles con la mirada baja espiándose con el rabillo del ojo, y por las noches las familias que se encerraban en las casas temiendo las visitas domiciliarias.

Choribide explicaba cómo funcionaban los garitos del Palais Royal, cómo se jugaba, quiénes eran los puntos más fuertes y quiénes las cortesanas más célebres de aquellos lugares. Un día llegaba y decía: «Hoy hace cuarenta años estaba yo en el teatro de París, viendo representar una comedia, Los acontecimientos imprevistos. En aquella noche estuvo a punto de ser presa madama Dugazon por decir unos versos entusiastas mirando al palco en donde estaba María Antonieta. “¡A la cárcel! ¡A la cárcel!”, gritábamos los jacobinos. La cómica no se intimidó, se acercó más al palco de la reina y recitó con mayor energía los mismos versos. “¡A la cárcel! ¡A la cárcel!”, seguíamos gritando nosotros mientras otra parte del público aplaudía con entusiasmo».

A este viejo currutaco le gustaba contar horrores vistos por él en la Revolución y hacía temblar a sus oyentes hablándoles del suplicio de los reyes, de los girondinos y de los dantonianos que había presenciado. Sobre todo en los detalles era donde el viejo Choribide estaba extraordinario; cuando hablaba, por ejemplo, del negro Delorme, uno de los exterminadores de los presos en las matanzas de septiembre, llegaba a lo trágico, Choribide describía a este negrazo medio desnudo, con el cuerpo manchado de sangre, degollando hombres y mujeres entre risas y carcajadas.

Después pintaba el contraste del negro velludo teniendo en brazos el cuerpo decapitado de la princesa de Lamballe, al que pasaba un trapo húmedo para quitarle la sangre, mientras la cabeza de la infortunada princesa estaba en una taberna próxima y un peluquero le rizaba el pelo. ¡Qué blanca es!, decía la gente al ver el cuerpo de la princesa. Y esta idea de la blancura de la víctima exasperaba a la plebe, y un bárbaro arrancó al cadáver el corazón y otro el sexo y las entrañas.

—¿Y era una mujer hermosa? —le preguntaron dos o tres a Choribide cuando contó esta escena.

—No, tenía más de cuarenta años y el vientre arrugado.

—¿Y cómo aceptaban ustedes esto? —decía Larrasore.

—¿Y qué íbamos a hacer, mi querido caballero? ¿Íbamos a decir que éramos moderados cuando al peluquero Basset se le guillotinó por haber hecho pelucas de aristócratas? Había que ser rojo para vivir; si no estaba uno perdido. No había más remedio. Fue moda ser filósofo, fuimos filósofos, luego republicanos, fuimos republicanos, después terroristas, luego thermidorianos, después bonapartistas, hemos sido realistas y ultramontanos; ahora aparecemos como liberales. Garat y yo lo hemos sido todo. Nos acusarán de versátiles, ¡qué tontería! De veletas. Por lo menos no dirán que somos veletas enmohecidas ni roñosas.

Y Choribide se frotaba las manos riendo.

Le gustaba a este viejo contar casos de apostasía y de cambios de opinión. Le gustaba también explicar las intrigas de su tiempo y descubrir las causas bajas y ridículas que habían dado origen a acontecimientos que se tenían por grandes.

El cínico y extraño personaje era hombre de gran instinto social; entraba en todas las casas de Ustaritz y entre ellas en Gastizar ¿Cómo lo aceptaba madama de Aristy? Era difícil comprenderlo.

Choribide visitaba a lo mejor y a lo peor del pueblo; solía estar en la cabecera de la cama de Garat haciendo compañía al viejo político y en el salón de madama de Aristy; otras veces convidaba en la Veleta de Ustaritz a un veterano de la Revolución que estaba en el asilo, a quien los chicos llamaban Cucú el Rojo y cantaban los dos la Carmañola, el Ça ira y otras canciones desvergonzadas y terribles, algunas dedicadas a la Sainte guillotinette.

Choribide de tres en tres años iba a París, solía visitar a sus amigos realistas y a los republicanos que aún vivían. Visitaba también a los cómicos y cómicas viejas en sus guardillas y se enteraba de todo y hasta se enternecía, al parecer, aunque para él todo no era más que un dato y un motivo de conversación.

Desde las jornadas de Julio, Choribide tenía en su casa un teniente de infantería de la Guardia Real que había sido licenciado y era sobrino de su mujer.

El teniente Rontignon era un tipo de militar de café, punto fuerte para jugar al billar y al dominó. Choribide se había propuesto casarle con alguna rica y había echado el ojo a madama Luxe, pero Rontignon además de haragán era hombre tímido y no se atrevía a dirigirse a una señorona tan elegante y tan distinguida.