VIII

LOS PARIENTES Y LOS AMIGOS DE LA CASA

CASI siempre había en Gastizar parientes de madama de Aristy que iban a Ustaritz a pasar una temporada.

De los más constantes eran la señorita de Belsunce y su sobrina Alicia.

La señorita de Belsunce, una dama mustia que había tenido en su juventud amores contrariados y falta de ácido en el estómago, hubiera querido ser como la mariscala de Luxemburgo, una autoridad en materias de elegancia y dar el placet a la gente con un ¡oh! o con un ¡ah! colocado a tiempo, como dio la mariscala a monsieur de Talleyrand.

La señorita de Belsunce se cansaba de la soledad de Gastizar, y muchas veces decía a su sobrina:

—No sé para qué estamos en este desierto. Alicia tenía cariño por Gastizar. Era Alicia una linda muchacha, un poco pequeña de estatura, rubia, tirando a roja, con la boca chiquita, los ojos verdosos y la nariz un poco corva. Estaba orgullosa de su figura y de su familia.

Alicia era efusiva, cariñosa, muy económica y algo egoísta. A pesar de esto sabía hermanar su egoísmo con su tendencia romántica. Era de estas vírgenes prudentes que miran a su alrededor estudiando el hombre que les conviene.

Alicia adulaba un tanto a su tía madama Aristy, y esta señora consideraba mucho a su sobrina. Estaban siempre de acuerdo. Se creían las dos de distinta pasta que los demás y que lo hacían todo bien. Se consideraban casi siempre en el fiel de la balanza.

Alicia tenía un poco de desdén por su primo Miguel, a quien suponía que ella agradaba y que, sin embargo, no le hacía la menor indicación en este sentido considerándose sin duda como viejo.

Alicia vivía en el invierno en Pau y hablaba el patois, cosa cómica para un vasco.

—No comprendo cómo se habla el patois —decía Miguel a su prima.

—¿Por qué no?

—Es como tener dos trajes para la ciudad. Nosotros los vascos no, tenemos el traje de pastor, de la aldea: el vascuence, y el de la ciudad, el francés.

—Nosotros no tenemos nada de pastores —replicaba ella—; somos más civilizados.

—Un idioma latino. ¡Pche! ¡Qué cosa más ridícula! —exclama Miguel.

—Ustedes han resuelto que hay una superioridad de los vascos sobre los bearneses y los gascones, y ya basta.

—¡Ah, claro! Es una superioridad que no necesita explicación.

—¿Es que han hecho más cosas los vascos?

—No.

—¿Es que han tenido más grandes hombres?

—No, tampoco. Nosotros los vascos formamos un pueblo pequeño, misterioso, con un concepto de la vida especial. ¿Cómo nos van a comparar con un provenzal o con un gascón?

—Pero los provenzales y los gascones tienen más historia, hay entre ellos familias más antiguas.

—Respecto a eso te diré, prima mía, lo que un vasco dijo al duque de Rohan. Discutían los dos acerca de su respectiva nobleza, y el duque de Rohan dijo: sabed que los Rohan datan del siglo X, y el vasco le contestó: nosotros los vascos no datamos.

—No comprendo, la verdad, este orgullo.

—No es orgullo. Cada cual tiene sus condiciones y desea conservarlas. ¿Por qué no? Yo no quiero vivir en comunidad con el vecino, aunque sea más fuerte o más rico que yo. Que estas comarcas que nos rodean, que han hablado dialectos latinos, tienen más cultura que nosotros por el uso de un idioma más civilizado que el nuestro. ¿Y eso qué importa? Nosotros queremos vivir en nuestro país, sin tener gran cosa que ver con los que hablan esas jergas latinas.

—¿Y por qué no?

—Nosotros somos otra clase de gentes; no nos parecemos en nada a ellos.

—¿Más serios?

—Claro.

—¿Más constantes?

—Sin duda alguna.

—Ahí está el grande hombre del pueblo, Garat, prodigio de consecuencia…; no ha sido más que de todos los partidos…

—Bueno; es posible que en la política… —decía Miguel riendo.

—Y en todo. Ustaritz es un pueblo de veletas; ¿cuántas novias ha tenido usted, primo mío?

—¿Yo? De verdad… ninguna.

—¿No ha tenido usted bastante tiempo para enamorarse de ellas?

Alicia y Miguel solían discutir y pelear con frecuencia; ella terminaba sus reyertas con un gesto de altivez y desdén, y él se reía.

Otro de los huéspedes de Gastizar era Víctor Darracq, ex intendente del ejército de Napoleón y primo del marido de madama de Aristy. Víctor Darracq había sido de la Administración militar durante el Imperio y había llegado a general de brigada. Darracq no tenía espíritu militarista; en cambio era de estos hombres curiosos que allí por donde van recogen algo. No conservaba de la guerra más que un recuerdo de crímenes, de robos y de bestialidades.

El ex intendente había llegado hacía años a Gastizar con el objeto de pasar una temporada, y se había quedado allí.

El ex intendente era solterón, hombre servicial capaz de sacrificarse por sus amigos.

Tenía su centro de operaciones en la Biblioteca de Gastizar.

Era de estos hombres ordenados y clasificadores, y todo lo que había reunido en su vida de intendente lo guardaba catalogado en sus armarios; tenía mucha afición a los pájaros y una canariera que cuidaba con todas las reglas del arte.

Al instalarse en Gastizar, el ex intendente vio que la biblioteca era bastante buena. El antiguo propietario había querido sin duda rivalizar con Garat, sobre todo en conocimientos vascos, y desde Oihenart a Astarloa, y desde Larramendi a Zamacola, no faltaba autor que se ocupara del país.

El ex intendente tenía mucho cariño por sus sobrinos, sobre todo por León el pintor.

No se explicaba la gente cómo madama de Aristy le había aceptado definitivamente en su casa, con la poca amistad que tenía por los parientes de su marido.

El tío Víctor era un hombre moreno, de aspecto un poco sombrío, una cara de esas cetrinas y atormentadas; vestía redingot abotonado hasta arriba, de aire militar y color oscuro, polainas y cuello de camisa alto y tieso, que dibujaba sobre la mejilla atezada un triángulo de tela blanca y almidonada que salía de la corbata.

Darracq vivía en el cuarto de la torrecilla que daba a la carretera, y solía allí trabajar haciendo barcos o esferas armilares. Estaba suscrito a varios periódicos extranjeros, y las noticias interesantes que encontraba en ellos las recortaba y las pegaba en un libro.

El tío Víctor tenía como asistente a un vasco aventurero que había rodado por el mundo, a quien llamaba Alí.

Alí había estado durante algunos años alistado entre los mamelucos de Egipto y había sido corsario. Alí, al llegar a Ustaritz, tenía todas las trazas de un turco; usaba unos bigotes largos, gorra roja y pantalones bombachos.

Al querer instalarse Darracq en Gastizar madama de Aristy puso el veto a Alí; dijo que mientras usara aquellos bigotes y aquella indumentaria no estaría en su casa.

Alí, suspirando, se afeitó y se puso una blusa azul y pareció un aldeano como otro cualquiera, más moreno.

Ah era hombre con éxito en el pueblo; cuando contaba sus aventuras en Egipto y en Grecia tenía a todos pendientes de sus labios.

Otro de los huéspedes, que solía pasar largas temporadas en Gastizar, era el caballero de Larresore, constante compañero de charlas de Miguel.

Larresore era soltero, de más de sesenta años, muy atildado y elegante; tenía las mejillas sonrosadas, las melenas largas y bien peinadas, las patillas cortas. Vestía a la inglesa. Su traje ordinario era casaca de color pardo claro, chaleco blanco bordado, pantalón corto de piel de seda y polainas negras.

En el chaleco llevaba dos cadenas de reloj con algunos dijes.

Larresore vivía en invierno en Bayona, y cuando llegaba el buen tiempo iba a pasar temporadas a las casas de sus parientes y amigos.

Larresore era muy egoísta, con una gran perfección maquiavélica en su egoísmo. Preparaba las cosas que le convenían muy de antemano con todo detalle y daba mil rodeos para conseguir lo que se proponía.

Larresore había estado en Inglaterra durante la Revolución.

La Revolución vino a cogerle en un momento en que pensaba hacer un buen matrimonio y un buen negocio. Al caballero le quedó siempre el odio por este movimiento inoportuno, que vino a estropear su porvenir.

Larresore se pintaba a sí mismo como un realista arruinado por la Revolución, cosa que, a juzgar por los que le conocían, no era cierta, porque, según estos, el caballero nunca había tenido fortuna.

Larresore cultivaba su personalidad de realista; hacía valer sus amistades y escribía cartas a los hombres ilustres del partido, y si le contestaban exhibía sus respuestas por todo el pueblo.

Larresore en Inglaterra se había aficionado a las costumbres inglesas, al té y a los vinos de España.

En Londres conoció al vizconde de Chateaubriand, a quien consideró como un fatuo hasta que vio que se hacía célebre, y entonces hablaba constantemente del vizconde como de un amigo íntimo a quien había adivinado.

El caballero de Larresore encontraba la sociedad del siglo XIX egoísta y desprovista en absoluto de sensibilidad.

Es necesario tener el espíritu saturado de egoísmo para reconocerlo al momento en los demás y en sus más pequeñas partículas. Larresore lo reconocía en seguida, lo olfateaba.

Él tenía la costumbre de decir cuatro o cinco frases de cajón cuando ocurría una desgracia; creía a la gente dura y seca de espíritu, sin efusiones ni poesías.

Ya no se sabía ser galante con las damas; no se amaba el campo. El caballero de Larresore no había sido muy platónico, ni era capaz de mirar un paisaje un momento.

Larresore se lamentaba de las transformaciones de la época. Contaba su vida de cuando había ido a París, antes de la Revolución, recomendado a Garat.

«¡Qué sociedad aquella! —exclamaba—. Alegre, social, cortés. Como ha dicho mi ilustre amigo monsieur de Talleyrand, el que no ha vivido antes de la Revolución no sabe lo que es la dulzura de vivir.»

Y contaba anécdotas de su tiempo parecidas a las de todos los tiempos, y recitaba los madrigales enviados por él a las cómicas, que firmaba con notas musicales. La… re… sol… re.

El caballero creía que estos rasgos de ingenio no podían volver a darse.

Larresore hablaba de Garat el menor, su amigo, con mucha lástima, por haber tenido que convivir con los tigres de la Revolución.

—Hoy, el hombre en Francia —decía el caballero— está descontento de sí mismo y de la sociedad. He aquí a mis dos sobrinos, León y Miguel. León quiere ser pintor, pero no se contenta con ser un pintor como hubiera sido un gentilhombre de mi tiempo; pintor para mostrar sus cuadros entre sus amigos, no; quiere ser un gran pintor, y que hablen de él los periódicos. El papel impreso… ¡Qué cosa más lamentable! Respecto a Miguel, está perdiendo en absoluto sus condiciones físicas de caballero; se ha dejado la barba, se corta el pelo al rape.

—Es más cómodo, tío. Va uno siendo viejo.

—¡Viejo a los cuarenta años! En mi tiempo no había viejos.

—¿Habían encontrado ustedes la fuente de Juvencio?

—No; es que nadie se retiraba voluntariamente. Se vivía para la sociedad. Entonces había verdadera fraternidad.

—Sí, entre ustedes; pero no entre ustedes y la gente pobre.

—¿Y ahora la hay de esa?

—No, es verdad; ahora tampoco la hay.

—Entonces reinaban las mujeres. El hombre estaba educado por ellas. Se sabía ser amable, galante. La Revolución ha acabado con todo esto.

Madama de Aristy y las dos señoritas de Belsunce, cuando le oían, daban la razón a Larresore; el ex intendente Darracq movía la cabeza como indicando que habría que pesar el pro y el contra de la cuestión, y Miguel se reía.

Todas las formas de vivir exclusivamente sociales hacen del hombre un cómico que representa un papel, y Larresore era un comediante completo. Eso sí. Él quería el teatro adornado y los actores caracterizados con perfección.

Muchas veces en confianza decía de la vieja señorita de Belsunce: «yo comprendo que se pinte, pero que se pinte bien».

Además de los parientes, solían ir amigos a pasar temporadas a Gastizar.

De los contertulios del pueblo, los más asiduos eran madama Luxe con su hija, las señoritas de Darneguy, el vicario Dostabat y el organista de la iglesia, Harismendy.

Algunos suponían que a madama de Aristy no le hubiese disgustado casar a su hijo con madama Luxe, que era rica; otros decían que era la viuda la que miraba con buenos ojos a Miguel, y otros que era a Miguel a quien le gustaba la viuda.

También solían ir a Gastizar con frecuencia la señora Darneguy y su sobrina. Madama de Aristy las estimaba mucho. La señora Darneguy vivía con una pequeña pensión, y era muy severa; la sobrina Carolina, ya de cierta edad y con algunos cabellos de plata, trabajaba haciendo bordados. Madama de Aristy las enviaba con frecuencia regalos: pollos y frutos de la huerta.

El vicario Dostabat iba a Gastizar todas las semanas un día. Era Dostabat un hombre alto, de vientre abultado, la cara roja, los ojos pequeños y claros y la nariz larga. Tenía de cincuenta a sesenta años. Era tipo de cura del antiguo régimen; muy aficionado a las buenas comidas y a los vinos excelentes.

Los vinos de mesa eran su especialidad; los miraba, los olía, los cataba como un verdadero conocedor. También le gustaban las cartas y era maestro en todos los juegos. El padre Dostabat era cura de manga ancha, y creía que la mayoría eran pecadillos que Dios perdona sin esfuerzo.

El organista de la iglesia, el abate Harismendy, era un hombre de unos cuarenta años, moreno, los ojos negros, muy vivos. Harismendy tenía gran afición a la música y enseñaba solfeo a los chicos del pueblo.

En Gastizar solía acompañar a Alicia al piano.

A veces había concierto; Alicia cantaba, el joven Larralde-Mauleón tocaba el violín. Harismendy, el piano, y Miguel, el violonchelo.

Larresore, que no era muy aficionado a la música, intentaba siempre monopolizar a Miguel y llevarlo al campo de sus discusiones. Los dos rompían la frialdad y el aire ceremonioso de la tertulia de Gastizar con sus observaciones, a veces de un atrevimiento chocante.