VI

DON VALENTÍN DE MALPICA

AL quedarse solos Larresore y Miguel, el anciano caballero pidió a su sobrino le contara con detalles la historia del viejo coronel español que vivía en Chimista. Miguel la contó, pero como no era el mayorazgo de Gastizar hombre a quien interesaran sólo los hechos, sino que le gustaba bucear en la psicología de los tipos, investigar el origen de los motivos y las características del temperamento, se hundió en un mar de comentarios y de consideraciones filosóficas.

La historia escueta que contó Miguel a su tío fue la siguiente:

Don Valentín de Malpica nació en un pueblo de la Rioja.

Escapado de su casa sentó plaza y comenzó a servir de soldado en la guerra de España con la República francesa en 1793. Estuvo en Navarra a las órdenes de don Juan Ventura Caro y del conde de Colomera, y después fue trasladado a Cataluña, donde ascendió a sargento.

En la primavera de 1807, Malpica, con el grado de teniente en el regimiento de Asturias, salió de España con la división del marqués de La Romana camino de Hamburgo.

Malpica asistió con su regimiento al sitio de Straesund, que se terminó felizmente, y donde fue ascendido a capitán.

Poco después Napoleón al entrar en España, temiendo que las tropas españolas del marqués de La Romana se le sublevasen al tener conocimiento de la invasión de la península Ibérica, las acantonó en las islas de Fionia, Langeland y en Jutlandia, donde quedaron vigiladas por las fuerzas de Bernadotte.

De los regimientos mandados por La Romana, los de Asturias y Guadalajara intentaron la fuga antes que los demás, y en varios barcos pesqueros se embarcaron, tomaron por el estrecho del Gran Belt, dieron la vuelta a Dinamarca y desembarcaron en las islas de Holanda. La sublevación había sido hecha a los gritos de ¡Viva España! ¡Muera Napoleón! Algunos oficiales franceses marcharon a contenerlos y fue muerto un ayudante del general Fririon. Las tropas danesas rodearon a los amotinados y les hicieron rendirse.

Malpica, que estaba reunido con los oficiales de su regimiento, al desembarcar en Holanda no quiso quedarse en la isla de Walcheren, y en una lancha pesquera pasó a Inglaterra, desde donde le trasladaron a la Península. Destinado a la guarnición de Zaragoza tomó parte en el segundo sitio de esta ciudad. Luchó con su amigo el coronel Renovales, y rivalizó con él en valor y en audacia. Renovales y Malpica, este herido gravemente, cayeron prisioneros de los franceses. Renovales se escapó y Malpica fue llevado al castillo Viejo de Bayona. En esta ciudad estuvo recomendado a una familia vasco-francesa, acomodada, los Doyambere, y acabó casándose con la hija de la casa.

Al terminar la guerra, Malpica con su mujer entró en España. Como los militares que volvían de la emigración, en vez de ser considerados en su país, eran mal mirados y tenidos por levantiscos, Malpica, que había heredado algún dinero, compró una finca a orillas del Ebro y se fue a vivir allí con su mujer y su hija. Pronto se cansó de la vida del campo y dijo a su mujer que iba a solicitar la entrada en el servicio activo e ir a América. La mujer quiso convencerle de que no fuera, pero Malpica no era de los que se avienen a razones.

Malpica recomendó a uno de sus amigos, a un tal Ramón Lanuza, a su mujer y a su hija, y él pasó siete años en América luchando a las órdenes del general Morillo, y alcanzó el grado de coronel.

En 1822 Malpica volvió a España y a su finca. Le dijeron al llegar, y notó también él, que su amigo Ramón tenía mucha confianza con su mujer, cosa nada rara, pues que el amigo llevaba siete años visitando asiduamente la casa.

El coronel, que había traído costumbres y hábitos de factoría de su vida americana, estaba fuera de su centro en el círculo de su mujer y de sus amistades, y para encontrarse entre los suyos iba de caza, andaba entre los jayanes, y se enamoró de una muchacha zafia hija de un labrador.

Las relaciones fueron públicas y produjeron la indignación de la mujer de Malpica, que reprochó a su marido su conducta.

«No hay que hacer caso de lo que hablan las malas lenguas —parece que dijo Malpica sentenciosamente a su mujer—; también dicen de ti que estás enredada con mi amigo Ramón y yo no lo creo.»

La mujer contó esto a Lanuza, quien pidió cuentas a Malpica.

Riñeron los dos violentamente y Lanuza le dijo:

—Todo el mundo sabe que yo no tengo nada que ver con tu mujer. Es una calumnia que repites de una manera innoble, en cambio todo el mundo sabe que tú tienes relaciones con esa muchacha hija de un apareador.

—Es falso también.

—No, no es falso —y Lanuza añadió con sorna—: Esa muchacha es la querida de tu asistente y el dinero que tú le das a ella, ella se lo entrega a él.

—¡Mientes!

—Esta noche lo podremos ver si quieres. Ella irá a buscar al asistente al cuarto próximo a la cuadra donde duerme él como todas las noches.

Se apostó Malpica para ver si era verdad lo dicho por su amigo, y pudo comprobar que la cosa era cierta.

Lanuza le acompañaba.

Malpica, exasperado y loco de furor, dijo a su amigo que uno de los dos sobraba.

—Nos batiremos cuando quieras —le contestó Lanuza con frialdad.

Malpica entró furtivamente en su casa, tomó dos pistolas, una botella con pólvora y balas y salió al campo.

—¿Adónde vamos?

—Vamos a la isla del río.

En el río había una isla de arena que tendría treinta o cuarenta varas de largo. Llegaron a la orilla, entraron en la barca y bajaron en la isla. Era al amanecer.

Cargaron las pistolas y jugaron a cara y cruz la pistola que correspondería a cada uno y quién daría la voz de mando. Le tocó a Lanuza. Se colocaron en sus puestos, en los dos extremos de la isla al borde del río. En este momento Malpica gritó:

—¡Lanuza!

—¿Qué?

—Confieso que no tengo razón.

Lanuza contestó con una carcajada irónica.

—¿Eres cobarde también? No lo creía.

—No, no soy cobarde, pero comprendo que te he ofendido sin razón. Te daré las explicaciones que quieras.

—No hay explicaciones que valgan. ¡Prepárate! Si no, disparo.

—¿Qué más pretendes de mí? —gritó Malpica—. ¿No te confieso que no tengo razón?

—No me basta. Quiero tu sangre. Quiero verte ahí muerto.

—¡Ah, quieres matarme! ¿Quieres quitarme de en medio para casarte con mi mujer?

—Tú lo has dicho.

—Bien. Veremos si lo consigues. De todas maneras ten en cuenta que te he ofrecido la paz.

—No hay paz. ¿Estás en guardia?

—Sí.

—Una… dos… tres.

Una bala pasó silbando por encima de la cabeza de Malpica.

Lanuza cayó. Malpica se acercó de prisa al otro extremo de la isla. La pistola estaba en el suelo, al borde mismo del agua, cerca de un reguero de sangre.

Lanuza había desaparecido. Malpica entró en la barca y fue por el río mirando por si aparecía el cuerpo de su amigo. Sin duda había caído para atrás y la corriente lo había arrastrado.

Malpica volvió a la orilla, entró en su casa, montó a caballo y unos días después llegaba a Barcelona.

En tanto los franceses de Angulema habían entrado en Cataluña. Malpica se incorporó a las fuerzas de Mina.

Peleó con gran valor durante tres meses, y poco antes de la capitulación de Mina cayó herido de un tiro en el pecho, cerca de Figueras.

Los franceses le dejaron por muerto en el campo.

De noche, un merodeador fue a quitarle la ropa y al moverle, Malpica comenzó a quejarse. El ladrón iba a huir, Malpica le dijo que tenía dinero guardado y que se lo daría si le salvaba.

El merodeador le llevó al hombro a una cueva, y el coronel pasó días entre la vida y muerte hasta que se curó.

Cuando ya se encontró bueno y con fuerzas para andar, se dirigió a la frontera, la atravesó y entró en Francia.

En Perpiñán pidió informes del coronel Malpica, de quien dijo era amigo, y le mostraron un boletín francés en donde se citaba su muerte.

No podía decir que era él Malpica a trueque de ser tomado por un falsario.

Decidió cambiar de nombre y trabajar. Al principio su vida fue miserable, tenía que dedicarse a faenas humildes, pero como era duro y fuerte no le molestaban.

Lo que sí le preocupaba era encontrarse con antiguos compañeros que le conocían.

Decidió abandonar esta parte de Francia, escribió a un hermano suyo diciéndole lo que le había ocurrido, cómo pasaba por muerto, pidiéndole una pequeña suma y encargándole que no dijera a nadie que vivía. El hermano le contestó enviándole la cantidad, le decía cómo se había encontrado a Lanuza muerto en una presa y que unos suponían que se había suicidado y otros que había sido víctima de un crimen.

El hermano de Malpica comunicó la noticia de que el coronel vivía a su mujer y a su hija.

La mujer vendió la finca próxima al Ebro y vino a establecerse a Bayona. La hija de Malpica, Dolores, trajo a su padre a vivir a Ustaritz.

Al acabar de contar Miguel Aristy la historia del coronel, el caballero de Larresore movió la cabeza de un lado a otro.

—¡Qué mentalidad! —exclamó—. ¡Qué cabeza! Ir así arrastrado por los acontecimientos sin pararse a reflexionar… es lastimoso.

—¿Qué quiere usted? Los hombres que han nacido para la acción son así. Cuando se comprende demasiado se ejecuta poco. Nosotros, usted y yo somos razonadores. Él es un impulsivo, un español a la antigua. Él se cree liberal y no lo es, se cree el colmo de la inteligencia y ya ve usted lo que da de sí.

—Es de una incomprensión y de una suficiencia cómicas.

—Pues se figura ser el hombre más discreto y más juicioso del mundo; en cambio no se tiene por valiente, y es valiente como un león.

—Es la barbarie.

—Todo lo que le sale de la cabeza le parece maravilloso. Lo que no comprende para él no existe, y si de una cosa comprende una parte supone que la parte que no comprende sobra. Al hombre le gustaría recortar todas las ideas hasta que entraran bien en las casillas de su cabeza.

—Tendría mucho que recortar.

—Sí; probablemente Malpica se cree infalible. Lo que ha juzgado ya no quiere volver a juzgarlo. Si se equivoca son las cosas las que se han equivocado al no estar conformes con lo que él ha dicho de antemano.

—¡Oh! ¡Qué estupidez!

—Él se considera el definidor de todo. El prototipo de todo. Cuando dice: El honor es lo primero después de la patria, ya no hay necesidad de volver sobre esto.

—¡Lamentable, lamentable! —murmuró Larresore.

—Lleva la cabeza rapada, como habrá usted notado, y le parece que un melenudo es un insulto a sus ideas. Es uno de los motivos de odio que tiene contra su yerno, mi hermano León.

—¿De verdad?

—Sí. Los pelos largos le irritan. El soldado no necesita esos tufos, suele decir. No hay manera de convencerle de que un escritor o un artista no tiene la aspiración de ser soldado. Muchas veces a mi cuñada, su hija, le dice despóticamente: el soldado debe levantarse más temprano. Pero yo no soy soldado, papá, le contesta ella con gracia. No importa, replica él. En la vida todo es como el ejército.

—¡Qué vulgaridad! ¡Qué horror! —exclamaba el caballero de Larresore—. El soldadismo se ha metido por todas partes. ¡Esa Revolución! ¡Esa Revolución! ¡Qué pena! Destruir tan bellas cosas para dejar el mundo convertido en un cuartel.